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Zona de riesgo: Vivir y trabajar en el hospital Vilardebó en tiempos de coronavirus

La llegada del Covid-19 marcó un quiebre importante puertas adentro de un hospital que desde siempre fue visto por buena parte de la sociedad como un depósito de seres incómodos, puros estorbos. Allá ellos, acá nosotros.

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Caras y Caretas Diario

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Por Alfredo Percovich

Las rejas en la calle Millán 2515 marcan el inicio del encierro. Se supone que esos hierros delimitan dónde queda la locura y dónde la normalidad.

El hospital Vilardebó se inauguró en 1880 y según consignan los libros de registros de pacientes, los ingresos de hombres comenzaron en 1882 y dos años después, llegaron las primeras mujeres que fueron hospitalizadas.

Para muchos, ese lugar siempre fue el manicomio, no un hospital. Se suele decir que las indecencias mayores siempre tienen que ver con el egoísmo. Tal vez por ello, en cierto lugar del imaginario colectivo, en ese hospital no hay camas con pacientes, sino ataúdes sin tapa.

Pasan los años, pasan los siglos, pero hay desprecios que no cambian.

«Yo sigo sintiendo que me miran raro cuando digo que trabajo en el Vilardebó. Y desde que  tenemos pacientes infectados con este virus, mucho peor». Rodney trabaja en el área de insumos y materiales. Es uno de los responsables de que no falten los implementos necesarios para cuidar a los pacientes y al personal. Habla con tanto respeto y cuidado que no hay proveedor que le niegue lo que solicita para cubrir las necesidades del hospital, especialmente en este tiempo de coronavirus. De todos modos, admite que hay proveedores temerosos que tienen miedo de contagiarse y buscan formas alternativas para hacer llegar los insumos. «Algunos están temerosos igual que nosotros, lo que sucede es que acá tratamos de llevarla porque hay que sacar esto adelante».

Rodney está esperando que le den el resultado de su test. Siente que la llegada del virus en cierta medida le hizo bien porque ahora es más cuidadoso y trata de ser aún más responsable,  especialmente con los demás.

Hasta el momento, en el Vilardebó hay 48 casos positivos. La cifra de funcionarios y personal de salud infectados en el hospital asciende a 20. Sin embargo, Rodney está convencido que más tarde o más temprano, todos serán positivos. «A todos nos va a llegar. Hoy o dentro de un año o dos, a todos nos va a tocar, así como vino el sarampión, la varicela, ahora llegó el Covid-19. Nuestros nietos serán vacunados de manera simple y seguiremos adelante». Esa forma natural y pulcra de explicar la vida dentro del hospital psiquiátrico adquiere una dimensión un poco más cruda cuando se trata de hablar de su barrio, la cuadra, el almacén y sus esquinas. «Yo ya estoy estigmatizado, trabajo en el Vilardebó. Para mí es un honor, pero para una parte de la sociedad es un horror».

Muchas veces la distancia social es más grande y profunda que la que indican las pautas  sanitarias.

«Hoy es el cumpleaños de mi hija y como todavía no tengo el resultado de mi test y trabajo en una zona de riesgo, no la voy a poder abrazar. Voy a verla a distancia, cerquita, pero manteniendo la distancia requerida y el beso y el abrazo quedarán para otro día».

 

Palabras ocultas

Joana trabaja en el turno nocturno en puerta de Emergencia del hospital Vilardebó.

Las noches de ahora son un poco más complejas que lo que han sido durante todos estos años desde que llegó al hospital, hace ya más de una década. «Ahora el miedo está presente en nosotros». Cuando la vida del planeta cambió para siempre, Joana y su familia decidieron, de común acuerdo, dejar de mirar los informativos. «No nos sirve ver todo el tiempo eso así, de la manera que lo muestran».

La noticia de los primeros infectados dentro del hospital fue un golpe duro para ella y su familia. Tuvo miedo por su hijo chiquito, de un año y medio. Después, con el paso de las horas, se apoyó en otras compañeras y compañeros de trabajo que sentían los mismos temores que ella. Había que seguir y volver cada noche a la puerta de Emergencia a enfrentar la realidad. «Es muy difícil hacerle entender a un paciente psiquiátrico infectado de coronavirus que no tiene que acercarse, ni saludarte con un beso, ni abrazarte, es complicado. Entonces, lo que tuvimos que hacer fue educar, hablarles». Según Joana, es difícil trabajar así. Y en cierta forma, las medidas de prevención que envuelven a las trabajadoras y trabajadores de la salud pública «como si fueran astronautas» ayudan a que ellos puedan comprender lo que sucede. Con palabras tenues, gentiles, dulces, Joana explica que los pacientes quieren hablar, abrazar, saludar, preguntar. «Siempre fueron estigmatizados y discriminados y ahora que algunos están infectados, mucho peor».

