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Fútbol y espectadores en pospandemia

Por Rafael Bayce.

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Caras y Caretas Diario

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Aunque cada país y cada campeonato desarrolle su propia manera de resolver el regreso de la actividad, en conjunto con las autoridades sanitarias de cada circunscripción administrativa con jurisdicción y competencia local, hay algunos riesgos inherentes a los viajes que deben emprenderse con motivo de partidos y torneos, y no tanto en la disputa de los partidos en sí mismos.

En este sentido, dirigentes, periodistas y empresarios deportivos viajan más, contactan más gente y permanecen en distintos lugares en mayor medida que los jugadores y cuerpos técnicos. Por lo tanto, corren mayor riesgo de contagiar y/o de ser contagiados durante sus actividades, y eso debería tenerse en cuenta.

Veamos, por ejemplo, lo que acaba de pasarle a Flamengo de Río como consecuencia de su viaje a Ecuador para disputar un partido de la Copa Libertadores de América. Seis jugadores dieron positivo en coronavirus, y aunque todos sabemos a esta altura del partido que los test no son ni muy precisos ni muy confiables, forman parte de los disparatados protocolos que se han aprobado por doquier en el mundo y que deben ser respetados. Sobre todo porque los funcionarios locales vinculados consideran una cuestión de honor personal la exigencia a otros de las minucias protocolares más espectacularmente absurdas; se entiende, es su poder y no lo van a resignar así nomás.

Esta pandemia ha empoderado a una cantidad apreciable de oscuros anónimos que disfrutan de su poder de prohibirles cosas a personas socioeconómica y culturalmente mejor ubicadas que ellos/ellas en la pirámide social, y de exigirles distancias sociales o portar mascarillas. Lo que parece respetuoso celo profesional y admirable prudencia altruista es, en realidad, las más de las veces, una limpia revancha social del subordinado frente al superordinado, en una de las pocas ocasiones en que puede tener superioridad coyuntural sobre quien entra al local en el que sirve y donde tiene, excepcionalmente, más poder que él/ella.

Es semejante al perversamente comprensible placer del policía que, muerto de frío en una bocacalle, le señala al automovilista que viene con su calefacción a tope que tiene que desviarse; a su gesto autoritario le suma una seca negativa a explicar el porqué del desvío. Y esa es una venganza social mucho mayor aún porque implica: “No te dejo pasar y punto, a llorar al cuartito, y no preguntes mucho porque te llevo por desacato y por obstaculizar el desarrollo de una función pública en la que solo obedezco órdenes, sea por lo que sea”.

Pero volvamos a los jugadores de Flamengo en Ecuador, para jugar la Libertadores. Seis jugadores dieron positivo en Covid-19, se opine lo que se opine sobre los test. Y ahí empiezan otros problemas, que van mucho más allá de la disputa del partido. Quedan cuarentenados hasta que den negativo en futuros test, y no pueden viajar de vuelta a Brasil. ¿Cuántos de sus contactos pueden ser sospechosos de contagio y prohibidos de viajar? ¿Cuántos de sus contactos en Ecuador, en el hotel, negocios, etc.? ¿Quiénes y cuántos en Brasil, antes de viajar a Ecuador?

¿Se contagiaron en Ecuador? ¿O se contagiaron en Brasil y viajaron ya incubando la monstruosa infección que puede provocarles algún estornudo, como máximo daño, o bien pueden contagiarle algún estornudo a otro? ¿Quiénes pueden ser autorizados a viajar en medio de la hipocondría y el celo sospechoso de los funcionarios involucrados, como vimos? Nos hemos reanimalizado con esta trazabilidad creciente, que completarán cámaras públicas, GPS de celulares y aplicaciones con las que ingeniosos billonarios se enriquecerán, reinstalando la servidumbre y la esclavitud.

