“¿Qué maleficio descendió de la luna la pasada noche?”
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Nietzsche
Hace algún tiempo que redacto columnas en este medio. Hace mucho más que soy una escritora, no por opción; el lenguaje me nombra y obedezco, y desde el día en que “me pienso”, soy una mujer.
Revisando papeles me encuentro la cantidad de veces que he tocado el tema de la problemática que padecemos las mujeres, el dolor, las injusticias, y me asalta el más espantoso déjà vu, la urgente necesidad de decir basta, la aniquilación de la serpiente amenazante de lengua bífida que desnuda el mundo, el relato absolutamente verídico –raramente escribo algo no vivencial aunque se acompañe de metáforas y símbolos– de la muerte de una mujer muy joven de mi ciudad natal, a quien su pareja “le pegó mal” y la asesinó destruyéndole el hígado. Esto le provocó una hemorragia interna, la grave insuerte de la hija de una amiga que se arrastró en pleno día después de haber sido acuchillada por su marido, muriendo en la emergencia donde su madre (enfermera) estaba de guardia. De estos acontecimientos traducidos a letra de molde han pasado varios años, se hicieron varias marchas reclamando justicia, no sucedió gran cosa, salvo la sucesión de otros hechos mucho más cercanos en el tiempo y no menos tenebrosos.
Hace pocos días, ante la muerte de la mujer que integraba la comparsa Mi Morena, indignada, escribí algunas cosas en las redes. Siento que las largas marchas de las mujeres vestidas de luto no están dando resultado, hablé de la batalla cultural, de la “impotetización” del hombre, término que suelo escuchar en la boca de una amiga que estudia el tema y sus complejidades. Inclusive hablé de mi experiencia personal, de lo que supone pedir auxilio a un lugar donde los que nos tienen que ayudar son los peores agresores –dudo que exista un sitio más machista que una comisaría–, del temor, de la cantidad de veces que uno decide no denunciar ya que se siente agotado y la burocracia lo consume.
Una mujer víctima de violencia, completamente debilitada, muchas veces inmóvil por el pánico, lastimada –con la boca herida ya que ha sido víctima de mordazas, además de encontrarse asfixiada por las palabras que no dijo–, no se encuentra en condiciones como para tomar una actitud que derive en actos de justicia y protección ante ella y los menores que muchas veces tiene a cargo. Si ha sido humillada, destruida, no tiene a dónde ir, apenas respira controlando una taquicardia compleja, es extraño que pueda tener fuerza alguna para defenderse y, quién sabe, logre malamente redactar una denuncia con claro temor acrecentado, desistiendo, por sentirse verdaderamente mal y con el cuerpo enfermo, de hacer alguna cosa, aparte de esa “suerte” de cobardía que nace del desconcierto importante.
La lucidez que deriva de ver que nada sucede y que lo que se hace revictimiza y daña gravemente también actúa como enemigo de las acciones. ¿No debería alguien ayudar en serio, no después de los sucesos fatales que todos conocemos, sino antes? Las denuncias que quedan flotando, las medidas cautelares que nadie sabe si se cumplen, pretender que las mujeres actúen cuando su debilidad es real, no fruto de una imaginación desquiciada, me parece una torpeza.
Una vez presencié algo en una seccional que sólo es una anécdota entre tantas. Una mujer víctima de violencia acudió a pedir ayuda. En general se la llama loca o puta, lo que no es raro en un medio extremadamente machista; las mujeres somos eso, “las perdidas del santo camino”. La doble moral es una ley a cumplir, las conversaciones parecen las de un boliche siniestro, y aunque a veces no les dicen nada en la cara, se van y los comentarios quedan.
La mujer llamó relatando que el hombre estaba en la casa y no se retiraba, aparentemente cumpliendo una visita. El policía que estaba a cargo consideró que la mujer era una descerebrada, que se le había dicho que tenía que estar lejos del hombre y lo había dejado entrar, con lo que la víctima pasó a ser un manojo de trapos indefendible. Consideraron ir más tarde “a ver qué sucedía”, ya que ella incurría en comportamientos indebidos; “estas imbéciles siempre hacen lo mismo”.
Una sociedad como la nuestra –ya lo he escrito– pretende sostener un árbol por la copa y eso no es posible, la tierra cada vez es más árida, la rabia de muchos hombres está creciendo, una importante cantidad de mujeres aceptan ser cosificadas buenamente, hay un sufrimiento generalizado en el que ellos también son víctimas de un sistema que ha desplazado a los seres humanos por objetos de consumo. Estos conceptos me han costado enfrentamientos severos con feministas amigas que incluso me bombardean con mensajes y audios al celular, considerando que defiendo los agresores.
No los defiendo, trato de mirar la realidad de frente y tener una postura crítica, tratando de salir de la extenuante etapa de diagnóstico, y también de ver el camino para que la destrucción se detenga y no corra tanta sangre. El arma que tengo es la palabra, es fuerte, he trabajado con mujeres dolidas y grises, yo misma he atravesado el infierno. Cuando me hablan con raros tonos o consideran que practico la opinología, están completamente equivocados.
Algunas personas dicen que escribo sobre educación y que esto no tiene nada que ver, lo que es disparatado, ya que la educación es profundamente importante si queremos resolver algo.
No me parece nada extraño que las mujeres, que caminamos cada vez con más fuerza, abandonando el rol de la madre abnegada que también atiende de ese modo a su pareja, produzcan en el hombre hasta una especie de aturdimiento severo que llegue a lindar con la desesperación. Si la mujer es “la enemiga” incontrolable, probablemente sienta que tiene que terminar con ella. De todas formas la era de ser “objetos para usar” no es ajena a todo este derrumbe.
La mujer no acepta el sometimiento, baila libre, estudia, habla con otros hombres, se da el lujo de equivocarse, se separa, construye nuevas parejas, opta por estar sola, viaja, crece, derriba estereotipos, piensa, grita, dice, abre las cárceles de la incomunicación, rompe las rejas. Sin embargo, muchos hombres no han dejado de ver en ella “la cosa que se puede usar”, la pertenencia exclusiva, el trofeo de orden, la frágil muchacha que aguarda las flores con corona de princesa de lata. Hace poco vi una presentación de PowerPoint sobre los comportamientos esperados en las mujeres en épocas del franquismo. Existen los que consideran que esa mujer está ahí, todavía, esperándolos con la alegría triste de los que no existen salvo a través de otros.
Desconcertados, sintiéndose desprovistos de poder, reaccionan de una forma verdaderamente complicada que lamentablemente puede derivar en situaciones absolutamente infelices. No todos van a matarnos físicamente, pero hay terribles afrentas esquilmantes que hasta derivan en venganzas de bolsillo de nuestra parte, lo que se traduce en un círculo nada saludable.
Tenemos la quinta mujer muerta en un mes en Uruguay, pero aún hay hombres que escriben que ellos no han visto nada, que la realidad es otra, como si hablaran desde una burbuja. Esto tiene que cambiar y no es una mera expresión de voluntad que acompaña un estallido de lágrimas sobre un papel. En mi caso todo nace desde la experiencia y ya no logra salvarme una metáfora.