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Federico

Por Marcia Collazo.

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Caras y Caretas Diario

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Esta es la historia de un desaparecido. Nació en 1898, el año del desplome del imperio español en América. El pedacito del Caribe que aún arañaba España, léase Cuba, se le escapó de entre las uñas. Acusado de socialista, masón y homosexual, murió en 1936, año en el que estallaba la guerra civil española. No murió; lo mataron, en fecha aún incierta, entre el 17 y el 19 de agosto, junto a los olivos del barranco de Viznar, en Granada. Jamás se supo a dónde fue a dar su cuerpo. En todo caso, en el barranco, convertido en fosa común, fueron arrojadas de 3.000 a 4.000 víctimas. Pocos años antes, anticipó su propio fin. “Cuando se hundieron las formas puras / bajo el cri cri de las margaritas / comprendí que me habían asesinado / Recorrieron los cafés y los cementerios y las iglesias / abrieron los toneles y los armarios / destrozaron tres esqueletos para arrancar sus dientes de oro / Ya no me encontraron / ¿No me encontraron?/ No. No me encontraron”. Uno de los más grandes dramaturgos y poetas de la literatura española de todos los tiempos fue ultimado a lo perro, como más de 100.000 de sus compatriotas, y lapidado con la despectiva frase pronunciada por el diputado de Acción Católica, Ramón Ruiz Alonso: “Era rojo y marica. ¿Qué más da?”. El pasado mes de junio, García Lorca cumplió 120 años de vida y ochenta de una muerte imposible, pero no se ha dicho todo sobre él y su obra, y probablemente nunca se dirá. Esta es una de las más profundas riquezas del arte; el vértigo incesante, el abismo sin fondo que suponen no solamente una existencia, sino especialmente una inagotable creación. No mencioné a Lorca durante el mes de junio, es cierto, pero había que hablar de él en medio de tanto mundial de fútbol, tanta inseguridad y violencia ciudadana, tanta insatisfacción por la Rendición de Cuentas nacional. Había que hablar a pesar de la burda inconstitucionalidad de la ley de riego, de las carencias en educación y en salud, del aumento en el precio de la nafta (tras otra cortina de humo mundialista) y demás problemas internos e internacionales. Había que hablar a pesar de eso y en razón de eso. Nombrar a Lorca es evocar un universo de pasiones violentas que habitan en cada ser humano, que aparecen más tarde o más temprano, que resuellan como garañón alzado en la oscuridad de una caballeriza, que pretenden ahogar la libertad ajena y mutilar la propia. Nombrar a Lorca es evocar sábanas tendidas al sol por mujeres de negro, gitanos y panderetas, toreros y sangre, lunas con senos de estaño, huertos en flor y risas de plata nueva, y el ensamblaje eterno entre la alegría y la tragedia de la vida, la realidad y el surrealismo, la dulzura y la fiereza más implacable. En Lorca están presentes las llamas del amor adúltero a la orilla del río: “Aquella noche corrí, el mejor de los caminos, montado en potra de nácar, sin bridas y sin estribos”; el exasperado erotismo de Adela, en La casa de Bernarda Alba, cuando exclama: “Ya no aguanto el horror de estos techos después de haber probado el sabor de su boca. Seré lo que él quiere que sea”; las súplicas de “entrar en un pecho, para poder calentarme”, como se expresa en Bodas de sangre; la desesperada afirmación de Yerma: “No, vacía no, porque me estoy llenando de odio”. Me parece bastante estúpido, y con perdón, limitarse a decir que Lorca es un creador genial o magnífico. Como suele ocurrir con las pomposas palabras, ponerlo sobre semejante pedestal de pórfido o de oro puro (no importa el material), sin molestarse en penetrar de verdad en su universo, equivale a desgajarlo de lo que fue su verdadero centro: el alma viviente y sufriente de la gente. Lo único válido es leer a Lorca, asombrarse con Lorca, emocionarse hasta las