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Elogio de mi madre

Por Tomás de Mattos.

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Caras y Caretas Diario

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En Navidad, y en las semanas siguientes, tengo más presente que nunca a Flor de María Hernández, mi madre. En Navidad, porque su vida se anudó extrañamente con esa fecha. Durante su infancia y juventud no la pudo disfrutar. Dos de sus abuelos, uno materno y otro paterno, fallecieron el 24 y el 25 de diciembre. Sus padres coincidieron, entonces, en una drástica eliminación de la Nochebuena y de la Navidad del calendario festivo familiar. Así, la primera Navidad que festejó mi madre fue en el primer año del matrimonio de su hermana mayor quien, por supuesto, había sufrido la misma carencia y una vez jefa de hogar no quiso seguir salteando la fecha. Después se dio, por esas ironías de la vida, que le correspondiera morir un 25 de diciembre, el de 1997. Cuando ya estaba muy cercana a cumplir 85 años. Se puede decir que, cristiana convencida, mi madre no sólo festejaba sino también conmemoraba con entusiasmo la Navidad. En la casa de mi niñez faltaron siempre los pinos y los Santa Claus. A principios de diciembre, cuando había llegado el Adviento, se armaba un pesebre colosal que se retiraba el 7 de enero, después de la visita de los Reyes Magos, En Nochebuena, los festejos, con buena parte de la familia de mi padre, porque vivíamos en Tacuarembó, comenzaban recién después de la misa de gallo, Y en la reunión se tiraba la casa por la ventana, no por falta de austeridad sino porque, en esa fecha, coincidían los obsequios de los clientes de mi padre. En los primeros días de enero, luego de que me llevaban a pasar en Montevideo todas las vacaciones, hasta marzo, mi madre aprovechaba a visitar a los suyos. No estaba muchos días porque mi padre trabajaba en enero. Ella tornaba a lo que consideraba su trabajo: acompañar a mi padre, auxiliándolo, en el ejercicio de la medicina. Y, de rebote, se encargaba, no de muy buena gana, de las tareas de la casa. Luego armaba un campamento en Carnaval y lo disfrutaba dos semanas; regresaba a trabajar y luego, en Turismo, volvía al campamento por otras dos semanas. Pasada apenas la mitad de enero, llegaba su verdadero cumpleaños. Como no le servía la fecha, la rechazó y se inventó otra, en invierno: el 15 de agosto. Allí podían visitarla los suyos, y yo estaba en Tacuarembó, estudiando. Pero de algún modo, aunque respetábamos su decisión, nadie de la familia olvidaba que su verdadero cumpleaños era, aunque ella lo había rechazado y, decidida, lo ignoraba, el 19 de enero. Era la segunda de cuatro hermanos, Cuando niña llegó a gustarle el fútbol. Se mezclaba en la barra de su único hermano varón, tres años menor que ella y, décadas después, se jactaba ante mí de haber sido una buena puntera. Para el estudio parece que siempre resultó una atorranta, al igual que su hermana mayor. Sus padres consintieron que ambas no cursaran estudios liceales. Cuando llegó el momento, mamá pidió ir al mismo instituto que mi tía: el Crandon, a la Escuela del Hogar, y le fue bien recibida la iniciativa. El resultado fue que se formó una estupenda cocinera, con todos los conocimientos necesarios y otros que le enseñó su padre, como deshuesar corderos y lechones y asarlos a la parrilla. En tiempos de descanso, se comportaba como una bacana. Dicen que era muy alegre y que le gustaba salir a bailar e ir al cine. Le agradaban los actores franceses, filmaran todavía en Francia o ya hubieran sido llevados a Hollywood. Eso lo sé porque ella misma me lo dijo varias veces; idolatraba a Charles Boyer. Fumaba a escondidas de su padre, y en confiterías, como El Telégrafo o La Americana, pedía cocktails, siendo el Manhattan su favorito. Coleccionaba zapatos de vestir; dinero que le entraba iba a parar a las zapaterías. Vivió un largo y paciente noviazgo. Su hermano se había convertido en bancario; con recursos propios, que le daban una requerida autonomía, se había dedicado a una bohemia exacerbada. Todas