Hay 954 grupos de odio activos en territorio de Estados Unidos. Así lo indica el último recuento del Southern Poverty Law Center, del año 2017. Un hecho significativo es que no fue el año en que más grupos se han detectado, ya que en 2011 el reporte documentó 1.018 asociaciones de ese tipo. En los años siguientes hubo una baja considerable hasta llegar a 784 en 2014, pero a partir de 2015 y en 2016, cuando fueron las campañas por la presidencia ganada por Donald Trump, los grupos aumentaron a 892 y 917, respectivamente. Se clasifican como “grupos de odio” aquellos que formulan la creencia de la superioridad de alguna característica étnica, lo que llevaría a excluir de la vida cotidiana y pública, retórica y prácticamente, a casi todos los otros. En el último conteo, 193 grupos son separatistas negros, 130 del Ku Klux Klan, 100 nacionalistas blancos, 99 neonazis, 78 skinheads, 43 neoconfederados, 14 antiinmigrantes. Habría, entonces, una mayoría de grupos de odio de la derecha racista blanca, básicamente supremacistas blancos, votantes casi seguros de Trump, que no por nada en sus declaraciones evita condenar cada episodio de violencia desatada por supremacistas blancos de derecha. De Charlottesville a Washington El pasado domingo 12 de agosto se dieron cita en la Casa Blanca numerosos grupos de antirracistas y antisupremacistas blancos. El mitin se realizó a un año de los graves disturbios en Charlottesville, en los que falleciera una abogada y militante antirracista atropellada por el auto de uno de los líderes del grupo supremacista blanco Vanguard America. En esa violenta jornada de agosto de 2017 se contabilizaron 19 heridos y la muerte de dos policías, al accidentarse el helicóptero en el que se trasladaban hacia el lugar de los incidentes. Charlottesville, en el estado de Virginia, era una pequeña y tranquila ciudad de 40.000 habitantes. Los problemas empezaron en febrero de 2017, como en tantas otros lugares de Estados Unidos, cuando el ayuntamiento local decidió quitar el monumento ecuestre al líder confederado, general Robert Lee, y renombrar el parque que llevaba su nombre. Las resistencias locales llevaron a un congelamiento judicial local de esas decisiones y a la concentración de protesta devenida en tragedia. Este tipo de revisiones históricas y políticas se multiplicaron desde que en los últimos años se ha buscado minimizar los homenajes públicos a personas que fueron parte de la subversión de los confederados del sur contra los unionistas del norte, conocida como Guerra de Secesión, ganada por los norteños unionistas y que consagró a los Estados Unidos de América de modo definitivo. La división se mantuvo en el tiempo, con empujes alternativos de las diferentes huellas de la polarización; de un lado, la derecha supremacista blanca, protestante, sajona, nacionalista, racista, secesionista, confederada, que había ganado nombres en lugares públicos (más o menos 720 según conteos del instituto mencionado). La tragedia de Charlottesville, de agosto de 2017, es una contrarreacción de esa derecha blanca a la paulatina eliminación de los más de 700 homenajes a líderes alineables con esa nueva derecha que reivindicaba esas raíces, tradiciones y líderes, consagrados en los años 20 del siglo pasado, pero ahora progresivamente eliminados del nomenclátor urbano por decisiones políticas, pero también por movilizaciones populares que tumbaron estatuas y depredaron parques en línea con esa oleada histórica que revertía la oleada contraria. La concentración de Charlottesville y la planeada reunión frente a la Casa Blanca de agosto de 2018 deben entenderse en ese contexto histórico actualizado. Pero, esta vez, los derechistas que se acercaron a la Casa Blanca fueron apenas unos 30, mientras que sus adversarios se contaron por millares, además de una abigarrada guardia policial para evitar el contacto eventual entre grupos, como había sucedido al año anterior. Esta vez no pasó nada, para desgracia de una prensa que, como siempre, lamenta la cosecha de sangre que siembra con