Este año tengo entre mis alumnos a dos jóvenes colombianas y a un matrimonio de venezolanos, abogados ambos y, por lo que he podido apreciar desde las primeras clases, también muy competentes. Apenas los vi me pregunté por qué razón asisten a una asignatura de la que seguramente dominan, por lo menos, los principios más básicos. Ellos, como si hubieran leído mi pensamiento, se encargaron de responderme: aún no han podido revalidar su título y por lo tanto decidieron empezar desde cero. Y con qué empeño lo hacen, tanto ellos como las muchachas colombianas. “Aquello está muy duro”, dicen, refiriéndose a sus países de origen, y menean la cabeza. Horas después, en varios comercios -tantos que he perdido la cuenta- me atienden jóvenes de la misma procedencia. A veces son dominicanos. Resalta en cada uno de ellos una característica común: son esforzados, serviciales y amables. Se toman muy a pecho la cuestión de su trabajo. Quieren demostrar a toda costa que saben apreciarlo y que pueden asumirlo. No parece adecuado llamarlos refugiados, pero, en puridad, lo son. Buscan refugio contra los temporales propios, nuevas oportunidades, mejor futuro para ellos y para sus familias. La literatura siempre se ha sentido inclinada a hacer suyo el tema de estas raras aves que emprenden vuelo -casi siempre con un ala quebrada- y aterrizan en sitios en donde, como mínimo, se los contempla con prevención y desconfianza. La maravillosa vida breve de Óscar Wao, de Junot Díaz (Mondadori, México, 2008), galardonada con el premio Pulitzer 2008, es una de esas grandes novelas. Recrea la existencia de un joven dominicano que se instala junto a su madre y hermana en un barrio pobre de Nueva Jersey. Una de las citas con que se abre la obra es un poema de Derek Walcott: “Sólo soy un negro pelirrojo enamorado del mar/ recibí una sólida educación colonial/ tengo algo de holandés, negro e inglés/ así que o no soy nadie, o soy una nación”. La obra de Junot Díaz es una narración sobre el desencuentro y el desconocimiento, centrado en el fukú, la “Maldición o Condena del Nuevo Mundo”. Pero, ¿qué cosa es el fukú? “Cualquiera que sea su nombre o procedencia, se cree que fue la llegada de los europeos a La Española lo que desencadenó el fukú en el mundo y desde ese momento todo se ha vuelto una tremenda cagada”, empezando por don Cristóbal Colón, el almirante, y siguiendo por la desaforada y sangrienta dictadura de Trujillo. “Para aquellos a los que les faltan los dos segundos obligatorios de historia dominicana”, el autor realiza un logrado resumen de algunos de los hitos más infames y oscuros de ese país, ya desde el comienzo, y lo poco que menciona sobre el dictador Trujillo vale lo que las 400 páginas de La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa: “Mulato con ojos de cerdo, sádico, corpulento, se blanqueaba la piel, llevaba zapatos de plataforma y le encantaban los sombreros al estilo de Napoleón”. Resulta fascinante la manera en que el autor maneja esta idea del fukú, que a nosotros los uruguayos podría resultarnos más bien incomprensible, y ni qué decir a los estadounidenses. “Dejen que yo, su humilde Observador, les revele de una vez por todas la Sagrada y Única Verdad: no fue la mafia… ni el fantasma de la fokin Marilyn Monroe. Ni extraterrestres, ni la KGB o algún pistolero solitario. No fueron los hermanos Hunt de Texas, ni Lee Harvey, ni la Comisión Trilateral. Fue Trujillo; fue el fukú. ¿De dónde coño piensan que viene la supuesta Maldición de los Kennedy?”