Y ya que escribí en el artículo anterior sobre Cabo Polonio, ahora voy a contarles algo de La Paloma. Viajé por primera vez a ese balneario hace muchos años, podría decirse que en plena y gloriosa juventud. Lo hice en un viejo Fusca en el que nos metimos cinco amigas y no paramos de parlotear y de hacernos confesiones e indagaciones mutuas hasta que llegamos a destino. No íbamos a veranear, como podría creerse, sino a un congreso de Historia organizado por la Asociación de Profesores de Historia del Uruguay. Era a fines de octubre y hacía un frío endemoniado.
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Como dije, mucho tiempo ha pasado desde entonces. Más de una vez he pensado, e incluso he escrito en alguna novela, que el recuerdo de una vida pasada (no hablo de reencarnaciones sino de nuestra propia vida, dividida en etapas, en galerías de imágenes, en sucesiones de acontecimientos) llega a tener olor a milagro cuando uno lo recuerda varios años después. Algo de eso me está pasando ahora que tengo un nieto de dos meses que vive con sus padres en La Paloma; ahora que voy a visitarlo allá, y piso de nuevo los viejos lugares, la arena fragmentada en escoria de mejillones, de caracoles y de piedra antediluviana, el agua violenta que hace estallar la espuma por los aires, y el faro levantado ahí nomás, muy cerca del hotelito donde nos quedamos todas juntas. Ya entonces los faros ejercían cierta fascinación en mi ánimo, seguramente porque no estaba familiarizada con ellos y además porque los veía como guardianes de los navegantes.
Como me pasó a mí, les ha pasado a muchos; los faros despiertan cierta evocación que está a medio camino entre la inspiración poética y la mitología, cuya raíz de leyenda se alimenta de miedos ancestrales. En este caso, se trata del miedo a los naufragios y, por ende, a una de las peores muertes, sacando la muy demencial de las guerras. Pero nunca me había preguntado cómo sería la vida en un faro. O sea que un faro viene a ser, con su luz parpadeante, una de las formas de la certidumbre; está ahí y nos vigila, nos indica el camino, tal vez nos tranquiliza un poco, si tenemos la mala suerte de estar arribando a algún puerto como el de La Paloma de noche y en medio de un temporal. Pero también un faro representa la incertidumbre; nada puede garantizar el arribo feliz a la costa. Como si fuera poco, los faros son una manifestación de la solidaridad humana, pero también de la soledad.
En aquella estadía en La Paloma, mientras nos acostábamos todas en hilera y seguíamos hablando en la oscuridad, yo no dejaba de mirar las luces difusas que proyectaba el faro y pensaba precisamente en la soledad, que es indudablemente uno de los rasgos más característicos de ese sitio. El farero o la farera, si tienen suerte, viven con alguien más, cosa de no volverse locos; y además la tecnología ha llegado incluso hasta ellos. Pero de todos modos, por lo menos en otros tiempos, el hecho de subir a esa cárcel de escaleras circulares y proceder a la tarea prometeica de llegar a la torre para encender las enormes linternas, tenía que ser todo un sacrificio.
La vida del farero era y sigue siendo bastante dura. Además de la tarea de encender las linternas, que puede ser más fácil hoy que en épocas pasadas, está algo que nada ni nadie puede cambiar; ese algo son las inclemencias naturales del clima, las tormentas que hacen temblar los cimientos del faro, los vientos que golpean y aúllan, y que causan en todo tiempo inquietud, alarma o desasosiego. Ni qué decir de las eventuales tareas de rescate de náufragos; la técnica más usada –yo llegué a presenciarla en Aguas Dulces, para rescatar a un lanchón en apuros– es meterse en el agua a caballo, desafiando el oleaje, hasta donde el caballo aguante, y desde allí arrojar una cuerda para que puedan aferrarse a ella los que están a merced de las aguas. Esta tarea muchas veces es, o era, cumplida por el farero.
