“En esta vida no se puede llegar antes, la trayectoria somos nosotros mismos.”
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARMECaras y Caretas Diario
En tu email todos los días
Clarice Lispector
“Debes aprender a desapegarte”, le digo a mi hija de 12 años. Almorzamos, ella me mira, ha estado triste, crecer duele, es reflexiva. Retorna del liceo y dice: “Ya tengo dos amigas”. Sonríe. Hablamos de mudanzas, especialmente de los paisajes interiores, de la vid, esa escuela de la vida y la muerte, florecer, dar fruto, secarse, reverdecer. La hago escuchar ‘Palabras para Julia’, le cuento la historia del poema transformado en canción, canto con ella. Ahora el ejercicio de la sobrevivencia es básicamente aprender a dejar lugares, afectos, desatar lazos, construir otros, entender el camino, asunto bastante difícil. No tiene nada de new age, pero actualmente echar raíces en un solo lado y considerar que idénticas sonrisas te acompañarán de por vida es un tema complejo que puede hacer daño. Es verdaderamente “un sistema de desvínculo”; no sé si está bien, puede que esté mal, no se trata de eso. La realidad es más fuerte que los sueños a la hora de las heridas abiertas, hay que creer en las cicatrices posibles, pero antes que nada hay que trabajar para frenar el flujo de sangre, no esperar que mágicamente suceda. Parece que ni poniendo la mejor intención posible funciona la construcción del ejército de las rosas; ni aquella, la única, la que estaba en una burbuja de vidrio, resguardada del frío, rara vez sobrevive, del mismo modo que el tedio y la soledad pueden esperarla. La certeza de no poder contra la muerte está mucho más allá de cualquier metáfora con la que sí podemos respirar eternidad. El tema es resolver lo cotidiano.
Estoy un poco alejada del almanaque. Ayer por la noche recordé que estaba cerca del 21 de marzo, fecha que importa, me involucra fuertemente la poesía. Consideré bastante difícil poder trabajar con un grupo de gente ese día, en este lugar aún no puedo hacer nada, tal vez el próximo año.
Viajar hasta la capital para leer algunos versos cansa un poco, creo que estoy perdiendo el oficio de estar en sitios donde todos se escuchan a sí mismos –salvo honrosas excepciones–; la poesía es de todos, se defiende por sí sola, ella “es ese escándalo” en el mundo gris deshabitado en el que luchamos para que la humanidad sobreviva desestimando la urdimbre inevitable del reinado de las cosas. Ella, la gran rebelde trae el pan para el hambre más aguda y canta “pero tú siempre acuérdate de lo que un día yo escribí, pensando en ti, como ahora pienso”.
La utilidad de la poesía… Esa eterna pregunta. ¿La vida es útil? ¿De qué hablamos cuando decimos “utilidad”? El tema es largo y la respuesta no tan sencilla, aunque posible. Cierro tus heridas, trabajo para curar las más profundas en el alma, construyo tus edificios. ¿Edificaré cabezas humanas? Recuerdo a Mayakovski, poeta compañero.
Nos rodea el dolor. Aunque intentamos la alegría, una guerra visible en la que es necesario andar con corazas, sabiendo que en los más graves momentos se pueden romper los barrotes de cárceles agudas para soportar el mundo en el que se camina sobre arenas movedizas.
Durante años de mi vida traté de encontrar explicaciones ante el absurdo. Considero que alguna gente lo hace aunque posiblemente mi visión esté deformada. Ya no lo hago. He empezado a vivir cada día como ante un dictamen bíblico y “que baste su afán” para ir hacia la otra mañana.
Aceptar el transcurso del tiempo, los cambios, las personas, sin pedir que el olmo dé peras, tomar o dejar, aceptar sufrimiento y muerte, forman parte de nuestro crecimiento. Un día sucede, puede que se llame sabiduría. En ese momento amanece y vemos las flores en el jardín, caminamos bajo un cielo extrañamente apacible, no vamos en busca del aljibe que ya no está y amamos la madera que nos respira. Caminamos más lento, ofrecemos las cuerdas para aquellos que han caído en los pozos de la desesperanza, algunos suben con nosotros, otros ni siquiera lo intentan, pero eso no nos preocupa ni apena, no tiene que ver con el egoísmo, al fin uno ha aprendido a no creer en lo imposible y ni siendo un artista desde la matriz insiste en esa porfiada manera de creer en los milagros. Habla de la magia, de la necesidad de creer en el misterio, pero pone sobre mesas de piedra nuevas cartas y las ordena silenciosamente, desistiendo de las trampas al solitario.
Hay momentos en los que es necesario hasta concebir la posibilidad de la calabaza que se convierte en carroza, hasta el niño más pobre y dolido habita sus palacios de barro, ni el hambre más pesarosa le borra todos los sueños, quizás por eso más de uno ha muerto confundiendo una granada con un juguete que ha de estallarle inevitablemente en las manos. Con el tiempo empezamos a conocer el aroma de la pólvora, los espejitos de colores no nos seducen, la felicidad efímera logra espantarnos; sólo dejamos crecer las vegetaciones activas en los territorios de los verdaderos abrazos como una estrategia infalible ante la demolición.
“Debes aprender a olvidar”, le digo a la niña. La memoria parece inflexible, pero en algún momento reconoce los espacios de la tristeza y pasa por encima como quien juega a la rayuela, dejando atrás los terrenos más agrestes en el territorio de la asfixia.
Algunas personas que conozco dicen que tener hijos es ahora un acto de irresponsabilidad. No creo que uno pueda pensar así en la edad de las urgencias. Recuerdo un poema de Benavides que musicalizara Darnauchans, ‘El instrumento’. Puede que llegue el momento en que nadie “nos desate el enredo”, sin embargo, la música habrá valido la pena aun en las épocas de los golpes más duros y disonantes.
Escucho que alguien a quien amo mucho ha perdido la conciencia, no podían moverlo, lo taparon con cartón y lo arrastraron para adentro de la casa, falso refugio para tanta tristeza. Ha pedido ayuda y lo han corrido en una clara omisión de asistencia. Puede morir, parece querer desistir de los mostradores del espanto que lo rodea, abandonar el rastro de sus ojos en la pieza oscura a los que muchos van en la procesión aguda de la indiferencia que respiramos. “Deben ayudarlo”, digo. Soy cómplice. Ser testigo no nos vuelve un brazo del auxilio necesario. ¿Acaso mostraré extrañeza cuando me comuniquen que desapareció de este cuadro inhóspito?
“Tú no puedes volver atrás”, digo. El aullido interminable de la vida nos sacude. Mi niña no puede, el muchacho dormido bajo el cartón tampoco. El mundo sigue estremecido desde el centro, expandiendo sus tentáculos geográficos como un estremecido pulpo milenario. Desolación con la dictadura de la felicidad a cuestas parece, a veces, el precio que pagamos por nacer.