Como contracara, la llegada del coronavirus generó un mayor espíritu solidario entre quienes trabajan en el Vilardebó. «Nunca imaginé ver a algunos compañeros y compañeras dar tanto de sí por los demás en circunstancias en las que naturalmente hay miedo a lo desconocido. Nos damos ánimo entre todos, sobre todo a quienes van a las salas más contaminadas y le ponen el pecho a esta situación. Son como robles que están trabajando acá día y noche».

 

Oscuridad y resplandor

La construcción gris, decadente por fuera y por dentro, en su aspecto estructural visible transmite desidia y abandono. Adentro, por sus pasillos, patios y escaleras, deambulan vidas rotas. Van y vienen. Se les puede ver solos, solas, con cierto temor observando todo desde rincones escondidos o confundiéndose casi imperceptibles con las manchas oscuras del lugar.

A veces se escuchan risas. Alguna broma grotesca causa una carcajada exageradamente estridente. Un segundo puede durar una eternidad allí dentro.

Atravesando el edificio y bajando la escalera que lleva a la cocina, un grupo de limpiadoras conversa en silencio. Apenas balbucean palabras fugaces. La espera del resultado del test se les hizo eterna para saber si estaban infectadas o no. De todos modos, ahí están. Ellas sienten que falta el reconocimiento de la sociedad para mucha gente que realiza tareas imprescindibles para la sociedad, especialmente en los hospitales. «Nosotras estamos limpiando todo el tiempo allí donde están los infectados y arriesgamos todo y nadie nos aplaude en los balcones. Es como que no existimos».

 

Desencuentros

Las paredes mohosas, resquebrajadas y golpeadas conservan gritos de vida, amor y locura.

En las salas, hay un mundo infinito de almas. Cada mañana, tarde o noche, las auxiliares de servicio cumplen sus tareas, en cada una de las áreas. Allí también el mundo es ancho y ajeno.

En las salas, se escuchan los quejidos, impactan los silencios.

Paula trabaja como auxiliar de servicio en las salas 7 y 8, que son las de infectados.

Dice que desde la llegada del coronavirus al hospital, con sus compañeras se cuidan entre todas. Se dan ánimo y se protegen. Y que trata de hacer lo mismo con su familia para que no se pongan nerviosos y que una de las formas que encontró es que vean poca tele, especialmente pocos informativos. «Lo justo y necesario» porque la tele «es un loquero».

Cuando fue informada de que tenía que desempeñar sus tareas diarias allí, con los infectados de Covid-19, sintió un poco de miedo, «pero alguien tiene que hacer este trabajo y pensar en los que están mal y nos necesitan. Lo feo es que a nosotras no nos nombran. No nos incluyen en los aplausos. Las auxiliares de servicio trabajamos en la primera línea y no en la última. Estaría bueno que nos incluyeran junto a los médicos y enfermeras en los reconocimientos porque es importante el trabajo que hacemos. Y somos un gran equipo acá en el hospital».

 

Los olores  

En las enormes ollas del Vilardebó se prepara la comida para unas 300 personas. Allí, con todas las precauciones indicadas, se gestionan los alimentos y se elaboran bandejas variadas, sanas y equilibradas.

Natalia es licenciada en Nutrición y es la responsable del sector producción de cocina. Trabaja allí desde el año 2009 y también realiza tareas en el sanatorio Canzani del BPS. Desde el primer día tomó todas las precauciones personales por su trabajo y su familia. «Es como una responsabilidad doble la de tratar de disminuir los riesgos de contaminación al mínimo posible». Cuando Natalia llega a su casa, lava todo. Ropa, objetos, bolsas, todo. Corre al baño y comienza un proceso propio de higiene y lavado cotidiano antes de decir “hola, ya llegué”. Vive en un edificio de gente “tolerante” que -hasta el momento- ha sido respetuosa. «Por ahora no me pegaron carteles ni nada (risas)». Ella sabe que en su edificio viven otros profesionales de la salud que tampoco fueron objeto de acoso ni agresiones, tal como ha sucedido en otras partes. «Se ve que, además de ser buenos vecinos, nos tienen cierta consideración».

A Natalia desde chica le gustaba Medicina, pero no pudo estudiar la carrera porque le implicaba demasiadas horas y, como tenía que salir a trabajar, buscó otra opción. Una vez que logró recibirse de licenciada en Nutrición, salió a buscar trabajo en lo suyo. Sus primeros trabajos fueron todos honorarios, con adultos mayores, en espacios con fuerte perfil humano y social.

Natalia asegura que el virus cambió la dinámica de trabajo en la cocina del Vilardebó. Los cambios mayores se produjeron en los vínculos interpersonales y en la manera de relacionarse. Ya no más abrazos ni saludos afectuosos de besos y apretones de mano. En cuanto a lo estrictamente alimentario, siempre las normas estuvieron claras y si bien ahora se toman mayores recaudos, los cuidados y la higiene siempre fueron parte de las rutinas del trabajo en la cocina.