las noches entraba al living, palmeaba las manos, decía: “Bueno, bueno, se terminó el franeleo”, y se llevaba a quien terminó siendo mi padre y su cuñado. Volvía de madrugada, tropezando con esforzada dignidad. Mi madre hubiera querido no oírlo, porque le indicaba hasta qué hora su novio había trasnochado. Apenas mi padre se recibió de médico, se casaron en Montevideo en agosto de 1946 y se fueron enseguida a Tacuarembó. Yo nací en octubre de 1947, pero antes que el mío hubo otro embarazo, cuya interrupción, cuando promediaba los tres meses, mi padre dejó que se atribuyera a un accidente que sufriera mi madre al resbalar por la corta escalera del zaguán tratando de escabullirse del acoso del perro de un cliente a quien había salido a atender. Se guardó para su coleto que mi madre había acaso manifestado las mismas debilidades y dificultades de retención de la gestación que habían causado las pérdidas de los dos embarazos de mi tía mayor. Enseguida vino mi embarazo. Mi padre consultó al doctor Juan José Crottogini, quien pese a no ser muy mayor que él había sido su profesor de Ginecología, y este le indicó que le trajera a mi madre a Montevideo. Iba por el tercer mes de gestación; la sometió a un drástico régimen de reposo, que ella cumplió estoicamente. Nací tras un prolongado trabajo de parto en el que sufrió mucho, porque el doctor Crottogini prefirió abstenerse, por sus secuelas, de practicar una cesárea. A los quince días, ya estábamos en Tacuarembó. Por mi estado hubiéramos podido ir antes, pero ella, para que se repusiera, fue retenida unos días más. Nací, pues, entre otros factores, por su disciplina y abnegación, por el ahínco con que quiso que yo naciera. Mis recuerdos propios de ella comienzan unos tres años después, es decir, por la década de los 50. Me viene a la cabeza una mujer atildada, calzada en entrecasa con unos zapatos impecables de taco alto. Sus amigas me han dicho que era afable y siempre dispuesta a reuniones. En Tacuarembó fue reconocida por su atuendo y, lejos del padre, por ser una de las pocas mujeres que fumaban en público. Del trato que me dispensaba, la recuerdo mucho cuando veo un aviso publicitario de Jumbo, el de la madre que recibe hospitalaria con milanesas a los amigos de su hijo. Hoy, padre de hijo único, la comprendo. Fue excesivamente protectora. Cuando yo estaba enfermo, con fiebre, desobedecía a mi padre apenas este salía de mi casa, volviendo a cubrirme con tres frazadas por más que yo, con respaldo médico, protestara con vehemencia. Con ese propósito de sobreprotección, halló que no había mejor forma de cuidarme que yo permaneciera en casa recibiendo la cotidiana visita de mis amigos. Para eso tejió una hospitalidad a todas luces satisfactoria, aun con sacrificio de sus intereses. En 1954, en el mismo día de la semifinal con Hungría, nos mudamos a una casa que la había fascinado por la inmensidad de su fondo. Allí, en pocas semanas, montó un delicadísimo jardín. Pero, a su izquierda, dejó baldía, una alargada porción de terreno que bien sabía que serviría de atractivo potrero para que jugáramos al fútbol. No le importaron sus flores, muchas de ellas segadas por los pelotazos. Nunca abandonó su colaboración con mi padre. Jamás consintió en delegar la atención de los llamados telefónicos de sus pacientes. Todavía recuerdo su libreta de anotaciones. Un cuaderno común en espiral; en letras mayúsculas de imprenta el nombre del paciente; más abajo, en caligrafía normal, la dirección o el teléfono, el motivo de la llamada. Más adelante, iba llenando una hoja de resumen que luego arrancaba y entregaba a mi padre. Estaba interiorizada de la evolución de todos los enfermos. Bien me sé la objeción del lector o lectora. Mi madre no tenía nada para destacar. Era una mujer común y silvestre que con afán siempre estuvo junto a su esposo y a su hijo. Pero eso, justamente, es lo que tengo que reconocerle y agradecerle. La abnegación y el cariño que le insumió. Si hoy puedo decir que tuve una infancia feliz es gracias a mi viejo y a ella.

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