. Pues bien. Lo que para Junot Díaz es el fukú, es para el resto de los latinoamericanos, y de los inmigrantes y refugiados de cualquier signo y de cualquier extracción social, ni más ni menos que la maldición de ser quienes son y de venir de dónde vienen. Y de pretender, además, disputar con los nacionales el derecho al trabajo, a la vida y a la felicidad. En América todo esto se ha naturalizado. No en vano hemos pasado trescientos años a la sombra de un poder colonial, primero, y luego en medio de la puja de dos o tres imperios que hicieron de nuestra tierra su coto de caza particular. No hablo de la United Fruit Company (y qué bien se refiere a ella Gabriel García Márquez cuando nos habla sobre su niñez en la lejana Aracataca); no hablo tampoco de las compañías inglesas -de gas, de trenes, de frigoríficos, de alumbrado público y hasta de agua potable- ni de las factorías holandesas, las minas de oro francesas y las petroleras norteamericanas. Hablo de la visión que todos ellos han construido, aquí y en cualquier lugar del mundo en donde se ejerza o se haya ejercido un dominio colonial, sobre la condición y la esencia humana (o inhumana) de los dominados, conquistados y colonizados. El escritor y ensayista argentino Héctor Murena lo denomina “el pecado original de América”, y se interroga sobre “el mundo en el que me toca vivir, y cómo gira este particular mundo”. Pero, para el caso de estos inmigrantes del siglo XXI, esas y otras reflexiones se ven desafiadas en su más profunda significación. Ya no se trata de recelo ni de oponerse a lo diferente, sino de escaladas de violencia que comienzan en lo íntimo de los pueblos y sus conciencias y trepan más temprano que tarde a los discursos y actos del poder. El antiguo arquetipo europeo vive y lucha. No es lo mismo ser un inmigrante español o ruso que ser un triste sudaca, y eso vale incluso dentro de la vasta tierra latinoamericana, lo cual equivale a una suerte de autodestrucción y autodesprecio bastante esquizofrénico. En Estados Unidos, Donald Trump ha hecho de todo para demostrar que los inmigrantes son los enemigos número uno del auténtico sueño americano: desde comenzar la construcción de un muro en la frontera con México hasta cercenar de cuajo los derechos civiles y ciudadanos de los hijos de estos y de otros inmigrantes. En Uruguay la cosa no llega a esos extremos, pero tampoco es unánime la opinión favorable de la gente hacia el fenómeno de la inmigración reciente. Los números dicen que llegaron unos 30.000 en los últimos tres años, la mayoría latinoamericanos. La aceptación por parte de los “locales” es bastante alta, aunque las cifras cambian según la edad de los encuestados, su extracción ideológica y política y su lugar de residencia (Montevideo o el interior); grosso modo puede decirse que 55% de los uruguayos ve con buenos ojos el fenómeno de la inmigración, y en el extremo opuesto, 6% la percibe como muy negativa. Seguro que a los inmigrantes semejantes porcentajes les parecerán una bendición, habida cuenta de las durísimas condiciones de vida que tenían en sus propios países. Sea como fuere, nada se compara hoy por hoy con la condición de los sirios. Siguen siendo miles los que mueren ahogados en su afán de llegar en barco a las costas de Europa. Como expresó el activista catalán Oscar Camps, fundador de una ONG destinada a socorrer a los pretendidos refugiados: “Hemos visto morir a familias enteras. La Europa de la libertad y los valores ha naufragado”. Yo creo que esa Europa jamás existió. Tampoco existió nunca una nación estadounidense proclive a mirar a “los otros” como si fueran gente. Los otros equivalen, sencillamente, a los que no son como uno, y el patrón de medida sigue siendo el empecinado arquetipo europeo, ya sea de corte anglosajón o latino. En Uruguay seguimos siendo circunspectos, precavidos y conservadores con nuestros inmigrantes. Somos capaces de sonreír a la cajera dominicana, y hasta de admirarnos de que el mozo venezolano que acaba de atendernos sea un doctor en medicina. Pero no son para nosotros tan “gente” como un español o un estadounidense. Ha de ser el fukú de Junot Díaz. Tal vez nosotros no creamos en el fukú, pero se ve que el fukú sí cree en nosotros.
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