Porque esto que le pasó a Flamengo le puede pasar simultáneamente a muchos equipos del mundo, y puede trancar a mucha gente. Y no solo con motivo de viajes internacionales, sino de viajes intranacionales que implican cambios de clima y de entorno sanitario; en cada lugar, funcionarios empoderados por los protocolos esperan, sedientos, su turno de prohibir y obligar a minucias maximizables para poder justificar su altanero celo patriótico y humanitario, tan mal comprendido por los irresponsables que pululan. En el interior de Argentina, Brasil, Chile, Colombia, India, China, Indonesia, Estados Unidos, México, Canadá, debe haber cientos de protocolos distintos que juegan cada vez que algún peligroso forastero visita a los inocentes locales. Y más que nada a dirigentes, periodistas y empresarios deportivos, que deben viajar más que jugadores y cuerpos técnicos, lo más noticiable pero no lo más riesgoso. No hay tutía, porque la imbecilidad global impuesta supone que no hay nada más importante para la humanidad, ni nada más riesgoso para la salud, ni nada más digno de atención y recursos que la Covid-19, estupidez vergonzosa que cae por su propio peso a la menor detención reflexiva que se adopte; pero cada vez es menos frecuente en la humanidad eso de leer tranquilo, pensar y comparar alternativas. No hay tiempo para eso; las selfies y los memes urgen.

 

Espectadores no presenciales y el futuro de los estadios

Para qué dedicarle tanto terreno –muy valioso en determinados lugares donde se erigen estadios– a partidos que no necesitan más que el espacio de la cancha, quizás los vestuarios (dudoso) y unas pocas filas de tribuna para periodistas, dirigentes, funcionarios de la cancha y del partido, policías ejemplarmente inútiles para controlar improbabilísimos problemas, y algunos más que se imponen como importantes para garronear entradas y proximidad a los jugadores, además de disfrutar del placer exclusivo de aparecer furtivamente, como El Colorado en las trasmisiones periodísticas.

Porque no es solo el espacio de las tribunas, que nadie más ocupará si los médicos con su total ignorancia social siguen subordinando la vida social humana a un combate contra micro y nano enemigos arteros capaces de mutar en su saña, como los habitantes marinos de las profundidades o los soldados que deben pasar inadvertidos en combate o como indetectables cazas ‘stealth’. Es todo el espacio de estacionamiento para miles de autos y más miles de espectadores. ¿Para qué todo eso? ¿No será mejor vender esos espacios para negocios de bienes y servicios?

Es como los locales y campos de entrenamiento militar, que suponen que nuestros soldados se preparan para la Primera Guerra Mundial, para ataques de infantería y caballería en campo abierto, hasta con dudas sobre la participación que podría tener un pelotón de arqueros con sus flechas y un malón de paisanos con boleadoras –tan nuestros, che–; hasta con perros cimarrones al acecho por si acaso, como recomendara el prócer, para enfrentar a drones sin tripulantes y a máquinas estratosféricas de mortíferos rayos.

Los estadios seguirán teniendo publicidad estática, porque ya fue contratada y porque se pueden focalizar en las trasmisiones televisivas, visibles como fondo sin espectadores en los partidos. Si hubiera tableros electrónicos, servirían de soporte publicitario también. Si, como hemos propuesto en Caras y Caretas busque la columna este año, el arbitraje se pasa casi totalmente al conjunto de árbitros del VAR, eliminando los árbitros a nivel de cancha, los tableros tendrían nuevas funciones.

Si las tribunas sobrevivieran a la nueva normalidad, hay un buen negocio posible: alquilar o vender lugares con silla o no en las tribunas; quien pague tendrá una imagen suya en ese lugar, cara o cuerpo entero. Hasta podrían negociarse espacios para lacrimógenas imágenes con mascota y familia, en plazos variables y a pagarlos en cuotas. Como las butacas que se venden cuando se construyen los estadios, como parte de su financiación. Pero ahora sería un ranking de hinchas y un duelo de estatus tener imagen, de qué tamaño, con colores y alta definición; hasta puede haber candidatos políticos, o personajes o dibujitos de publicidad y propaganda.

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