Por José López Mercao.
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En la actualidad, el pueblo mapuche consta de 1.700.000 integrantes, diseminados en todo el territorio chileno y en el centro y el sur de Argentina. La reivindicación de su legado cultural y de las tierras que originalmente le pertenecieron se exacerbó luego de la llamada Conquista del Desierto, una operativa de saqueo financiada por empresas británicas. Del lado chileno, la invasión conocida como “Pacificación de la Araucaría”, tuvo idénticos propósitos.
Antes de esa “limpieza étnica” (que abarcó a pueblos afines a los mapuches, como los pehuenches, ranqueles y tehuelches, entre otros), los mapas ni siquiera registraban a esos territorios como parte del dominio territorial de Argentina y Chile. Al sur de los ríos Negro y Bío Bío, se admitía que el territorio era de los pueblos originarios, lo que incluso había sido ratificado mediante tratados.
El impacto de la conquista dividió al pueblo mapuche, que quedó separado a ambos lados de la cordillera, lo que terminó con su expansión por las pampas. Resintió su cultura y su lengua, y el Estado argentino declaró “tierras baldías” a las inmensas superficies apropiadas. Por añadidura, un pueblo que vivía de la caza, la recolección y la ganadería fue dispersado y reducido a la agricultura en pequeñas superficies de tierra.
El grueso de la población autóctona fue mano de obra barata de los nuevos latifundistas, dueños de obrajes madereros o azucareros. O simplemente fue reducido al trabajo esclavo. Todo eso en una zona que abarca 30% del territorio argentino, unos 780.000 kilómetros cuadrados en cuyo subsuelo se encuentran 80% de las reservas petroleras del país, abundantes recursos hídricos, diversidad de flora y fauna, y lugares que aún pueden considerarse vírgenes.
Durante casi un siglo, la situación permaneció inalterada en lo que refiere a la postergación del pueblo mapuche, cada vez más empujado hacia el sur y cada vez más disgregado.
La ruptura de los 90
En 1991, durante el primer menemismo, se produjo un cambio de signo aun más regresivo: la propiedad de la tierra se concentró en consorcios extranjeros, entre los cuales sobresalía el grupo Benetton, que, por medio de The Argentine Southern Land Company Limited (o Compañía de Tierras del Sud Argentino), adquirió 9% de las mejores tierras de la región patagónica. Un total de 900.000 hectáreas entre las provincias de Neuquén, Río Negro, Santa Cruz y Chubut.
Si bien Benetton encabeza la nómina, no es el único que ha comenzado a monopolizar las tierras patagónicas. Por ejemplo, el grupo malayo Wallbroock controla 480.0000 hectáreas en la provincia de Mendoza; otros propietarios de enormes extensiones de tierra en la Patagonia son los magnates estadounidenses Douglas Tompkins, Ted Turner (fundador de CNN) y Ward Lay (dueño de la firma Lay’s y director de Pepsi Cola), y el conocido empresario argentino Marcelo Tinelli.
Las políticas desarrolladas por estos grupos comenzaron a generar la disconformidad de los pobladores locales, en particular de los mapuches. Dedicado principalmente a la cría de ovinos, con los que alimenta su imperio de la vestimenta, Benetton no se limitó a ese rubro: comenzó a explotar la soja y sus derivados, los recursos mineros y petroleros, y las reservas acuíferas. De arranque, despidió a 50% del personal que trabajaba en los establecimientos que adquirió y adoptó medidas duras de expulsión de los comuneros mapuches asentados en esas tierras, a las que reclaman como suyas. Fue precisamente en una de las comunidades mapuches que se desarrollaron los hechos del 10 y el 11 de enero.
