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Freire, Zorba el griego y el presupuesto para la educación

Por Marcia Collazo.

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Caras y Caretas Diario

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El otro día, en mi clase de Historia del Arte, comencé a abordar el estudio de Grecia. Para ello mostré varias obras de diversos períodos y pregunté a mis estudiantes cuál podría ser la característica principal del arte griego, en el contexto de la antigüedad, y en especial en relación a su gran inspirador, que fue el arte egipcio. Miraron, reflexionaron, consideraron y dialogaron. Hablaron del movimiento, del énfasis en el ser humano, de la búsqueda de la belleza, de la armonía, el equilibrio y la proporción. Todo estaba muy bien dicho. Después les mostré el final de la película Zorba el griego, esa maravillosa obra fílmica que reúne una multiplicidad de símbolos, entre los que se encuentra de modo muy especial la danza, que en la película viene a ser algo así como un exorcismo frente a las miserias y los obstáculos de la existencia, una hermandad que prevalece sobre lo diverso y, en suma, un concluyente acto de amor. Invité a mis alumnos a que corrieran los bancos contra la pared y bailaran, junto a Anthony Queen y Alan Bates. No se hicieron rogar. Salieron todos al ruedo, y abrazados, comenzaron a ensayar los pasos de ese baile, al compás de la música inmortal de Mikis Theodorakis. El aula, por un momento, vibró de una manera especial y alcanzó uno de esos puntos culminantes del proceso de enseñanza y aprendizaje que yo siempre consideré sagrado. En efecto, se trataba de un momento propio y singular, que era de ellos y sólo de ellos, en el que no solamente se transmite un saber o un conjunto de saberes, sino que se participa y se experimenta de un modo vivo y radical. Terminada la danza, volví a la pregunta anterior. ¿Cuál podrá ser la característica principal del arte griego? Y mostré nuevamente algunas imágenes. La respuesta fue esta vez unánime: la libertad. Y es cierto. Les comenté entonces que según el filósofo alemán Hegel, el espíritu humano avanza por la historia en búsqueda de un concepto supremo: el de la libertad. Los egipcios no eran capaces de verse a sí mismos como libres. Sólo uno entre todos podía serlo; ése era el faraón, el dios en la tierra. Los griegos dieron un paso más. Lograron verse a sí mismos como seres libres, aun cuando no reconocieron esa condición en los que no eran griegos (o sea, en los que llamaron bárbaros). Me parece que ni mis estudiantes ni yo olvidaremos nunca esa clase. El tiempo pasará, ellos seguirán con sus vidas, cursarán una carrera, aprenderán algún oficio, lucharán y trabajarán por sus sueños propios, y algún día, cuando necesiten recurrir a un recuerdo luminoso y en cierto modo salvador rememorarán cierto día en que todos juntos, abrazados, bailaron. He ahí, en un sencillo ejemplo, el valor y la importancia de la educación. El ejemplo se podría multiplicar por 1.000 o por 10.000, y siempre seguiría siendo revelador. ¿Revelador de qué? Del proceso íntimo, hondo, cotidiano, vinculante, razonante y casi invisible a los ojos de eso que llamamos formación. Una formación que en solitario no es posible, porque la educación requiere, por esencia, diálogo y transferencia de saber, diálogo y reflexión en comunidad, diálogo y ejercicio del logos, diálogo y comparación de problemas y de desafíos nuevos con problemas y desafíos antiguos. Sin embargo, el fenómeno tiene por lo menos dos caras: una que podríamos llamar pedagógica y otra relacionada a la economía y a la polítíca. En estos días en que se discute nuevamente en torno al presupuesto para la educación, lo que se muestra a la población es esta última faceta. Se enarbolan cifras y más cifras, porcentajes y más porcentajes. Se señala que el presupuesto otorgado a la educación, que no pasaba del 2 por ciento durante el gobierno de Luis Alberto Lacalle, ha crecido de manera exponencial durante los gobiernos frenteamplistas. Y todo es verdad. Pero no se tiene en cuenta, o no se manifiesta con el debido énfasis, que las conquistas en materia educativa necesitan, para implementarse y para desarrollarse, de un presupuesto sostenido, permanente y aun creciente; y que las conquistas presupuestarias, por excelentes que sean, no pueden detenerse ni postergarse, sencillamente porque su postergación equivale a la caída en picada de la formación educativa, lo que compromete de manera fatal e irreversible la calidad de vida, los proyectos y las visiones del mundo de las nuevas generaciones, y por ende de la sociedad toda. Y esa es otra de las cosas que siempre procuro enseñar a mis estudiantes. La educación formativa no es posible sin un presupuesto acorde. No pasa sólo por aumentar el salario docente, pero pasa también por ahí, ya que un maestro o un profesor obligado a trabajar 60 horas semanales para poder vivir no puede apostar a su propia formación permanente ni puede entregarse adecuadamente a su tarea: la de despertar en el estudiante la curiosidad crítica indispensable al acto de conocer, el interés por el riesgo y por la aventura creadora, y la práctica consistente en el análisis de su propia práctica, como dice Paulo Freire. Si no destinamos mayor presupuesto a la educación, no tendremos docentes verdaderamente formados y autónomos; continuaremos prisioneros del autoritarismo de los actuales sistemas educativos -que tampoco apuestan a su propia renovación formadora, que buena falta les hace- y de la casi absoluta falta de respeto -de la población en general y de las autoridades de la educación en particular- hacia la capacidad crítica de los docentes, y hacia la necesaria autonomía con la que deben orientar sus conocimientos y sus prácticas, ya que “una de las connotaciones del autoritarismo es el total descreimiento en las posibilidades de los demás”, como también expresa Freire. Un mayor presupuesto para la educación no solamente es indispensable para mejorar la calidad de vida de los trabajadores de la educación, sino también para implementar su adecuada formación, que no pasa por imponerles paquetes y más paquetes de manuales y de recetas, de consignas y de orientaciones verticales, o por priorizar a la famosa burocracia de la tecnología educativa, sino por profundizar la investigación y la reflexión científica y pedagógica en un marco de libertad y de participación verdaderamente democrática. Ello requiere, por supuesto, de la comunidad toda. Se necesita que la comunidad crea o vuelva a creer en la educación y en los educadores, tan vergonzosamente devaluados y castigados como tales, así como en su importancia para fortalecer el tejido social. Un mayor presupuesto para la educación necesita, para que sea real, efectivo y productivo, del consenso y aun de la fe de la sociedad toda. Pero para ello habría que empezar por cambiar en buena medida los paradigmas vigentes. Abandonar el autoritarismo inconducente que hasta ahora han ostentado los sistemas y las jerarquías de la educación, poniendo énfasis en los controles y en la vigilancia, al mejor estilo del panóptico de Foucault, en lugar de apuntalar las vías para una verdadera formación permanente, creativa, libre y centrada en las autonomías profesionales. Abandonar, entre otras cosas, el discurso facilista de culpabilizar una y otra vez a los docentes de todos los males de la educación, actitud que no solamente es falsa, sino además encubridora de las causas últimas de esos males. Abandonar, por último, la idea de que los estudiantes son sujetos pasivos, “cuyo único derecho se resume en el deber de estudiar sin indagar y sin dudar”, como señala Freire. Y no se diga que se escucha a los docentes, a los estudiantes, y a sus padres y madres. No se continúe confundiendo participación con falsa participación. La educación requiere de un nuevo pacto social que la abarque en la mayor amplitud de su misión transformadora de la sociedad, y para ello se necesita, entre otras cosas, pero ciertamente de manera vital, de mayor presupuesto.  

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