Fue un 15 de mayo de 1741 -en un Montevideo recién nacido- que se casaron Bartholo Pérez (hijo de Felipe Pérez de Sosa e Inés de Armas, natural del Zauzal en Tenerife) y Ana María Castellanos (hija de Alonso Castellano y María de la Concepción, natural de Tenerife). De esta unión nace en 1743 José Manuel. Si nos ponemos a observar el famoso padrón levantado por don Pedro Millán en 1726, encontraremos a su padre, quien había llegado en el primer barco colonizador Nuestra Señora de la Encina (La Bretaña), con tan sólo 11 años de edad. A su madre podemos encontrarla en el padrón levantado por el capitán Pedro Gorriti en 1730. Ella, junto con su familia, llegó en el segundo barco colonizador, el San Martín, desde las Islas Canarias; no sabemos exactamente la edad, pero podemos presumir que era una niña. Sus padres eran los que habían tomado la decisión de apersonarse en estas inhóspitas tierras del sur para crear una ciudad. Uno de ellos, más que ninguno, inspiró al pequeño Juan Manuel. Tal fue su abuelo Felipe Pérez de Sosa, a quien encontramos como cabeza de familia en el padrón Millán. Ilustre personaje de la novel ciudad, aparece en segundo lugar del padrón. Su familia -incluyéndolo- sumaba diez personas, entre ellas su primo, su madre, cinco hijos, su mujer y un agregado. El mismo Pérez de Sosa aparece en 1732 como Fiel Ejecutor del Cabildo Justicia y Regimiento (“fiel ejecutor Phelipepe desosa”). En el año 1734 es elegido nuevamente para ese cargo y en 1735 llega al cargo de Alcalde de Segundo Voto. En 1736 Alférez Real, en 1741 Regidor Fiel Ejecutor, en 1746 Alférez Real nuevamente y finalmente en 1752 y 1755 Regidor Depositario General. El primer patricio nació un 24 de marzo de 1743, comenzó sus estudios en Montevideo y los culminó en la Universidad de Córdoba del Tucumán. Fue ordenado sacerdote. Dentro de su inmensa carrera como eclesiástico, se destaca su trabajo en el Capítulo de Buenos Aires; en Montevideo fue comisario de la Santa Cruzada y fue también consultor del Cabildo. El año 1808 lo ve formando parte del célebre Cabildo Abierto del 21 de setiembre y, más adelante, de la Junta Gubernativa de la ciudad. Cuando comienza la revolución de 1810, toma una postura generalmente promontevideana, pero en 1812 -antes del segundo sitio de las fuerzas artiguistas a Montevideo- se retira a su chacra del Miguelete. Fue llamado en dos oportunidades a congresos reunidos por Artigas: al Congreso de Abril no asistió por razones de salud, pero representó al pueblo de Minas, en el congreso celebrado en la capilla de Francisco Maciel. En 1814 volvió a establecerse en Montevideo, durante la ocupación porteña de dicha ciudad, y observó la entrada triunfal de las artiguistas en 1815, de la mano de Fernando de Otorgués. Eran los tiempos de victoria del artiguismo, que dominaba en ese año toda la Banda Oriental. Más allá de su ilustre vida, más allá de su carrera, este presbítero se caracteriza por haber dedicado cuarenta años de su vida a su chacra en el Miguelete. Lo que llevó a que escribiera, a pedido del gobierno revolucionario de villa Guadalupe (1813), unos apuntes, llamados Observaciones, con los cuales se pretendía instruir a los agricultores de la campaña. Con su vasta experiencia y sus años de trabajo, creó una obra de agronomía que le valió el mote de “primer agrónomo uruguayo” y quedó como testimonio de una generación. Su amor por la agricultura, extraño en aquel ambiente, fue inspirado al parecer por su abuelo, uno de los primeros montevideanos. En sus Observaciones acude una y otra vez a la memoria de su abuelo y se enorgullece con su recuerdo: “Los nuevos hortelanos, para quienes esto escribo, no deben tener a mal que yo haga de mi abuelo esta grata memoria; porque sobre serlo, y hallarlo por lo mismo con la obligación de tributarle amor y reverencia, a más de haber sido muy hombre de bien en todo el sentido riguroso de la expresión, fue también aquí muy benemérito de su honrado ejercicio, pues su chacra, que fue la segunda que se repartió, fue mientras vivió la mejor y la más bien cultivada, y lo fuera aún si sus descendientes poseedores tuviesen en la agricultura la inteligencia y aplicación que tuvieron mi abuelo y el suyo”. Y no hay lugar para la exageración en lo que plantea Pérez Castellano, ya que su abuelo era muy conocido en la ciudad por su trabajo en la chacra del Miguelete. No eran muchos los que se dedicaban a la agricultura en aquel Montevideo. Teniendo todo al alcance de la mano en esos primeros años, tal vez no valía la pena hacer ese esfuerzo. Felipe Pérez de Sosa atendía a los consumidores de la ciudad con “maíz y trigo de bizcocho y fideo, y con ubérrimas, cargas de papas, batatas, zapallos, sandías y melones”. Todo esto era traído a Montevideo para la venta en la plaza mayor. Fue este canario montevideano un agricultor afanoso, mucho más que un buen ganadero; se cuenta que su ganado era arisco y se encontraba “casi alzado”. En el año de su muerte (1767) se hizo un inventario de su chacra, consignando los siguientes árboles frutales: “516 pies de duraznos, 219 pies de manzano, 1 pie de perales, 50 pies de membrillo, 15 nogales, 91 higueras, 125 cepas de viña (un trozo de viña), 30 pies de guindo, 2 pies de naranjos grandes, 5 pies de naranjos chicos, 3 pies de olivos”. ¿Cuántas veces este niño habrá recorrido esos frutales, los habrá observado maravillado o quizás con un poco de picardía habrá robado algún durazno sin que lo viera su abuelo? No es raro que el clérigo fuera un amante de la agricultura y que durante más de 40 años se dedicara a su chacra, contigua a la de su abuelo. No es tampoco raro que se convirtiera en un estudioso de la misma y que sus Observaciones se convirtieran en una de las primeras obras científicas de estas tierras. Además de sus escritos sobre agricultura, todo lo que escribió Pérez Castellano ha sido vital para la comprensión de la historia de Montevideo. Él ha sido sindicado como un referente de la época, de toda una generación, de estos hijos de inmigrantes fundadores. No por casualidad Carlos Real de Azúa lo coloca en primer lugar en su lista del “Patriciado uruguayo”. Aparece en primer lugar de esos 115 nombres, esas cuatro generaciones que marcaron a fuego la historia de este territorio. Es en definitiva el primer criollo de Montevideo, hijo de aquellos primeros, que si bien no amasó las fortunas de Francisco Xavier de Viana o Francisco Antonio Maciel, tuvo una educación privilegiada para aquel ambiente y heredó la estructura social de sus abuelos. Muere en 1815, siempre tranquilo, en su chacra de Miguelete. Antes de morir legó por testamento su casa, sus libros y la renta de algunos de sus bienes para la instalación de una biblioteca pública en la ciudad que lo había visto nacer. Y así sucedió, tras el influjo artiguista y la mano de Dámaso Antonio Larrañaga. Tal vez el más grande de los legados, el conocimiento para todos, quedó como epitafio del primer patricio.
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