A su modo, la oposición uruguaya va construyendo su estrategia para recuperar el poder en 2019. Las tensiones abundan, porque sobre la convicción de que el camino es la ingeniería de un frente común, opera el apetito individual de los principales líderes que pugnan por el premio mayor de la Presidencia de la República. Desde el vamos, hay cuatro hombres que están en la disputa por la candidatura: dos blancos, Lacalle Pou y Larrañaga, un candidato no convencional, el outsider Edgardo Novick y, finalmente, el imposible Pablo Mieres. Deberíamos poder incluir un quinto y un sexto candidato cantados, por los dos sectores del Partido Colorado tradicional, pero uno solo, el senador Pedro Bordaberry, parece serio, y sin embargo, a la vez es tan inverosímil a esta altura de las derrotas que no cabe apuntarlo en la lista de los seguros.
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El problema práctico que supone la estrategia de frente popular no es sólo la genuina ambición de los dirigentes: también tiene aspectos ideológicos, aunque seguramente todos soslayables si la inteligencia electoral y hasta cierta honestidad intelectual de la derecha prevalecen. Por ejemplo, dentro de ese combo, Pablo Mieres se siente llamado a liderar en la frontera. Quiere conducir un espacio que abarque a los desencantados por izquierda de los partidos tradicionales, que han sido relegados por la derechización de sus formaciones, y a los sectores más “moderados” del Frente, que tienen serias diferencias con los componentes mayoritarios de la fuerza política. Mieres no quiere integrar un arco con el conservadurismo rancio. Más bien busca ser el mesías de la tibieza, pero es –con todo respeto–
improyectable, así que aun cuando alcance como opción de ruptura, no aplica para opción de poder, y los nenes a los que aspira nunca se han conformado con testimonios.
Por su parte, no son pocos ni poco importantes los que quieren bajar a Edgardo Novick. Los argumentos son extremadamente atendibles. Un empresario ultrarrico que se impuso a fuerza de billetera
–y que, además, tiene un olfato medio marketinero o empresarial para ir creciendo en aceptación de los consumidores– evidencia el desprecio por la política de los votantes tradicionales, la desconfianza en los partidos que aqueja a la derecha social, y que ha permitido el aterrizaje de un fenómeno que se ha visto y se ve en otros países, pero que nadie esperaba para Uruguay: un competidor venido del sector privado. Para colmo, su puntapié inicial fue una sorprendente votación en Montevideo, y cuenta con la gracia de un ejemplo inspirador en el presidente argentino Mauricio Macri y su gobierno de CEOs. Cierto es que Macri hace años que está metido en política, pero tampoco Novick es exactamente un recién llegado, aunque nunca haya ocupado posiciones tan destacadas como el ex presidente de Boca.
Con independencia de cómo se resuelva finalmente la unidad de la oposición, esa es parte de la estrategia desembozada, y en ella y en el desgaste del Frente Amplio en el gobierno en un contexto de dificultades económicas, avance de la derecha en la región y una interna muy averiada, con riesgo real de ruptura, la masa opositora cifra sus esperanzas para recuperar el gobierno. Mientras tanto, el Frente Amplio navega en su quilombo cotidiano, tiene serios problemas para poner el gobierno en el camino de las realizaciones y enfrenta un año en el que deberá elegir un presidente para la fuerza política, acéfala desde la renuncia de Mónica Xavier. Y tiene el desafío, todavía mayor, de abordar y acordar con la menor cantidad de heridos posibles una “actualización ideológica”.
En realidad, la mentada actualización ideológica y la división interna son lo más complicado que tiene por enfrentar el Frente Amplio. Cabe esperar que el gobierno, de algún modo, vaya concretando muchos de los proyectos contenidos en el programa, pese a la situación económica, que no es tan crítica, y que además, probablemente repunte los próximos años. La derecha ya tiene bocetada una estrategia, y ya se ha embarcado en una campaña electoral prematura. En ese contexto de definiciones, cada vez golpeará con más fuerza, ahí sí, en una mancomunión automática que incluye a los sectores políticos de la oposición, a las corporaciones económicas (empresariales, rurales, etcétera) y a los medios de comunicación, pero ni la furia opositora, ni la ingeniería electoral que desarrollen, ni el enlentecimiento de la economía es tan crítico para el FA como el “fuego amigo” producto de las discrepancias ideológicas en el seno de las fuerzas progresistas, y la distancia impresionante entre el gobierno del FA y la gente de izquierda.
