Hacete socio para acceder a este contenido

Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.

ASOCIARME

El fin del mundo

Por Leonardo Borges.

Suscribite

Caras y Caretas Diario

En tu email todos los días

Cae una bomba en Irak, mueren de a miles en Siria y el hambre promete llevarse millones, y todo en un mismo día. Los medios de comunicación buscando su prebenda filman las atrocidades del momento y las exhiben en prime time, las conversan, las discuten, las tipifican y editorializan. No es lo mismo RT que CNN, no es lo mismo BBC que Al Jazeera, no es lo mismo la verdad desnuda de intencionalidades (qué virgen hermosa pero huidiza) que la verdad de las cadenas internacionales.

En algún canal con alcance internacional aparecen la muerte y el sufrimiento y se viraliza un video terrible ante los atentos ojos de la masa, la turba iracunda de información. La muerte ya no juega al ajedrez como con Bergman, la muerte ya no tiene tiempo. Quizás la tercera guerra mundial ha llegado y no nos hemos dado cuenta; tal vez la guerra yo no es lo que era. Los bandos, la preparación, las trincheras, todo ha mutado en una gran jaula en la que los intereses de unos y otros se entrelazan en una macabra danza de la muerte. Y en el medio de esa danza, atónitos quedamos nosotros, defendiendo a uno y otros sin tener la más mínima idea de qué intereses se juegan en cada titular de diario o editorial de televisión. ¿Dónde está el bien? ¿Y dónde está el mal? Tal vez mi pregunta murió con la modernidad. La raza humana ha construido torres de cristal que ella misma no puede alcanzar. La perfección creada por el hombre no es más que la seguridad de que nunca la podrá alcanzar. Si mañana se terminara el mundo, ¿que quedaría de este charco bañado de tanto en tanto por personas y tierra? Seguro es el fin del mundo para el niño que en Alepo observa, sin comprender muy bien, ennegrecerse el cielo y estallar las bombas que vienen a salvarlo.