lágrimas, o preguntarse cómo diablos fue capaz de decir lo que dijo. También es válido recrearlo de infinitas maneras y recordar su paso por América y por Uruguay, en donde dejó una huella imborrable. Una trilogía documental sobre su vida, realizada por el cineasta español Juan José Ponce, con base en una idea del escritor y periodista granadino Antonio Ramos Espejo, testimonia tres momentos paradigmáticos del poeta. La primera cinta se llama Lunas de Nueva York; la segunda, Un tango por García Lorca; la tercera, que no es histórica, está dedicada a México, tierra a la que nunca llegó. En 1929 el poeta vivió, en suelo neoyorquino, nueve meses que, según declaración propia, cambiaron su vida. En 1933 llegó a Buenos Aires y luego recaló en Uruguay, donde, según expresa Ponce, “fue recibido como un torero y se hizo rico”. Poco le duró la dicha. Lo peor es que, si bien en Uruguay jamás se le olvidó, sino que se le rindió un verdadero culto reverencial, no ocurrió lo mismo en su tierra natal. Hasta hace muy poco tiempo pocos querían acordarse de Lorca en España, y mucho menos en Granada, al menos de manera oficial. Su nombre estaba maldito. Ni siquiera se sabía dónde quedaba su casa familiar, en la que residió desde 1909. Desde su fusilamiento, un manto de ominoso silencio cayó sobre su figura. Más que olvidado, fue odiado por un amplio sector conservador que aún pervive. En su Romance de la Guardia Civil Española dice: “La ciudad libre de miedo, multiplicaba sus puertas. Cuarenta guardias civiles, entran a saco por ellas. Los relojes se pararon, y el coñac de las botellas, se disfrazó de noviembre, para no infundir sospechas”. Fue un poeta maldito, que cantó a los oprimidos, los gitanos, los negros y los homosexuales, a los perseguidos por los de afuera y por los de adentro, a los abusados desde el hogar doméstico y a los apasionados que no quieren rendirse. Pero sigue siendo un desaparecido. ¿Dónde está el cuerpo de Federico? El poeta y cantautor Leonard Cohen se preguntó: “No entiendo cómo España no ha excavado con sus manos todo el campo de Granada para recuperar el cuerpo de su poeta. No entiendo una nación que no les haya dado un castigo histórico a sus asesinos”. Lo mataron, entre otros motivos, porque era un revolucionario, más no en el mero sentido político. Su obra entera era un absoluto de la más radical revolución. Iba hasta los cimientos en donde se forjan todas y cada una de las constelaciones y las lóbregas pasiones de este mundo, las descubría, las desmantelaba, las sacaba a la luz como esas viejas sábanas denunciadoras de la virginidad perdida, y las dejaba pulverizarse al sol, de una manera tan violenta como encantadora. En Uruguay, además de sembrar idea y pasión, parece que fue feliz, cosa que de todos modos no le costaba mucho. Se dice que se alojó en el hotel Carrasco, que alternó con Enrique Amorim, Juana de Ibarbourou, Carlos Sabat Ercasty, Luisa Luisi, Fernán Silva Valdés, Susana Soca, Emilio Oribe, Carmen Barradas, Carlos Reyles y Julio Casal, entre muchos otros; que visitó el estadio Centenario, que paseó por la rambla y que tomó el sol en Atlántida. Dio conferencias en el teatro 18 de Julio y en el club Uruguay. El hombre de la chaqueta blanca y de la blusa marinera fue, más que admirado, venerado, entre otros motivos porque amaba la vida y sus contrastes más allá de consignas y fronteras, y eso no sólo se le notaba, sino que era capaz de contagiarlo al prójimo. Por eso Federico es también uruguayo, a la manera universal en que cualquiera de nosotros puede ser hijo de un pedazo de tierra. “Yo soy español integral y me sería imposible vivir fuera de mis límites geográficos; pero odio al que es español por ser español nada más, yo soy hermano de todos y execro al hombre que se sacrifica por una idea nacionalista, abstracta, por el sólo hecho de que ama a su patria con una venda en los ojos”.  

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