¿Cómo pueden la elección del presidente del Frente Amplio y la discusión ideológica contribuir a superar este clima de distanciamiento? En mi opinión, lo primero es admitir que el Frente necesita un presidente con proyección de masa, con la autoridad que finalmente sólo puede dar la popularidad, no en un sentido trivial, sino en su acepción política. El Frente necesita un presidente capaz de concitar el apoyo de la militancia, de la gente, de los frenteamplistas. Alguien dedicado al Frente, pero no por ello a los aspectos administrativos.
¿Es importante la juventud o la no sectorización evidente del nuevo presidente? Sería deseable, pero es menor como criterio. Porque la presidencia del Frente debe colaborar con la renovación de sus cuadros políticos, pero no por ello debe ser emblemática de esa necesidad. Además, ¿qué significa ser joven o no sectorizado? Mientras sea más joven que los interminables líderes súper septuagenarios de la izquierda y no sea del riñón de algunas de las fuerzas más importantes del Frente, ya debería ser suficiente. ¿Qué significa que deba estar dedicado plenamente a la fuerza política? Esa condición es necesaria, pero es riesgosa, porque puede estimular a los sectores a buscar en la bolsa de los relegados, transformando a la presidencia del Frente Amplio en un premio consuelo, cuando en realidad habría que elegir a alguien que tuviera la vocación de conducir la organización política, muy por encima de la de ocupar cargos en el Estado.
Hay muchos criterios genéricos e irrelevantes que se pueden invocar para eludir los problemas de fondo. Es una tendencia de época orientar la discusión para diluirla en nimiedades como la edad, el género y otras minucias. Eso no significa que ese tipo de aspectos deban ser ignorados del todo, pero tampoco entronizarlos como si al final se pudiera decidir la conducción política de la izquierda en un casting de la corrección. Lo mejor que le puede pasar a la izquierda es que su nueva presidencia surja como resultado de una polémica profunda, y no de un algoritmo de balance.
Si finalmente se opta por un presidente que apenas refleje el equilibro de la inmovilidad, a un correcto administrador, a un gerente de conflictos o un presidente sin potencia propia, sin producción ideológica ni política, sin capacidad de comunicar, sin agilidad en la polémica, un excelente monigote con la virtud de no joder a nadie, pero tampoco de entusiasmar a nadie, entonces será un saldo pobre del proceso de selección y le haremos un flaco favor a las necesidades del proyecto. A la vez, indudablemente precisamos un presidente unitario, porque hay que tejer en una diversidad compleja sin restar fuerzas al bloque de los cambios, pero eso no significa un presidente vacuo o equidistante, porque el nuevo presidente del Frente Amplio debe reflejar las correlaciones reales que existen entre los frenteamplistas. Es más importante todo eso que la buena sintonía que pueda tener con el Poder Ejecutivo. Porque si bien es cierto que al gobierno de hoy hay que consolidarlo y defenderlo de los ataques de las fuerzas conservadoras, la vigencia del Frente Amplio se juega en la construcción de un proyecto de socialismo que es, necesariamente, un proyecto superior a cualquier período de gobierno concreto.
Por último, si la actualización ideológica que debe practicarse no implica la renuncia al socialismo, el abandono de la ideología por la ilusión del pragmatismo y la derechización del Frente, el nuevo presidente tiene que ser un tipo de izquierda que, sobre todas las cosas, rechace el capitalismo como destino. Porque si el capitalismo es nuestra utopía, la unidad de la izquierda uruguaya tiene los días contados.