La masacre de Lof Cushamen
En la provincia de Chubut, Benetton administra la estancia Leleque, de 96.000 hectáreas. En su interior, en el departamento de Chuskamen, habita una comunidad mapuche (Santa Rosa-Lequelén o Lof Cushamen) que reivindica su soberanía sobre el territorio que ocupa. Esta comunidad fue creciendo durante décadas, con mapuches que desertaban del trabajo esclavo o, más tempranamente, de los campos de concentración de Valcheta y Chinchinales. Desestimando los reclamos de la comunidad, Luciano Benetton tendió una línea férrea por la que transita La Trochita, un tren que ofrece recorridos turísticos y atraviesa territorios de la comunidad, en el tramo comprendido entre El Maitén y Esquel. En tanto el contencioso sobre la propiedad de la tierra se sustancia en la Justicia, la comunidad reclamó que se le avisara cuando el tren estuviera operativo en ese tramo. El reclamo fue desestimado.
Ante eso, el Movimiento de Resistencia Ancestral Mapuche bloqueó con ramas y maderos el paso del tren, lo que motivó que el martes 10 de enero, a las 6.00, más de 200 efectivos de la Gendarmería Nacional y de la Policía Provincial, pertrechados con vehículos blindados, helicópteros y drones, irrumpieran en las viviendas de los mapuches, disparando balas de goma, golpeando a los pobladores, incluidas mujeres y niños, destrozando sus pertenencias y llevando detenida a una docena de comuneros. Otros, seriamente lastimados, debieron permanecer siete horas en una ambulancia antes de ser trasladados al hospital provincial.
Al día siguiente, la agresión se repitió, esta vez sin orden judicial y en horas de la noche. En lugar de balas de goma, los esbirros utilizaron armas largas e hirieron de gravedad a uno de sus integrantes, que fue internado en el hospital de Bariloche, frente al cual se reunieron en señal de protesta más de 5.000 personas.
En tanto, el gobernador de Chubut, Mario Das Neves, responsabilizó de la masacre a los mapuches y al juez federal Guido Otranto, “que fue el que mandó a reprimir” la protesta mapuche. Para la opinión pública nacional no resultó convincente. Menos aun en el plano provincial.
Detrás de la cordillera
Del otro lado de la cordillera, la represión a la comunidad de Lof Cushamen tuvo profundas repercusiones: unificó a la comunidad mapuche, que está más dispersa que la argentina, pese a ser más numerosa. En el país trasandino, la represión a los pobladores originarios tiene distinta configuración y viene manteniendo una fuerte presión, sostenida por la Ley Antiterrorista, que Michelle Bachelet prometió derogar, pero no cumplió.
El equivalente a la ocupación de territorios mapuches en suelo argentino está siendo motorizado por los grandes consorcios forestales y energéticos y la persistencia de la presión estatal ha llevado a una pérdida acelerada de componentes culturales, incluso de la propia lengua (mapugundún o habla de la tierra). La brutal represión de sus hermanos en Chubut galvanizó una resistencia y una fraternidad étnica que se manifestó de manera multitudinaria en concentraciones en distintas regiones chilenas, y cobró visibilidad un movimiento que estaba en retroceso.
Pero, al margen de esas consideraciones, llama la atención la saña con que el macrismo está reprimiendo a minorías étnicas marginadas, empobrecidas y con escaso peso en la centralidad de la sociedad argentina. Si en el extremo sur el furor represivo se ha desatado contra los mapuches, en el norte sucede algo análogo con los pueblos autóctonos, cuyo paradigma es la líder Milagro Sala, de raíces indígenas y líder de la Organización Barrial Tupac Amaru, movimiento político que nuclea a los sectores más pobres y a los pueblos autóctonos en la provincia de Jujuy. Hace más de un año que la dirigente popular está encarcelada sin condena, situación que al día de hoy se mantiene inalterada.
El periodista Horacio Verbitsky encuentra una explicación al fenómeno en las directivas que provienen de Estados Unidos, que considera a los movimientos indigenistas una de las nuevas amenazas regionales. Eso explicaría que el Ministerio de Seguridad del gobierno de Mauricio Macri no considere las reivindicaciones de los pueblos originarios un derecho constitucional, sino un delito federal.