Por Ricardo Pose
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El Pichi es la denominación del otro, en el cotidiano lenguaje de los cuadros funcionales policiales y militares, formados previamente a los gobiernos progresistas, o de los ciudadanos que, parados en su confort de clase, miran por encima del hombro a los demás, terminando estirados y, algunos de ellos, rodando por las canteras de Kibón.
El pichi –si era pobre, vivía en la calle y además era negro– era y es sinónimo y abreviación de bichicome; también pichis se les denominó a los presos políticos, y pichi también es la definición de los delincuentes, comprobados o no.
Catalogar a alguien de pichi lo obliga a invertir la carga de la prueba; quien sea denominado pichi es culpable y debe demostrar su inocencia.
El pichi siempre es el otro, que, además, es portador de un claro desprecio, aunque muchas veces quien lo catalogue con tal término sea un poquito menos pobre que él.
Marginalidad y juventud son los estereotipos del pichi; un pequeño resto, sobre todo si ocuparon cargos públicos o de notoriedad pública, cambistas, por ejemplo, son delincuentes.
En esa cosmovisión, el universo se divide entre gente de bien y pichis, en constante confrontación. Se antepone una suerte de frontera imaginaria, un límite impreciso pero trazado a conveniencia.
Porque, además, catalogar al otro de pichi permite el uso de la violencia sin contemplaciones de gradualidad y valoración de la proporcionalidad, y justifica algún exceso.
Al pichi se lo reprime; a lo pichi, también.
Lo aparente
“Que en los tuétanos tiembla despabilado el odio,
y en las médulas arde continua la venganza”.*
Con el triunfo de los coloridos coaligados, vuelven al tapete los promotores ideológicos de estos y otros conceptos imbuidos de exclusión y clasismo; vuelve la barbarie con Cruz y Espada.
La apariencia delictiva es una vuelta de tuerca, un recurso semántico que abre margen para la actuación represiva, erigido en texto legal.
La apariencia deja de ser una burda categoría del aspecto más o menos alineado o no de las personas; de lo frívolo de estar o no a la moda; de vestirse y comportarse fino y elegante; de la utilización exclusiva del traje y la corbata; del vestido adecuado para la fiesta adecuada; de la combinación correcta de colores de los zapatos, cartera y vestimenta; de lo peinado o despeinado; del afeitado o el barbudo; de la maquillada o cara lavada, para convertirse en una categoría que, peligrosamente y amparada por la ley, pasa a justificar el procedimiento represivo sobre el otro, en manos de la policía, los militares e incluso civiles.
El aparente delictivo puede grafitear un muro, merodear zonas residenciales o ser acusado de robar leña.
El aparente delictivo debe demostrar su inocencia.
El senador Jorge Gandini ya convalidó en los medios de comunicación la apariencia delictiva; detalló pelos y señales: jóvenes tatuados de gorrita y piercing.
La Santa Inquisición
No es casual que sectores integrados por católicos, evangélicos de todas las ramas, nacionalistas, tradicionalistas, militares y económicamente privilegiados conduzcan esta nueva Santa Inquisición del siglo XXI en su versión criolla.
En el sumun de la mediocridad de construcción de fundamentos, para esta deliberada caza de brujas y pecadores, la delincuencia parece haber nacido, y sido inducida, en los gobiernos progresistas.
Su relato carece de estadísticas, de historia; nunca hubo delincuencia en Uruguay antes del 2004, y ellos además nada tuvieron que ver con las políticas generadoras de exclusión social masiva llevadas adelante.
Sus niveles de desprecio llegan al fanatismo, y muchos de ellos, sabiendo el riesgo del pensamiento y praxis de lo fanático, lo contienen, porque los necesitan para obtener inmediatos resultados que legitimen su principal discurso y promesa en la campaña electoral: combatir la inseguridad.
Solo así se comprende que Lacalle Pou no tome distancia de Manini Ríos o de los editorialistas de la revista Nación, órgano de la cooperativa de ahorro y crédito de las Fuerzas Armadas.
Presos de su propio discurso, rodeados de fanáticos convencidos, habrá un margen de tolerancia para los exabruptos sobre las víctimas inocentes o quienes no puedan demostrar su inocencia.
Del interior a la depuración
El jefe de policía de Maldonado, Erode Ruiz, será designado director de Policía de Montevideo del ministerio de Jorge Larrañaga. Ruiz cobró notoriedad pública por ser uno de los procesados por la represión llevada adelante en los sucesos del hospital Filtro en 1994, gobierno de Lacalle padre, donde fueron asesinados los civiles, manifestantes, y seguramente pichis, Fernando Morroni y Roberto Facal; para muestra sobra un botón.
El Ministerio pasará de ser del Interior a ser Ministerio de la Depuración; depuración ya comprobada en la historia, en sus antecedentes, en sus relatos, nada quirúrgica ni aséptica.
Es la puesta en marcha de un macabro plan travestido de reforma constitucional, derrotada en las urnas. El vivir sin miedo, al decir de la murga, va a dar miedo.
El modelo fenotípico a salvo es el de Lacalle Pou y Lorena Ponce de León; a salvo, claro, de la sospecha y de la actuación preventiva, esas que a partir del primero de marzo empezarán a caer sobre la población más pobre y vulnerable.
“Qué dolor de papeles que ha de llevar el viento
Qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua,
Las palabras entonces no sirven, son palabras…
Siento esta noche heridas de muerte las palabras”.
En diciembre del 2015, el Ministerio del Interior editó, en un convenio con el Fondo de las Nacionales Unidas para la Infancia (Unicef) y Unicef Uruguay, un protocolo de comunicación para la policía frente a situaciones de violencia que involucraran a niños y adolescentes.
El objetivo era claro y de vigencia permanente: parte de una correcta función policial está en el modo en que el funcionario policial se comunica con la gente.
Combatía el empleo de un lenguaje agresivo, discriminador, insultante, muchas veces utilizado para provocar la reacción que justifique la actuación represiva, y que en el caso de la población objetivo definida diera el marco de contención necesaria.
El protocolo se basa en la Convención de los Derechos de los Niños y Adolescentes, considerados así en Uruguay todos los menores de 18 años, edad de inimputabilidad cuya modificación por suerte también resultó derrotada en contienda electoral.
La comunicación policial debía proteger su integridad, reduciendo la exposición y vulneración en los medios de comunicación.
Un glosario de expresiones y términos que incluía no solo su cambio semántico sino también conceptual. Por ejemplo: considerar inadecuado el término drama pasional y utilizar violencia doméstica; no hablar de prostitución sino de explotación sexual; cambiar menor por niño o adolescente, y menor pasta basero por adolescente con consumo problemático de sustancias.
Claramente, también combatía el lenguaje de los grandes medios de comunicación.
La barra multicolor levanta la apuesta y los menores volverán a ser denominados pichis, drogones e hijos de yiras. Pero las palabras, los términos, sobran.
No importará el uso de un lenguaje inclusivo o el de algunas “tribus urbanas”, como el plancha o el cheto.
El resumidero es la apariencia delictiva, estigmatizando y actuando sin necesidad de llegar a escuchar.
En plena moda del tatuaje, los piercing y los gorritos que atraviesa pertenencias de clase, los más jóvenes deberán ponerse a resguardo, teniendo como posible aliado la tensión de contradicciones entre los cuadros policiales formados bajo el gobierno progresista y la generación Erode.
*Los versos pertenecen a la poesía Nocturno del poeta Rafael Alberti.