El último martes el presidente de la República convocó a una reunión en la residencia de Suárez para conformar una unidad multisectorial directamente bajo su tutela para coordinar los desafíos actuales de la seguridad pública. En la reunión -que contó con la asistencia del Ministerio del Interior, el Ministerio de Desarrollo Social, las autoridades de ANEP y del Consejo de Primaria, el Banco de Previsión Social, la Agencia de Gobierno Electrónico y el fiscal de Corte, Jorge Díaz-, el presidente fue enfático en la necesidad de asumir un compromiso colectivo para enfrentar los problemas de seguridad ciudadana, cuyo abordaje debe ser científico y global. La convocatoria del presidente puede ser interpretada como una respuesta a las declaraciones ofrecidas al diario El Observador por el inspector nacional de Policía, Mario Layera, que hace dos semanas pateó el tablero pronosticando un destino guatemalteco o salvadoreño para nuestro país y advirtió que un día “los marginales” iban a ser mayoría y el Estado no iba a tener forma de contenerlos. Aunque ni Vázquez ni el Ministro del Interior comparten la mirada apocalíptica de Layera, ni sintonicen con su perspectiva sobre la marginalidad, sí observan con preocupación el incremento de algunos tipos delictivos muy violentos, entre ellos, el homicidio, y perciben la alarma de la ciudadanía. Los partidos de la oposición también han concentrado su prédica política en la inseguridad y cada día proponen medidas más agresivas, que incluyen la militarización de la seguridad civil, la habilitación de los allanamientos nocturnos y el agravamiento de las penas de algunos tipos delictivos, alcanzando incluso la prisión perpetua, que no se aplica en nuestro país. Más allá de campañas mediáticas y de demagogia oportunista, es evidente que en los últimos años han surgido nuevas formas de criminalidad, muchas veces asociadas con el narcotráfico, que operan con una violencia inusitada y en algunos lugares se muestran desafiantes aun a plena luz del día. En Casavalle, se conoce que bandas de narcotraficantes han desalojado familias de sus casas para apropiarse de ellas y convertirlas en laboratorios de drogas, refugios, bocas o lo que sea que hagan con las viviendas de la gente que desplazan. Esta presencia violenta en algunos lugares se ha incrementado, pero no es cierto que en esas zonas el Estado uruguayo no esté presente o se haya retirado. En los barrios más complicados de Uruguay hace varios años que hay una presencia permanente de oficinas públicas, escuelas, centros CAIF, policlínicas de ASSE y del municipio, centros comunales, centros de desarrollo local, oficinas y operadores del Ministerio de Desarrollo Social, entre otras dependencias públicas que disputan junto a la comunidad una batalla diaria por el territorio contra las bandas y verdaderas mafias que asolan con poder de fuego y recursos económicos, pese a que la prensa los ignore y la sociedad que vive fuera de esos lugares no lo conozca y menos aun lo reconozca. Sin embargo, pese a lo que se ha hecho en los territorios, los programas de recuperación de espacios públicos, la construcción de modernísimas plazas, de policlínicas, de centros de atención a la infancia, y el trabajo denodado de operadores sociales que llegan casa por casa a los lugares más recónditos, resulta insuficiente, porque uno de los problemas más grandes que hay en las zonas es el déficit de viviendas decorosas y la existencia de verdaderos asentamientos precarios con sendas y pasajes entre las casas que perjudican la convivencia, favorecen la instalación de bandas delictivas y pueden llegar a resultar reductos inaccesibles incluso para las fuerzas policiales. Una política seria de fortalecimiento de intervención pública en las zonas, que implique, por ejemplo, la demolición de viviendas precarias y sustitución por soluciones habitacionales adecuadas requiere de coordinación multisectorial y de mucho dinero. Pero todo el gobierno, comenzando por el presidente, tiene muy claro que los problemas de inseguridad ciudadana y la lucha contra las organizaciones delictivas del narcotráfico no son un asunto meramente policial, aunque implique la acción de la Policía, mayores y mejores tareas de inteligencia y un accionar judicial coordinado. La creación de una comisión central en la órbita de la presidencia para coordinar a los ministerios y los organismos públicos no se explica por la necesidad de vencer la compartimentación informativa que denunciaba el inspector Layera. El presidente no necesita un nuevo ámbito para solucionar los problemas de intercambio de información entre los ministerios, entre otras cosas, porque el Estado cuenta con mecanismos electrónicos para acceder a la información que poseen sus dependencias, incluso el Ministerio de Desarrollo Social; apenas se requiere que se suscriba el convenio interinstitucional correspondiente para que toda la información que puede ser compartida, sin violar los datos privados de las personas ni la ley, quede a disposición del organismo que la exija. Pero, además, porque los narcotraficantes, al menos los cabecillas de las bandas que se conocen, no son tipos que se presenten al Mides para incorporarse a un programa ni para solicitar la Tarjeta Uruguay Social, más bien minimizan su interacción con oficinas públicas para que, justamente, el Estado conozca lo menos posible de ellos. En suma, no confían su suerte a la mala onda que se profese una oficina con otra ni hacen un detallado análisis de los cuadros políticos insertos en el organigrama del Estado para inferir a qué oficina pública pueden ir sin temor a que su información personal le llegue al ministro del Interior o al jefe de Policía. La comisión creada por Vázquez persigue otra cosa: desplegar coordinadamente el Estado en todos los sitios en los que se registra este creciente problema de inseguridad. Lo que se viene haciendo bien, que es mucho, hay que seguir haciéndolo, pero además hay que estudiar con método nuevas iniciativas con el aporte de todas las miradas, incluyendo la educación, la salud, las políticas sociales, las políticas de vivienda, la Policía, la tecnología. Uruguay está muy lejos de los problemas de seguridad que se viven en otros países de América Latina, pero eso no significa que deba ignorar los problemas reales que tiene y aquellos que están creciendo. La propia organización de la sociedad en la que vivimos y el sistema que impera en el mundo es una fuente permanente de violencia y estímulo a un consumo que es inaccesible para las grandes mayorías. El crimen organizado -y, entre sus formas, el narcotráfico, que es dirigido por los ricos, pero que utiliza a los más pobres como su carne de cañón- tiene un caldo de cultivo inagotable para crecer en la medida que no se derroten las dinámicas de exclusión en su totalidad. La izquierda uruguaya viene combatiendo hace años la pobreza y la desigualdad y ha logrado conquistas enormes que son reconocidas en el mundo entero, pero no estamos fuera del mundo, y es inevitable que aparezcan fenómenos de los que alguna vez pensamos que éramos inmunes. Para enfrentarlo no hay que ceder al delirio militarista que plantea la derecha, que nos puede conducir a situaciones mucho más graves, como las que se viven en México desde que los militares entraron en la “guerra contra el narcotráfico”. Hay que proponer ideas que combatan las causas sociales sin desatender la operativa policial, pero sin cifrar las esperanzas en un garrote salvador que no existe, porque ese es el camino seguro al desastre.
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARME