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Fin de las fiestas, de las tradicionales y de las felices

Por Rafael Bayce.

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Se van terminando, año a año, las fiestas tradicionales, que ya no se celebran, ni son felices, siendo muy dudoso que sean ‘fiestas’. Y no es solo este año, por las medidas que han tomado respecto de la pandemia. Porque las fiestas ya estaban siendo arruinadas por radicalismos del tránsito, espirometrías, alocoholemias, tolerancia cero, dietas sin grasas, azúcares refinadas, carnes, sal, alcoholes, etc.

Usted casi no se da cuenta de cómo le están arruinando a la humanidad sus conquistas simbólicas, expresivas, las que lo elevaron por sobre el nivel de los otros seres vivos; salvo cuando su paranoia y su hipocondría los retrotraen al estadio biológico de la supervivencia material, y, empeorándola, el injustificado complejo de rata perseguida o de desubicado distópico de la inmortalidad física.

No podemos estar con quienes queremos, ni con cuántos queremos, ni juntarnos yendo en los vehículos que queremos, ni comer, ni tomar ni consumir lo que querríamos, ni estar a las distancias ni contacto que desearíamos, no pueden ir todos los que todos quisieran, nos están arruinando la vida comunitaria y afectiva.

Ya antes del GACH, que, claro, lo empeoró todo, aunque hubiera querido arruinarla más y el gobierno no lo autorizó, como la izquierda y los lobbies transnacionales aconsejaban. Las felices fiestas tradicionales están en aceleradas vías de extinción; y son especificidades humanas, logros simbólicos casi insustituibles.

 

Pérdida de contenido festivo de las fiestas

Si usted piensa brevemente y consulta a quienes tiene a mano (más bien en pantalla) concluirá, sin esfuerzo y con triste consenso, que cada año pasamos peores fiestas que años anteriores, y que probablemente seguiremos así hasta que terminemos pasándola en jaulas individuales, inyectándonos suero fisiológico, tomando agua filtrada y comiendo saludables porquerías veganas o de civilizaciones perdidas; hablaremos por Zoom, saludándonos por Zoom, sin contacto táctil, sin abrazos, besos ni, ¡por dios!, sin vínculo sexual de ningún tipo.

Distancias, barbijos, presencia de mayores o enfermos crónicos, impedirán que las familias que siempre festejaron así lo hagan; que los amigos que se juntaban luego de las reuniones familiares puedan hacerlo; que los compañeros de trabajo no puedan tampoco brindar antes de la juntada familiar y de la de amigos.

No podremos comer o tomar: sal, ni azúcares refinados, grasas saturadas, ni triglicéridos, lo que simplemente engorde, siempre que no haya celíacos, hipertensos, veganos, dietistas, alérgicos, y un largo etcétera de limitantes en la cantidad y calidad de los sólidos y líquidos (y hasta gases) ingeribles sin complejo de culpa o reconvenciones de los más cercanos. Entre paréntesis, asados o parrilladas con carnes no cocidas con sal son extraordinariamente más insulsos, casi mejor no comerlos, y esa radicalidad es un fuerte golpe al turismo, que ya no podrá venir a comer más las famosas carnes rioplatenses (para bien de los gaúchos de Río Grande del Sur).

Solo podrá manejar si no toma alcohol (ojo con los bombones con licor o los enjuagues bucales), o tomar alcohol si no maneja. Sufrirá una tolerancia cero infundada científicamente (desafío a cualquiera a debatirlo seriamente), con mucho mayor costo social de la prohibición que insignificantes mejorías eventuales en índices de accidentalidad; cobardía para tomar medidas fuertes contra accidentalidad y letalidad; porque esas ofenderían a poderosos, y son caras; se prefieren entonces las más inocuas pero que no ofenden a poderosos, no son gasto y recaudan, para las instituciones y como ingresos ‘extrapresupuestales’ ad hoc.

Tampoco podrá fumar tabaco si está en local cerrado; ni fumar marihuana o tomar cocaína porque arriesgará multa, retiro de libreta o coimas sustitutivas luego de la espirometría. La despenalización de la marihuana en determinadas condiciones es vengada con su persecución por otras vías.

Los amargados inspectores de tránsito- porque se pierden las fiestas- se ubicarán en los lugares en que es más difícil mantener los límites de velocidad para arruinarle a usted el día que ya ellos tienen arruinado, aunque usted puede terminar con el incierto suplicio pronunciando las tan mágicas como indeseables palabras que mejorarán las futuras fiestas de ellos (y de sus superiores) y nos permitirán seguir con las nuestras: “¿Y cómo arreglamos esto, jefe?”. Se complica enormemente el placer personal tradicional y el acceso a lugares familiares, de amigos, de diversión colectiva. Ahora no podrá frecuentar transporte público, porque casi no hay y deberá respetar barbijos, distancias e higienes, a riesgo de ser visto como asesino serial o ser tomado como vehículo de compensación de estatus por el personal de seguridad en comercios, conductores o guardas en ómnibus.

La excusa del barbijo y las distancias constituye una ubicua ocasión de venganza de clase, o más bien estatus; empleados de seguridad o encargados, pronuncian palabras pulidas tales como ‘por favor’, ‘me hace el bien’ o semejantes, pero con un tono y gestos que lo hacen más bien asimilable “andá a la …” con diversos familiares íntimos nuestros completando la frase latente detrás de la manifiesta diplomacia, fortalecida con autoridad mentirosa de custodio de la salud pública.

¡Qué asco de sociedad nos han hecho vivir unos pocos billonarios que lucran con los medios de comunicación para el encierro, con tratamientos y vacunas, con países y empresas endeudadas para mayor gloria del sistema financiero, con una nueva crisis de concentración del capital y de la riqueza, cuando los que tienen más pueden comprar barato a los que sufren más la crisis; atención psiquiátrica y psicológica redoblada por paranoia, soledad, inhibición de cariño, falta de convivencia formativa con pares, desconfianza intergeneracional e intrafamiliar malformadoras del carácter y la sociabilidad. Pero todo eso ya venía mal barajado con la tolerancia cero, las espirometrías, con la medicalización hipocondríaca de la salud, la paranoia de la salud.

 

El negro futuro de las fiestas

En este siglo XXI veremos el fin de todas las celebraciones humanas, porque ellas han sido y son intrínsecamente ‘excesivas’ y son ‘aglomeraciones’, mejor dicho aglomeraciones festivas y excesivas, justamente como fuga y terapia contra la rutina, la autocontención sanitaria y productiva, como antídoto a la ascesis represiva capitalista, como escape a la competencia ubicua, como remedio a las penas cotidianas, como recreo lúdico al control creciente. Las fiestas son lo contrario de la ascesis productiva explotadora, de la proliferación de los controles (cámaras, aplicaciones, GPS, en breve la conectividad universal, inescapable, amenazante, del 5G), esos que nos constriñen paulatinamente, que nos impiden ‘aglomerarnos’, o sea hacer lo que hicimos como especie con más habilidades, capacidades y virtualidades que otras.

Están negando la superioridad humana que nos ha hecho trascender el estadio de seres vivos comunes, todo el día preocupados por la supervivencia material y biológica, hacia las comunalidades y las festividades, que fueron de los primeros hitos de superación de la mono-preocupación con la supervivencia material, mediante la trascendencia y la superación de la ascética animal de la supervivencia, que ahora perdemos con la regresión cultural y la involución civilizatoria de la medicalización obsesiva, la prevención cara y psíquicamente traumática de la salud (por tu bien, para quedarnos tranquilos (¡Ja!), porque es mejor que curar (hum, para recaudar sí).

