(Un cuento de ficción. Cualquier semejanza con la realidad, es pura coincidencia.)
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“Si cerramos los bares, mato a los mozos”, argumentó el “Ythan Jant” local, ahora en su rol de Presidente.
De esa forma, intentaba justificar la no adopción de medidas restrictivas de la movilidad ciudadana, que amplios sectores de la sociedad –incluida la intelectualidad científica- le reclamaban, como estrategia indispensable para la baja de las muertes por coronavirus, que asolaban aquella pequeña y orgullosa república.
La nueva vara ética que la precisión del mandatario establecía, daba por tierra con preceptos básicos hasta entonces muy arraigados en esa sociedad.
En primer lugar, la vida dejaba de ser el bien más preciado a preservar; en tanto que un provisorio cierre laboral, era compatible con la muerte en términos humanos; con un dejar de respirar, de latir el corazón, de sentir afectos y dolores, de tener sensaciones y esperanzas, frustraciones y sueños, de reunirse con amigos y familiares, de procrear, de crecer, de amar, de ser, de estar -sencillamente- ¡vivo!
En segundo lugar, y según se desprendía claramente de la sentencia anterior, ante la eventualidad de tener que optar entre una y otra circunstancia, será preferible -aún en las coyunturas más extremas- evitar la primera. Porque la prioridad es -y según parece deberá ser siempre, a partir de aquella funesta declaración– preservar el equilibrio financiero por sobre otros “¿costos?”.
En tercer lugar, todo aquel discurso prelectoral de la reconversión laboral, del emprendedurismo, de la libertad de opción (¿?), se desmoronaba ante el hecho circunstancial y transitorio del cierre de una fuente laboral, que se asimilaba con la muerte; de modo tal que ni el propio presidente parecía creer en tamaña fábula, demostrando que se trataba de una paparruchada, de un verso marquetinero sobre el que se procuraba asentar un proyecto ideológico de libre mercado. Porque, -y disculpe el lector la irreverencia- ¿qué tipo de reconversión puede ofrecérsele a un muerto?: ¿volverse paisajista?; ¿para qué tipo de emprendimiento pueden servirle las tapitas de refrescos?; ¿a dónde va su libre opción cuando muere?.
Y por último, quedaba claro que la soberanía ya no atendía, ni reflejaba la voz y las necesidades de las mayorías; que no importaba cuántos fuesen los que reclamaran, ni los que padeciesen, ni los que enfrentasen circunstancias adversas, ni el riesgo mortal que estas representasen: el sillón presidencial había pasado a reflejar la síntesis del poder absoluto.
Claro que, en tales circunstancias, la afirmación del Presidente conllevaba en su esencia misma, una siniestra interrogante a responder: “Si no cerramos los bares, ¿a quienes estamos contribuyendo a matar?”.
(Continuará?)
Hagar
Héctor Acosta García