tanto empeño y dedicación. Papel y futuro de Trump Debe recordarse que la concentración de 2017 tuvo como orador principal a Duke (ex Ku Klux Klan) y fue alentada, entre otros, por Spencer, líder de la nueva derecha, Alternative Right, dentro de la cual se alista el Vanguard America, del que era miembro James Alex Fields Jr., el conductor que arrolló a la multitud antirracista y antisupremacista que se oponía al acto de protesta por la eliminación de la estatua del general Lee. Destaca en este panorama la figura de Steve Bannon, otro de los líderes de la nueva y alternativa derecha, que forma parte del riñón político del actual gobierno republicano. Todo este entramado de relaciones lleva a que cualquier intervención de Donald Trump, en tanto ‘presidente de todos’, que no debe embanderarse ni ensañarse con ningún grupo en particular, despierte reacciones adversas de ambos polarizados bandos. En particular, el llamado de Trump, de agosto 2017, a la moderación de ambas partes y su defensa de la gente de bien que hay en la ultraderecha cayó muy mal en la opinión pública estadounidense luego de la muerte de la militante antisupremacista, aunque también es cierto que la militancia anti-Lee había sido explícitamente ofensiva para con sus partidarios. Es lógico que, después de los disturbios que terminaron con una muerte y varios heridos graves, cualquier violencia simbólica previa quede sepultada e ignorada, por lo que no era de ninguna manera un momento presidencial oportuno para incitar a la paz y condenar la violencia de ‘ambos’. Debió condenar enérgicamente a los supremacistas; pero no lo hizo. Ahora, en 2108, el llamado de Trump a la unidad nacional y al fin de las divisiones luce como meramente retórico, deslegitimado por sus calumnias e injurias acumuladas contra mexicanos, latinos, inmigrantes, naciones africanas emergentes y musulmanes. Los grupos de odio de derecha, supremacistas blancos, nacionalistas ultra, confederados resurrectos, antiinmigrantes, han sido básicamente votantes de Trump, por lo que espera contar con ellos para su futuro político electoral y no podrá defraudarlos retóricamente, sobre todo en instancias sociopolíticas calientes. Porque en Estados Unidos las fuentes de odio potencial, ancladas en clivajes dicotómicos polarizables hasta el derramamiento de sangre, son muchas: los racismos blancos y negros son multiplicados por nacionalismos, segregacionismos y supremacismos que complican las problemáticas de raza y las exasperan; protestantes vs. católicos; cristianos-judíos vs. musulmanes; locales vs. inmigrantes; multiculturalismo vs. nacionalismo exclusivista; unionistas vs. confederalistas; derecha vs. ‘liberalismo’; enfrentamientos intergeneracionales entre camadas de inmigrantes; y neofascismos resucitados, como en otras tantas partes del mundo occidental. Todos estos ejemplos dicotómicos configuran un infierno potencial que se hace realidad tantas veces, como lo hemos ido siguiendo desde esta columna de Caras y Caretas. Y como Estados Unidos siempre ha sido constitutivamente una nación de comunitarismo fuerte, de instancias de desagregación (guetos, municipios, estados, federalismos antiunitarios, militancia pública de grupos), todo exacerbado por los riesgos de la tenencia legal y constitucionalmente protegida de armas no bélico militares, es esperable una conflictividad variada y de difícil eliminación o contención. Esta vez, un conflicto potencial en los alrededores de la Casa Blanca no se materializó en acto; pero otras veces surgirá un conflicto potencialmente inesperado, como fue el del año pasado en Charlottesville. No es fácil prever ni reaccionar adecuadamente a mechas que pueden ser encendidas por fósforos, encendedores y teas ubicuas. Y con la dramatización, magnificación, reiteración y difusión que instalan la prensa, la concentración urbana, la tecnología comunicacional (artefactos, redes sociales) y el sadomasoquismo psicosocial crecientes, lo esperable resulta ciertamente pesimista.
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