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El gobierno y los pronósticos de Layera

Por Leandro Grille.

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Caras y Caretas Diario

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Entre todas las cosas que dijo el jefe de Policía, Mario Layera, al diario El Observador, lo más impactante se recoge en el título del reportaje: ‘Un día los marginados van a ser mayoría -dijo  Layera-. ¿Cómo los vamos a contener?’.  Es una frase que está dividida en dos y la medida relativa del impacto que producen sus partes funciona de parteaguas de la sociedad: o bien el desafío es la  contención represiva de los marginados o el problema central es la afirmación categórica de que en Uruguay la marginalidad va a ser la norma y los marginales “van a ser mayoría”, propia de una perspectiva sociológica del apocalipsis. Aunque toda la construcción del pensamiento de Layera es imputable a una lógica de criminalización de la pobreza, muchas de sus expresiones son atendibles y abonan la hipótesis tantas veces menospreciada de que el partido contra el delito y la violencia creciente en su ejecución se juega en el combate de las causas sociales más que en los procedimiento policiales. Mi exégesis comienza por atrás. Por lo que me resulta temerario e incompartible a la vez que improbable. Aunque Layera lo diga, avalado por su amplia y reconocida experiencia en la lucha contra el narcotráfico, Uruguay no va a exhibir las tasas de criminalidad de países centroamericanos como El salvador o Guatemala, porque el fenómeno de las maras es hijo de las guerras civiles que asolaron esos territorios hasta bien entrados los años 90 con una cuenta trágica de cientos de miles de muertos, decenas de miles de desaparecidos, otros cientos de miles de desplazados y una cantidad abrumadora de armas de guerras dispersas en una población de familias destruidas y empobrecidas, habitando en el medio de un camino obligatorio del tráfico de drogas desde América del Sur hacia Estados Unidos. En otro tramo de la entrevista, el jefe de Policía acusa a la compartimentación del Estado, en particular del Ministerio de Desarrollo Social (Mides) y la Administración Nacional de Enseñanza Pública, de suponer un obstáculo para el trabajo policial, debido a la reticencia de estas dependencias de brindar a la Policía información personal sobre la población que atienden; información que, según Layera, sería valiosa en el combate de la delincuencia. Sin caer en una ingenuidad radical, cabe advertir que el Estado no puede obtener información sobre la población más pobre con el propósito de desarrollar programas de atención de sus necesidades acuciantes, y luego en un mostrador oculto   brindarle a la Policía esa misma información obtenida de la gente abusando de la buena fe para que Interior confeccione un catálogo de sospechosos a priori. Si así procediera el Mides o ANEP, estarían cometiendo una barbaridad, un prejuicio a todas vistas y un tráfico difícilmente legal de información privada de las personas sin otro motivo que su condición social. De otro modo, cabe preguntarse, siguiendo el razonamiento de Layera, si no correspondería que los bancos le entregaran a la Policía información sobre las personas y firmas que operan con grandes sumas de dinero, para que los agentes pinchen los teléfonos, los correos electrónicos, vigilen las casas o caiga de visita sorpresivamente sólo para ver si no andan en algo raro, bajo el criterio suspicaz no desdeñable de que si es tan rico, no debe ser honesto, o al menos es probable que la acumulación originaria de su capital haya incluido ilícitos no bien resueltos. Entre todo ese cúmulo de reflexiones polémicas, el jefe de Policía tiene el valor de soltar pensamientos sobre los que vale la pena detenerse. Layera ubica entre las causas del fenómeno delictivo “la exhibición de una oferta de bienes que si uno no accede a eso no existe, y núcleos importantes de la población que llegan a la conclusión de que no van a acceder a eso por vías legales”. No son pensamientos originales, pero no son habituales en un jefe de Policía. Y aunque Layera no sea Erich Fromm, como por un camino insospechado de filosofía está arribando a una conclusión convergente. En el sistema actual, ser y tener se presentan como sinónimos, y esa codicia característica que de un lado estimula la avaricia de los explotadores, en el otro extremo determina la hiperviolencia de los excluidos, que, ya se sabe, nunca van a llegar por el camino del esfuerzo honesto a obtener los recursos para sostener el modo de vida que se supone que hay que “tener” para poder “ser”. Seguro que todas estas cosas están en la cabeza de Eduardo Bonomi y de otros dirigentes de la izquierda. Muchos de ellos se preguntarán por qué aumenta el delito si ha disminuido la pobreza y ha caído a niveles históricos la indigencia, si la economía ha crecido durante casi 15 años seguidos, al igual que los ingresos medios de los hogares y el poder de consumo de esos ingresos. ¿Por qué si se han invertido más recursos en la educación, en la profesionalización de la Policía y en el combate contra el narcotráfico, sucede que resultan tan difíciles de revertir y el número de homicidios crece y la violencia asociada al delito se incrementa? ¿Es que acaso la dinámica del delito se ha disociado de sus causas sociales inmediatas? ¿Es que las condiciones sociales son peores que lo que registran los indicadores? Es evidente que las respuestas no son sencillas y no están en la actuación de la Policía, y menos aun en el nuevo Código del Proceso penal, más allá de todos los defectos que puedan atribuirse al Ministerio del Interior, a la Policía, al Poder Judicial y a las propias leyes. Tan evidente es eso como lo son los enormes logros sociales y económicos que ha tenido Uruguay en la última década. Pero esos logros no desmienten que hay un montón de lugares de nuestro país donde el Estado social que propone la izquierda no ha logrado entrar con la fuerza que debe entrar y cada día que pasa, esos rincones y sus habitantes, especialmente los más jóvenes, quedan más a merced de las bandas, de los narcos, de aquello que integre sus lógicas, que opere en su lenguaje y en el ámbito en el que se desarrolla su existencia. Si en la cabeza del gobierno está la decisión de enfrentar esto, por más que se haga un ley más dura cada semana, se militarice la vía pública o se entreguen las bases del Estado a las fuerzas policiales, no va a resolverse. Hay problemas que no se resuelven con garrotazos. Más valdría  inundar de ofertas culturales los barrios, de instituciones educativas, de obra pública y alumbrado, de música y libros y deportes y formas de recreación, de escuelas y liceos, de talleres y centros de salud, de ofertas de trabajo, de plazas comunitarias, incorporando la participación de los vecinos, de los sindicatos, de jóvenes y estudiantes, de referentes de todas la sociedad, de las múltiples dimensiones del Estado  en las llamadas zonas rojas. Aunque eso cueste 1.500 millones de dólares o incluso más. Hay que conseguirlos y hay que hacerlo, ya no sólo por un motivo de justicia intrínseco, sino para abordar el panorama que expone Layera. No es que no se venga haciendo nada hasta ahora. Hace años que se están haciendo cosas, pero es necesario un plan mucho más extenso e intenso, más radical, y hay que diseñarlo desde ya, con amplitud y sin demora. Hasta la Policía lo está pidiendo a gritos.

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