Se cumple el primer año del gobierno presidido por Lacalle Pou y secundado por una coalición variopinta que se extiende desde la centro-derecha a la derecha extrema. El año inaugural ha estado enmarcado en la mayor crisis sanitaria mundial del último siglo, que recién ahora avizora un final con el desarrollo de varias fórmulas de vacunas exitosas, pero el grueso de la política económica aplicada se había decidido con mucha anterioridad y apenas tuvo modificaciones por el impacto de la pandemia. Fue un año de retracción del gasto público, reducción del salario real, reducción de jubilaciones y pensiones, aumento de tarifas e impuestos, reducción de la inversión pública, y aumento desbocado de la pobreza inducido por la reducción de la actividad, indispensable para contener la propagación del virus, pero también por la decisión férrea de ajustar a como diera lugar y destinar el mínimo posible a la mitigación de las consecuencias sociales y económicas de la catástrofe.
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El año pasado, a pocos meses de la aparición de los primeros casos, y con casi 200.000 trabajadores en seguro de paro, un trabajo del Instituto de Economía de la Facultad de Ciencias Económicas anticipó que al cierre del año más de 100.000 personas habrían caído por debajo de la línea de pobreza si el Estado no destinaba aunque sea medio punto del PIB a impedirlo. La oposición, por su parte, y el movimiento sindical reclamaron que se implementara un ingreso transitorio para las 300.000 personas más vulnerables a un costo que, por cierto, tampoco comprometía las finanzas públicas. El gobierno se negó a todo y a la caída general del poder adquisitivo del salario y al cierre de miles de empresas, sobre todo micro, pequeñas y medianas, hay que agregarle entonces la debacle anunciada y, finalmente, experimentada por tantos uruguayos y uruguayas y, por lo tanto, sus familias, que cayeron más allá de los umbrales de la pobreza e incluso de la indigencia, ambientando el florecimiento de ollas populares y el incremento sustantivo del número de personas en situación de calle.
En su comparecencia en la Comisión Permanente el pasado miércoles, la ministra de Economía situó el aumento de la pobreza en “2 o 3 puntos”, siendo curiosamente imprecisa en su cuantificación. En cualquier caso, se justificó, no eran necesario mediciones porque el aumento de la pobreza se veía a simple vista. Si bien es cierto que el aumento de la pobreza es notable y no se necesitan números para eso, algo entró en juego en la psicología de la jerarca para que haya manejado esos “2 o 3 puntos”, que significa un margen de imprecisión de más de 30.000 personas, cuando los datos del Instituto Nacional de Estadística (que es obvio que la ministra conoce), según ratificó en Búsqueda de ayer el ministro de Trabajo, ubican el aumento de la pobreza en 4 puntos porcentuales de la población, esto es más de 120.000 personas. Como vemos, entre ese “2 o 3” autoindulgente de la ministra y el crudo 4% del INE hay una ambigüedad de 60.000 personas, que efectivamente cayeron en la pobreza, pero que la ministra mete como al descuido en la barra de error, como si todos en este país fuéramos tarados.
Ahora bien, además de los malísimos datos económicos y el grave problema sanitario que nos ha aquejado durante los doce meses, el año estuvo marcado también por el envío y aprobación de una ley ómnibus regresiva, cuestionada hasta por los organismos de derechos humanos internacionales. Dicha ley fue introducida como un proyecto de urgente consideración, con la única finalidad de restringir el debate e impedir el estudio pormenorizado de los múltiples cambios promovidos en todas las áreas del Estado y, luego de aprobada, una buena parte de ella se encuentra contestada por una campaña de firmas pro referéndum que avanza a un ritmo sorprendente dadas las circunstancias y que podría ser derogada tan pronto como este mismo año por la voluntad popular, más allá de que los medios de comunicación se han empeñado en mentir una aprobación sólida de la gestión gubernamental, que se tambalea cuando se analiza el rechazo que genera en la mayoría de la población la política económica, a la vez que el respaldo que concitan medidas tan aborrecidas por el gobierno, como la famosa renta básica.
Así las cosas, Uruguay inicia el segundo año de este gobierno con la campaña de vacunación que debería avanzar rápidamente, habida cuenta la escasa población del país, y con una perspectiva de salida de la emergencia sanitaria de la tapa de los diarios e ingreso en pleno de la crisis económica y social que hoy se encuentra enmascarada por la pandemia. La normalidad sobreviniente no será fácil para la gente, pero ya no tendrá las restricciones que impidieron que se expresara en toda su dimensión la disconformidad, así que lo más probable es que a la salida del coronavirus entre en escena el conflicto múltiple y sostenido por el empleo, por el salario, por la vivienda, por la educación, y por todo lo que se te pueda ocurrir. Porque es obvio que el proyecto restaurador vino por todo, pero también es evidente que en todos los ámbitos de la vida social late la voluntad de resistencia, apenas a la espera de la oportunidad de emerger de manera pacífica, democrática, movilizada y segura.