El futuro de la tan virtualmente superior especie humana es vivir todo el día pendiente de lo que nos dicen las cámaras externas, cómo informarnos sobre futura tecnología mejor de vigilancia, cuál es el resultado del análisis de nuestras heces, orina, estornudos, tos, semen, saliva que hacen nuestros celulares. Tanto remar para vivir como ratas asustadas; viviremos como bichos en pánico excesivo. Tanto homo sapiens enriquecedor con ciencia al homo faber tecnológico para un cotidiano de cardúmenes separados esperando por los depredadores; invirtiendo toda la ciencia y tecnología secularmente desarrollada para refugiarnos en la paranoia de la seguridad y en la hipocondría de la salud; una perenne y ubicua desconfiada confianza en la vigilancia por la seguridad y en la multitestabilidad hipocondríaca.

La felicidad y festividad se reprimen en desmedro de la paranoia de la salud, la hipocondría de la salud y de la inmortalidad por robotización, por transformación en cyborgs con inteligencia artificial que nos domine, en un transhumanismo desespiritualizante y retrobiologizante: hacia una seguridad, salud e inmortalidad distópicas como retroutopías. Vamos casi rectamente a ese abismo: paranoicos hipocondríacos con sueños de inmortalidad material eliminan el mundo simbólico, hito de espiritualización y superioridad humanas. Esa aterrorizada paranoia hipocondríaca atomizante se les vende -y la compran- como una altruista racionalidad inteligente. Ese conjunto de miedos y controles que nos están dejando sin fiestas y sin vida colectiva (espirometrías, cámaras, tolerancia cero, no al tabaco, barbijos, distancias, superhigiene, restricciones vehiculares, de reunión, de asociación, de locomoción, de expresión y de pensamiento (ojo, porque si se opina, aunque fundadamente, contra los engañosos datos públicos sobre la pandemia, o contra las medidas tomadas, se cierran los medios de comunicación, se multan en YouTube o Facebook, aunque quien lo dice sea premio Nobel de Química y tenga muchas más credenciales que los admitidos).

Lo de la pandemia es nada más que una muerte anunciada: el fin de la especie humana como ser vivo superior con actividad simbólica, con cultura y civilización espiritual, con rituales colectivos festivos de celebración de la vida, con autonomía sin controles heterónomos, ni introyectados. Que estas fiestas que ya estábamos pasando cada vez peor y que este año pasaremos aún peor al menos nos hagan pensar si han valido, si valen la pena, estas tristezas, si los riesgos del tabaco, de las drogas, del alcohol, de las malas dietas, de las infecciones compensan la total desnaturalización, desespiritualización, hipocondríaca y paranoica de la vida.

Lector/a, no les deseo felices fiestas porque sería una hipocresía; todos tendremos fiestas menos felices que las que ya tuvimos, aunque quizás más felices, cierto consuelo, que las que nos esperan. Mejor piense si esta catástrofe humanitaria está valiendo la pena. Veremos menos gente, menos tiempo, a más distancia, los sofisticados medios de registro cada vez tienen menos que registrar; iremos a menos lados, comeremos menos de lo que nos gusta, consumiremos menos que lo que siempre se consumió para las fiestas, no habrán abrazos, besos ni contactos, salvo furtivos, culpables y relojeados por los fundamentalistas. Fiestas de ratas escapando infundadamente de depredadores casi inventados.

¿Es racional todo esto que hemos recorrido en esta columna? ¿No hay que revertirlo? ¿No hay que desmedicalizar la sociedad, redimensionar la realidad de las causas de las paranoias e hipocondrías, que nos están dejando sin humanidad, a todos, para bien de unos poquitos que se benefician de la crisis, y de otros, todavía menos salvo la prensa, que han desatado la catástrofe?

Cuando esté sufriendo un año más del deterioro de las fiestas, y cuando vea que es una tendencia desgraciadamente sólida, piense y póngale fin a ese vía crucis, a ese martirio. Trate de volver a tener felices fiestas; sus descendientes no van a entender por qué ni para qué tantas postales, carteles, publicidad, blablablá sobre algo que no sucede: se acelera el fin de las fiestas, de las felices, y mucho peor de las tradicionales. Espero vivir lo menos este mundo de ratas paranoicas e hipocondríacas sin motivo suficiente; es subhumano, retro, involutivo, un asco.

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