Se termina el mundo y les diré la verdad. No quiero esconder tras bambalinas lo que pienso del ser humano. La palabra evolución es un término altamente positivo, bañado por la santidad del siglo XIX, del progreso y la ciencia, del futuro prometedor. “[…] hay que darse cuenta de que si se sigue por este camino, la humanidad va hacia un suicidio colectivo”, escupía en la cara de los esperanzados patológicos Mario Benedetti hace algunos años. Siempre me pregunté de dónde sale la esperanza de los esperanzados crónicos, que creen que el futuro siempre será mejor que el presente. Una línea delgada divide a los nostálgicos patológicos (los que sufren una especie de síndrome de Dorian Grey) y los optimistas crónicos (que solo ven ilusiones detrás de un futuro que es, por cierto, muy incierto). Y, justamente, en un presente de cambios fulminantes que hacen que los formales científicos no puedan prever los cambios frente a su nariz. Es un exceso llamarle progreso al conjunto de cambios que llevaron al hombre hacia un lugar y no a otro. ¿Cuál es el punto exacto en el que la humanidad tomó ese camino? ¿Vamos caminando hacia el suicidio como la res que camina por la manguera hacia su muerte irreversible, con la cabeza gacha de la inevitabilidad? No lo sé con certeza. ¿Cómo definir entonces la historia de la humanidad en pocas palabras teniendo la certeza de que es el fin? ¿Cómo condensar millones de años, desde los primeros primates, toscos y tan instintivos y débiles al mismo tiempo, hasta el hombre moderno, que diseña un instrumento que tiene la certeza absoluta de que generará un terror inusitado y nunca visto, muerte y contaminación? ¿Cómo explicar ese cambio, ese devenir, esa evolución? Esa tal vez sea una de las palabras claves para explicar ese desarrollo truncado por quién sabe qué profecía. Evolución es un término complejo y altamente subjetivo. La palabra en sí misma nos hace abyectos a un desarrollo y no a otro, nos empareja a todos en un mismo camino. Fácil de datar, medir y pesar en la prehistoria, pero hasta dónde es factible esa igualación en tiempos civilizados. Esa necesidad de igualar es la que llevó a las ciudades Estado, convertidas en reinos, a ir en busca de convertirse en imperios justamente para asimilar, aculturar diría un antropólogo… igualar en definitiva. Creo que desde los tiempos primigenios, dos cosas se mantuvieron más o menos incambiadas: la necesidad de juntarse, la pegajosidad biológica (amor es un término definitivamente romántico y mesiánico, lejano a la comprensión histórica). Y la violencia (1). Tan opuestos como complementarios a lo largo de la historia. Thomas Hobbes escribió alguna vez (en una frase, por cierto, tribunera, pero no por eso desdeñable): “Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit” (Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre cuando desconoce quién es el otro). El Leviatán es mucho más que un intento de apuntalar el poder de un dictador en la convulsionada Inglaterra del siglo XVII; es un tratado que hace nacer el concepto de soberanía popular. Y el estado de naturaleza de Hobbes era, por cierto, negativo, a diferencia de los otros ilustrados de casi un siglo más tarde, que en esa lucha noble contra los nobles llevaron el iusnaturalismo a un peldaño superior. Igualmente acepto que es muy simplista lo que estoy exponiendo, por obvias razones. Pero más allá de eso, recordemos que hablamos de la raza humana. Tan simplista y necesitada de atención que crea mundos demoníacos, dioses antropomorfos, zoomorfos o mixtos y hasta un dios todopoderoso, omnipresente y omnisciente para explicar aquello que no comprende. Y luego cuando comienza a explicarlo de a poco, amén de la ciencia, lo destruye así como así, colocando en su necesario credo a la ciencia o a la razón en forma de dios. Pasaron años, siglos y el hombre siguió levantando el estandarte de los mismos principios que lo hicieron humano. Uno no puede ser lo que no es. La necesidad de trascender los llevó a generar el mejor de los inventos, la mayor obra, el sentimiento más pleno, a mecanizarse, automatizarse detrás de una revolución que lo agarró desprevenido en los albores del siglo XVIII, pero que nos colocó en el XIX con la velocidad del tranvía. La violencia parió más violencia. Un poco de lo mismo. La pegajosidad, esa necesidad de estar juntos, nos llevó a unirnos, pero al mismo tiempo a dividirnos. Fuimos patrones terribles, ludistas, cartistas y hasta formamos sindicatos. Fuimos lumpenproletarios. La lucha de clases dio un nuevo sentido a las lógicas sociales y el hombre buscó en ideologías absolutas y dogmáticas el sentido de la vida. E intentó igualar. Como en tiempos de la conquista de América, el hombre blanco llegaba al continente virgen con la espada y la cruz, o cuando los ingleses y franceses, científicos, colonizadores y cazadores, llegaban al centro de África con la Biblia, la evolución de las especies de Darwin y un Remington o un Maxim bajo el brazo; así llegaba el comunista con el manifiesto ataviado de mesianismo o el norteamericano con la Biblia del libre cambio. Entre Mirs y tomahawks. La bomba fue lo mismo. Ni el mismo Einstein soñó la maldad que parió aquel Enola Gay sobre el imperio del sol naciente. Ciencia, tecnología y defensa terminaron revolcadas en un ménage à trois muy costoso. No sé…, demasiado fatalista seguramente.

“Pasó de moda el Golfo como todo, ¿viste vos? Como tanta otra tristeza a la que te acostumbrás. Ahora vas comprando perlas truchas sin chistar, ‘calles inteligentes’ alemanas para armar y muchos marines de los mandarines que cuidan por vos las puertas del nuevo cielo”.

(Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, Queso Ruso)

Hoy finalizamos buscando en estrellas y religiones antiguas la lógica del destino. Las mismas preguntas, las mismas respuestas. Avanzamos hacia atrás, retrocedemos hacia el más allá, buscamos en conceptos primordiales una respuesta, ensamblamos religiones disímiles, leemos con la espalda, o tal vez odiamos a Dios, entre muchas otras acciones “posposmodernas”; y todo lo hacemos para no sentirnos culpables. Culpables de ser culpables. Lo más patético quizás es que yo mismo me veo humano, me siento humano, y estoy inmerso en la lógica de esa búsqueda. El alma miserable se siente culpable y se imagina un futuro mejor para sus hijos y nietos, sólo para paliar ese dolor de haber destruido lo que quedaba de esperanza. Esperanza patológica, gracias a la que, basados en simplemente el anhelo, creemos que el futuro será mejor.

1. “Él poseía aquella divina maldad sin la cual soy yo incapaz de imaginarme lo perfecto; yo estimo el valor de hombres, de razas, por el grado de necesidad con que no pueden concebir a Dios separado del sátiro”.

(Friedrich Nietzsche, Ecce Homo)

Dejá tu comentario

Forma parte de los que luchamos por la libertad de información.

Hacete socio de Caras y Caretas y ayudanos a seguir mostrando lo que nadie te muestra.

HACETE SOCIO