Por J.P.H. Nada es tan simple como parece. Pero nada es tan fascinante como esa cosa simple que, desde su superficie, sus texturas, moviliza afectos entrañables, nos seduce, y en definitiva nos tienta con la idea de que es posible capturarla, hacerla propia, recrearla y reproducirla. Y nada como algunos hechos musicales para activar esa fascinación en la butaca de una sala de conciertos, en un boliche, en un estadio, o en casa frente al equipo de audio. Es lo que pasa cuando suena la introducción de ‘Montevideo’ (Opa Trío, con Ruben Rada, Hugo y Osvaldo Fattoruso, Ringo Thielmann) y los dedos, nuestros dedos, vuelan con la frenética línea del sintetizador; los músculos se tensan y se disponen a seguir las acciones de Osvaldo en la batería; se contraen los brazos y el abdomen con el corte de un patrón rítmico. Un ataque en contratiempo retiene la respiración: un alto, la energía se comprime y el siguiente ataque, sorpresivo quizá, la liberará como un magma concentrado en golpes mudos, que apenas se ven, de los dedos sobre la pierna; la garganta está lista para seguir un contorno melódico que canta Rada, y todo queda en el aire, en un leve movimiento de cabeza, de hombros. Todo parece tan simple, fascinante, aunque sea sólo una ilusión creada por una bienvenida conspiración entre cuerpo y mente, que se activa al concretarse un pacto, una asociación, entre receptores (nosotros), el músico (los músicos) y una historia que anuda circunstancias, contextos, hábitos, conocimientos. Y es a esa asociación, aunque sin filtrarla por un análisis semiomusicológico ni crítico, a la que apela el realizador Santiago Bednarik (La Matinée, Mundialito, Maracaná) con su último documental, titulado Fattoruso. Un proyecto que une fragmentos, ilumina algunos tramos de la vida y la música de Hugo Fattoruso y deja otros tantos en el debe; un entramado de memorias que adquieren valor de homenaje a una figura fundamental en el mapa musical latinoamericano. Así es El trabajo del documentalista Bednarik tiene también esa virtud de la simplicidad. Acá no hay misterios ni elucubraciones técnicas, ni un tratamiento cinematrográfico virtuoso. Sea como virtuoso tecladista, como compositor dotado de una fecunda imaginación o como expresivo cantante (aunque él, Hugo, no se valore así), Bednarik presenta a Fattoruso como un tipo simple. Y así es Hugo. Es el tipo que vive con su madre en una casa de la calle Justicia. Es el tipo que te recibe con un gorro de lana común y corriente, con una taza en la mano, y te invita a pasar a la sala donde tiene el piano y otros tantos instrumentos. Es “el Hugo, bo”: un veterano de 70 y pico pero que sigue luciendo como “pibe de barrio”, generoso y abierto a colgarse con múltiples proyectos, que acepta tocar con quien lo invite, que se lo ve como uno más en un encuentro de acordeonistas en el interior, que si te reconoce en la calle te sigue la conversación como si te conociera de toda la vida. Y es el mismo tipo que al enfrentarse a cualquier teclado se convierte en gigante, sea con Chico Buarque, con Jaime Roos, con Yahiro Tomohiro, con Los Pusilánimes, mucho antes con Opa Trío, con sus últimos proyectos como solista y en grupo, o con cualquier encumbrada figura del jazz. Un músico que es, como dice Djavan en la entrevista que se le hizo para este documental, “capaz de absorber el alma de las músicas que está tocando”. Pero es, también, el artista que nunca lidió bien con la industria musical. Podría estar bien parado desde aquella experiencia con Osvaldo, su hermano, y el Opa Trío en Estados Unidos, o desde antes, con la explosión masiva de Los Shakers. Pero no: nunca vio un peso. Lo que sí consolidó, dice Hugo, es un “tesoro de afectos”: su madre, sus hijos. Por eso, recalca: “Soy un tipo con suerte”. Y es, también, el hombre itinerante, en busca de un lugar, que lleva consigo un pesado equipaje –los instrumentos, músicas, afectos, familia y sus historias de rupturas y encuentros–, pero sabiendo que ese lugar, su lugar, estaba acá. En fin Esa suma de relatos queda –hay que subrayarlo– muy clara en este documental. Eso que se ve y se escucha es Hugo Fattoruso. Lo que queda pendiente es una aproximación más profunda a su materia musical. Están los testimonios, los elogios. Sin embargo, hay algunas preguntas sin plantearse. ¿Qué claves entrañan la técnica y el lenguaje interpretativo de Hugo? ¿Qué ocurre en sus estructuras formales, muchas de ellas fascinantes y que, a la vez, tienen esa apariencia simple que atrapa al escucha casi al instante? ¿Cómo se explica esa imaginación sonora torrencial que funde lo popular, lo tradicional y lo culto en flujos que parecen paridos sin mayores esfuerzos? ¿Cómo juega en su música esa curiosidad insaciable que lo lleva a escuchar músicas de tradiciones tan dispares, desde los cantos de los pigmeos hasta el folclore hawaiano? ¿Cómo puede funcionar en un toque o grabación con Jaime Roos y a la vez con Chico Buarque? En fin, ¿cómo funciona la cabeza musical de Hugo? Estas preguntas, por cierto, quizá siempre queden abiertas. Y queda claro: no estaban en el núcleo del proyecto de Bednarik. El documental cumple: expone ideas, algunas historias, compone un fluido perfil, y la música atrapa gracias a un buen equilibrio entre las entrevistas, la recuperación de documentos gráficos y los pasajes con performances en escenarios, estudios o ámbitos domésticos. Una buena realización, en la que la voz del realizador (como debería ser en las buenas entrevistas) le concede todo el primer plano al protagonista. Sin embargo, a esta altura de la historia esa musicalidad que tanto fascina requiere (o requeriría) dar un paso más. Este es otro caso –como ocurre con varios ejemplares de esa andanada de libros con memorias, relatos y biografías de músicos del rock local; hay excepciones, claro, pero son escasas y están enfocadas en otros fenómenos musicales– que pone en evidencia la falta de aparatos críticos sólidos que permitan que los abordajes de un objeto tan complejo como la música que trasciendan el homenaje y la recolección más o menos rigurosa de datos.
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