Recuerdo que después de ese viaje, que duró tres días pero que me alcanzó para múltiples dimensiones de reflexión y de memoria, me puse a investigar en mayor profundidad el tema de los faros. Llegué así a la teoría y a la literatura. Desde la teoría, me interesó la obra del antropólogo estadounidense Julian Steward, quien desde la historia de la cultura, y a partir de esa rara vinculación entre el ser humano, la geografía y el oficio o la tarea, se dedicó a explorar en los años 50 lo que denominó la “ecología cultural”. Dice textualmente Steward que cuando “El hombre ingresa en la escena ecológica […] introduce el valor supraorgánico de la cultura”.
Ese fue el caso de un farero de Cabo Polonio, llamado Andrés, que fuera entrevistado por Isidro Más de Ayala en 1959. Andrés era un tipo raro, poco amigo de hablar, de piel curtida y castigada por el sol y el salitre. Y no era para menos su mutismo. El hombre estaba acostumbrado a manejarse en este mundo sin necesidad alguna de palabras. Para hacer lo que tenía que hacer, le alcanzaba con actuar, moverse, subir y bajar escaleras, rocas y dunas, escrutar durante largo rato el horizonte, aguzar el oído; en suma, ejercer al máximo todos sus sentidos y olvidarse del lenguaje (que no es, ni de lejos, uno de esos sentidos). De todos modos, se ve que Más de Ayala se ganó su confianza, durante largas visitas y mateadas, porque terminó por confesarle que a él lo único que le interesaba era vivir y morir en el faro; y si no podía ser justo en el faro, que por lo menos fuera lo más cerca posible. Para eso se venía haciendo un ranchito de barro. Agregó “que lleva cuarenta años de trabajo. Que pasa años sin ir al pueblo. Cuando va, se aburre y vuelve al faro […] el invierno lo pasa en compañía de su perro, que ahora está a sus pies”.
Historias de fareros hay muchas otras, y como dije antes, andan siempre rozando la leyenda. Una de ellas se ubica en el famoso Finisterre español, que quiere decir precisamente tierra del fin del mundo. Menchu Gutiérrez se hizo escritora por obra y gracia de su vida en uno de esos faros, y ella compara al cíclope de piedra con un ser vivo. “Cada vez que subía la escalera de caracol que lleva a la torre tenía esa extraña y secreta sensación de que caminaba por el interior de un animal, cada peldaño se correspondía con una vértebra. Y en lo alto de la torre, la luz, que es como un gran ojo”. Dura tarea, y dura vida la de los habitantes de esas regiones pétreas, mudas y desoladas. Armonía en parte impuesta, y en parte elegida o aceptada, entre el medio y el hombre. Sin embargo, la belleza del entorno natural, por grande que sea, no deja de aplastar al bicho humano.
Un amigo mío eligió hace unos años irse a vivir a una región bastante solitaria, cercana a Punta Colorada, en Maldonado. Cuando el invierno se le metió en los huesos y multiplicó los silencios dentro de su cabeza, como si se tratara de una exhalación helada llegada de lejanos océanos, la melancolía comenzó a apoderarse de su espíritu. Le dio por acordarse de las cosas tristes de su vida. Entonces hizo lo único que se puede hacer en tales casos: salió puerta afuera, y corrió y trotó, y cuando se cansó, caminó y caminó. Durmió tranquilo entonces, por aquello de que “la naturaleza te doma”.
Esas fueron sus palabras, y yo sigo su consejo cada vez que puedo. Pero claro, yo no vivo en un faro, y además me pasa un poco lo que a todos los uruguayos citadinos; apenas empiezan los primeros fríos me meto de nuevo en mi apartamento, entre el calorcito de la estufa y la salvación de la escritura. Y ahora que lo pienso, de repente la escritura me salva si por uno de esos lances del destino, me toca alguna vez (todo es posible en este mundo) tener que gobernar un faro.