La selección de fútbol sub-20 mostró un gran nivel de rendimiento colectivo y un plantel muy valioso como para compensar lesiones, suspensiones y coyunturas cambiantes. Mostró que se pudo haber llegado más lejos en el mundial de Corea 2017, pero que las posibilidades de llegar a la final o de campeonar se complicaron, en buena medida, en las definiciones por penales. Otra cosa que mostraron los juveniles fue la recuperación de una vieja y no tan noble tradición, la de agarrarse a trompadas con los rivales fuera de la cancha, extremo que necesita comentarios. Ese asunto de los penales Para entender el resultado de una serie de ejecución de penales, deben tenerse en cuenta al menos cuatro factores: la técnica individual, el duelo psicológico con el arquero rival, el peso de la importancia de lo que está en juego en cada ejecución y el monto de entrenamiento dedicado a los penales, para ese torneo en particular y en el desarrollo de los futbolistas. La técnica individual es clave al menos en dos sentidos: en el grado de perfección de ejecución del jugador y en la variedad de ejecuciones posibles que pueda desvirtuar certezas sobre los penales futuros. De modo general, los jugadores uruguayos no son técnicamente completos. Se desarrollan más por la vía de la mejor explotación de las virtudes naturales que por el desarrollo de virtudes complementarias; es un error en la formación que lleva a “no trabajar fundamentos” técnicos y físicos. Un jugador que, por determinadas características anatómicas, gira muy bien a su derecha, es llevado a explotar al máximo esa virtud, lo que es hasta cierto punto lógico, pero no se le cultiva el giro a la izquierda, que puede necesitar si el adversario se habituó al otro giro o si su conformación requiere el otro giro. Creemos que hay algo en la insuficiencia técnica de los uruguayos a nivel de alta competencia, aunque habría que poder evaluar el grado de suficiencia técnica de los rivales porque pueden ser más o menos insuficientes que los uruguayos. Las características físicas y técnicas de los jugadores hacen que haya tipos de ejecución mejor adaptados que otros. Hay jugadores que le pegan mejor con empeine interno que externo, bajo o a media altura, o alto; depende de cómo tomen carrera y de cómo pisen inmediatamente antes del contacto con la pelota. Como dijimos antes, hay que cultivar los tipos de toque de faltan y no sólo reiterar los que se dominan; claro, sin forzar demasiado las características anatómicas de los jugadores, que no siempre pueden ejecutar todas las formas de toque que serían necesarios para una técnica supercompleta. La función del entrenamiento en penales puede jugar un papel en la mejor funcionalidad de la técnica de ejecución. Por un lado, los ejecutantes se toman confianza en sus formas preferidas de ejecución y pueden hasta entrenar formas alternativas de remate, que pueden ser necesarias cuando hay que tomar penales durante el juego y luego en definiciones; y más tarde, atender los inexorables videos que registren las formas de ejecución a los efectos de la planificación de las reacciones de los arqueros en encuentros futuros. El entrenamiento ayuda a cambiar la forma de ejecución, dando algún respaldo para un necesario cambio eventual. Sin embargo, hay quienes sostienen que el entrenamiento de los penales ignora dos de los peores problemas que deben enfrentarse en los partidos reales: el duelo psíquico con el arquero y la importancia de lo que está en juego con cada ejecución. Este punto de vista sostendría que el entrenamiento –sin estas exigencias psíquicas– puede redundar en una falsa confianza del ejecutante de entrenamientos, que se encuentra súbitamente con los problemas de la fuerza psíquica del arquero, sobre todo con todo lo que está en juego, en condiciones de ventaja técnica, pero de desventaja anímica, porque al arquero se le pide menos que al ejecutante en esas situaciones.
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Para entender el resultado de una serie de ejecución de penales, deben tenerse en cuenta al menos cuatro factores: la técnica individual, el duelo psicológico con el arquero rival, el peso de la importancia de lo que está en juego en cada ejecución y el monto de entrenamiento.
Muy poco inteligentes, en todo sentido, fueron las declaraciones del futbolista Rodrigo Amaral luego de su segundo penal errado: “No es de cagón; no se me da”. Habría que explicarle que ejecutar un penal no es jugar un Cinco de Oro, que hay muy pocos imponderables y siempre se puede investigar por qué se erran. “No tenemos nada que reprocharnos porque lo dejamos todo”, siguió diciendo Amaral. Parece no entender que el fútbol no es una competencia moral de entrega, que es un deporte que se define ganando uno contra uno o clasificando en un grupo colectivo. Mejor si se “entregan”, pero para participar por un país en un mundial, no es suficiente con “entregarse”. Amaral erró dos penales y no acertó ninguno; De la Cruz erró tres y convirtió uno. Sería mejor, en el futuro, que las direcciones técnicas se los encomienden a otros porque “no se les da” a pesar de la “entrega” que ponen al patear. Trompadas en el hotel No toda gestualidad agresiva resulta en agresividad física. En algunos casos hasta juega un papel catártico, de violencia simbólica, de “bravata” en el sentido de Goffman, de simple expresión de una identidad que sólo se manifiesta plenamente frente a una alteridad rival. Los ingleses tuvieron que anular una ley que limitaba cánticos, músicas y gritos porque, entonces, los enfrentamientos se daban fuera del estadio, con grupos más numerosos en la disputa; acá todavía estamos pensando en hacer lo que los británicos descartaron hace 30 años. Los estudios de psicología social no han sido conclusivos sobre el papel de la violencia verbal y sonora para la producción de violencia física. Hay tres resultados posibles: indiferencia mientras cada uno hace su juego; catarsis y despotenciador de escalada agresiva; desencadenante de agresividad violenta. Por tanto, no se debe asumir alegre y desinformadamente que gesticulaciones, cantos y banderadas aproximen a una confrontación directa posterior. Esto impide que se formule una ley general sobre algo que sólo un análisis muy fino puede resolver. Lo que parece claro es que la provocación del futbolista venezolano Adalberto Peñaranda y algunos de sus compañeros de selección, inmediatamente después de la derrota uruguaya por penales, es del tipo de las conducentes a una escalada de agresividad. Sucedió cuando la emotividad del encuentro todavía estaba caliente en corazones y mentes; refiriendo, no a circunstancias abstractas de hinchismo genérico, sino a la eliminación de una final mundial en circunstancias muy emotivas, como lo son partidos gruesamente parejos, con alargues y penales.
Los ingleses tuvieron que anular una ley que limitaba cánticos, músicas y gritos porque, entonces, los enfrentamientos se daban fuera del estadio, con grupos más numerosos en la disputa; acá todavía estamos pensando en hacer lo que los británicos descartaron hace 30 años.
En este sentido, comprendemos la reacción de los futbolistas uruguayos. El historial registra varios episodios similares y es bueno subrayar que los uruguayos son poco afectos a esas provocaciones a los perdedores cuando han sido ganadores. Por eso mismo, reaccionan con fuerza a la bajeza de la burla, la humillación y la provocación. Quizás la imagen señera de Obdulio Varela, conmiserándose de la tragedia de Maracaná y yendo a recorrer desolados boliches cariocas luego del partido, pueda ser un antídoto simbólico que tenga peso en el imaginario moral. Los uruguayos no solo reaccionan a burlas, humillaciones y provocaciones; también castigan moralmente a alguien que manifiesta su maldad haciendo eso, que “no se hace, che”.