“Como siempre, la salvación vino con el despertar.”
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Truman Capote
Miro el libro El segundo sexo de Simone de Beauvoir, él parece también mirarme en una suerte de complicidad anecdótica. Lo he leído más de una vez. Tampoco es mi almohada ni lo considero el mejor libro publicado en la historia, disiento con determinadas posturas, no suelo decir amén ni frente a un poemario de Federico García Lorca ante el que todos se arrodillan, hay lo que me gusta, disgusta y me alejo bastante de los nombres grandes y los desvaídos, dándome la licencia de pensar. Puede que muchos consideren “qué lindo”, en el disparate crónico, cuando digo “esto no me gusta” y aparentemente hay un decreto universal que considera remarcar lo bueno, entrecomillado o no, como intocable y dejarme en la vereda de enfrente como una espectadora muda que no tendrá su mirada o se la invalidará antes de conocerla siquiera.
De Simone de Beauvoir me conmovió más que todo este libro un prólogo que escribiera para La bastarda de Violette Leduc. Supera inclusive al trabajo de Violette, y guardo varios fragmentos en la memoria. En el día de ayer, teniendo una conversación de domingo en la mañana con dos hombres, uno opinó que un desastre sin precedentes se avizoraba por la postura de las feministas “que pretendían de modo impío aplastarlos a todos. “¿Y quién nos defiende a nosotros ahora?”, preguntó.
“Hace demasiados años que nos han aplastado, cosificado, y la defensa ha partido de nosotras, las que solas y luchando también contra mucho de nuestros pares hemos tenido que sobrevivir con cierta solidez inexplicable en medio de los feroces incendios”.
Mi respuesta no convence, dice encontrarse muy preocupado, no saber cómo actuar, no sentirse preparado para un cambio “tan de golpe” y ver a su hijo como una posible víctima de la mujer caníbal que gozará devorando su cabeza y se limpiará la sangre con una mueca horripilante después de sentirse complacida.
Lo escucho. El otro defiende a las mujeres, es gay, a veces le dicen que piensa como nosotras, le molesta. Me encuentro leyendo una nota en voz alta sobre las movilizaciones del 8 de marzo, el cordón de furia creativa y palpitante, muestro fotos, me siento inocultablemente orgullosa, leo datos sobre la cantidad de mujeres que ingresan a la universidad –el doble que hombres– y muestro un desagrado absoluto frente a determinadas pancartas y sus expresiones que, lejos de darnos el valor que merecemos, nos denigra. Esas mujeres agresivas y lastimosas no me representan; comentarlo hace que surjan algunas amigas visiblemente molestas diciendo que seguramente no me escandalizo por crímenes espantosos, pero sí por esas representaciones inofensivas.
Nadie tiene que conocerme, menos en las redes sociales, pero es tremendamente falso. En tiempos en que muy pocas mujeres luchaban por ser respetadas, yo simplemente aguantaba cualquier palo en la espalda rompiendo cada prejuicio y tratando de serme fiel. A mis 25 años recuerdo que una docente me pidió que saliera a las plazas de la ciudad y dijera todo lo que solía proclamar en ámbitos privados ya que era necesario alguien que se animara a hablar. Más que decir, yo trataba de ser, y los costos que pagué fueron y siguen siendo bastante elevados.
El hombre preocupado por la antropofagia de las feminazis (?) dice que el mundo estallará y que todo está perdido. Lo escucho, me interesa su postura, es la de uno cuantitos que callan y también de los que por ahí se muestran tan solidarios en las marchas.
Las expresiones del presidente de Brasil el 8 de marzo fueron, sin duda alguna, muy desgraciadas, sin embargo no considero que hubiera incurrido en ningún dislate. Como él piensan muchos hombres y también existen mujeres que aplauden la condición de la minusvalía principesca. Ser “la reina del hogar” es para algunas una suerte paradisíaca, y si no salen a la calle con corona, es simplemente por saberse ridículas a pesar de considerarse personajes de novelas esplendorosas.
El hombre dice que todo cambió tan rápido que ha sentido que le golpean el estómago brutalmente y le destruyen el bazo, que a esa hemorragia interna no logrará sobrevivir, que no sabe qué hacer ni a quién pedir auxilio. Tiene más de cuarenta años. Con cierto sarcasmo, le aconsejo un grupo que he visto en Facebook llamado “Varones unidos”, en el que las reivindicaciones de esos tristes muchachos destrozados por las amazonas escriben sus reclamos en vertiente. Luego le hablo seriamente, sabiendo que probablemente no me escuche, y le digo que ha estado distraído por lo menos 50 años, del mismo modo que acabo de titular la nota que comparto, extrayendo palabras de una mujer que no siempre considero de la mejor manera, pero que esta vez, a mi criterio, ha acertado.
Por lo menos ese es el tiempo en el que el cambio ha ido dando grandes pasos hasta llegar al día de hoy, más allá de las matrices desgarradas, los zapatos rojos vacíos de sus pies, los infiernos privados, las condenas múltiples.
Él no parece haber visto nada, otros tampoco, convencido de que son medidas adoptadas ayer por un montón de histéricas irreflexivas que optaron por armar un motín y sitiarlos.
Todo parece suceder envuelto en nebulosas mientras los sicarios se regodean en sus logros imposibles hasta que un día el velo se cae encendiendo el sol que siempre ha de derretir la nieve. Los distraídos caminan como sonámbulos, el mundo no calla. Ninguna de nosotras consideramos que hemos ganado batalla alguna, sólo estamos en el camino.
El cambio después de mucha impotencia ahora se avizora con más claridad, pero tendrá sus innegables vaivenes. Lo que quizás ha resultado inesperado es la cantidad de personas que salieron a la calle, el miedo disipándose, el coraje que seguramente ha nacido del más profundo dolor, esa manera de parirnos con lo pujos más fuertes, aunque no lo últimos, los necesarios para darnos a luz. Estamos naciendo, pero hay que sufrir un poco más, veremos más sangre aunque no queramos pensar en eso ni siquiera por un instante brevísimo.
Suelo atender a los hombres y sus interrogantes. No son todos iguales, pero sí han salido de igual cueva enceguecedora, por años considerando que la luz era otra. Sus ojos están apagados y el camino les resulta incierto. No pretendo negar la realidad que se muestra con escasa benevolencia, desvestida de todo montaje teatral, máscara y coturno y coro de náufragos oscuros. Ella está ahí, hombres-compañeros.
Nuestra lucha ha sido muy larga y aún queda por recorrer largos caminos en medio de tundras inhóspitas. Muchos miran y dicen: “¿Que ha pasado aquí? Ahora las mujeres harán cualquier cosa con nosotros. En mi caso pretendo caminar por la misma calle celebrando diferencias y exigiendo el mismo respeto que doy con equivalencia de derechos.
Tengo tres hijos hombres. Ayer domingo vi al mayor trabajando con escasa seguridad en un andamio. Sé que llega a la casa, lava, cocina, limpia y se ocupa de su hija. Es muy joven. Cuando veo las pancartas que los degradan veo a mis hijos, a sus amigos, a sus padres, a mis amigos y compañeros. Aunque suene bastante incomprensible para muchas que ostentan posturas bastante radicales, entiendo el desconcierto, el dolor, las preguntas, el desasosiego, el vértigo. Mi lucha continúa, también por ellos los que entre el sueño y la vigilia miran preocupados pidiendo despertar.