Aquel viernes 13, cuando se conocieron los primeros casos de coronavirus en Uruguay, Natalia no se encontraba en el hospital. Sin embargo, cuando el lunes se reintegró al trabajo, le sorprendió que ya había un despliegue preventivo importante a la entrada. «Con triage y control médico sobre posibles síntomas, te tomaban la fiebre, te consultaban cómo te sentías y te entregaban un folleto con indicaciones. Eso sí me sorprendió. Fue como una señal que te daba el hospital al ingresar a trabajar de que vos le importabas a alguien».

 

Máxima seguridad

Para el personal de la sala 11, espacio de máxima seguridad del Vilardebó, las tensiones son parte de la rutina diaria. Allí los recaudos son asunto cotidiano. Aunque ahora todo es un poco más riesgoso. Pablo dice que se siente cuidado y que muchas conquistas en materia de prevención y condiciones laborales las ha logrado el sindicato. «Tenemos todo lo que necesitamos en materia de mamelucos, tapabocas, guantes, alcohol, todo; en ese aspecto, trabajamos tranquilos y es un logro importante a nivel sindical que hemos obtenido». De todos modos, siempre falta algo. Según Pablo, se está sintiendo la falta de recursos humanos, y en estas ocasiones, eso es un problema. «Cuando faltan recursos humanos, quedamos regalados».

El trabajo en un área de alto riesgo supone una lógica de tensiones que en cierta medida ya tiene acostumbrados a estar alertas a quienes trabajan allí. «Acá no somos héroes ni nada, a los pacientes los tratamos igual todo el año, solo que ahora tenemos otras medidas sanitarias de seguridad. Pero no venimos gratis acá, nos pagan y tenemos que cumplir con nuestro trabajo».

Cristian también trabaja en la sala 11 y está «un poco preocupado» por su hijito de tres años y su esposa. «No quiero llevar el virus a casa», pero es apenas una sensación que va y viene. «Acá nos cuidamos y cuidamos a los demás, porque es nuestra responsabilidad y porque es la profesión que elegimos para nuestra vida, pero no podemos caer en esa paranoia que hay por todas partes porque es demasiado lo que están diciendo».

No solamente la sala 11 es un sitio especial en la estructura del hospital, sino que, en realidad, todo el Vilardebó es especial. Cada espacio tiene su lógica y las distintas realidades conviven en un ámbito repleto de miradas tristes. «Este hospital es diferente a todos y si el virus no se propagó más, fue gracias al trabajo de los compañeros y compañeras. Y esos sí que se merecen aplausos, muchos se han quedado fuera de horario colaborando con los demás, metiendo para adelante, surgió una preocupación inmediata muy solidaria con todos los demás».

En la sala 11 el panorama es desolador. Lo es para cualquiera que no esté acostumbrado a vivir ese entorno de encierro con aquellos que cruzaron todos los límites imaginados.

En cada celda están alojados pacientes que provienen de cárceles, hay violencia muy marcada en sus historias y, según explican los funcionarios, cuando se satura el pabellón de las personas con patologías psiquiátricas que se encuentran privadas de libertad, son derivados a este espacio.

Hace seis años que Cristian trabaja allí. Dice que ya nada le asombra y que conoce hasta la forma de caminar de los pacientes. «Los ves caminar y te das cuenta si están bien o si hay un problema latente. Pero no difiere mucho de lo que pasa en la calle. Capaz que la calle está más complicada que acá. Estos pacientes tienen hábitos carcelarios y eso es un hecho distinto, pero, por lo demás, es un lugar con cosas buenas y malas».

 

Sala 10

Martín ingresó al hospital hace 21 años, cuando tenía 21 años de edad y estaba de novio con su actual esposa, con quien tienen dos hijas de 16 y 18 años. Como familia, tomaron la decisión de hablar del tema y no guardarse nada. Ellos como pareja les explicaron a sus hijas que hay riesgo cierto y real y que posiblemente ellos primero y ellas después se enfermarán. «Ellas lo aceptaron y apoyaron, porque dijeron que había que seguir adelante. Se criaron en este entorno, la más grande estudia Medicina y ambas saben que esto es parte de nuestra vida». Para Martín, el hospital siempre tuvo un perfil solidario entre sus trabajadores, «pero ahora se fortaleció bastante y ojalá que ese espíritu quede, y que salgamos mejor como sociedad». Él está seguro de que así será.

 

La espina y la flor

Casi nada en la vida es lineal y fácil de entender. Somos lo que somos, como podemos ser y vamos cargando, obstinados y persistentes, con viejos nuevos prejuicios, de acuerdo a nuestro grado de tozudez.

La estigmatización y la discriminación campean por nuestra sociedad y quienes pasan sus días y noches en el hospital Vilardebó -incluso trabajando- conocen de ello.

Nunca se sabe con qué nos sorprenderá la vida a la vuelta de sus recovecos inexplicables.

Una de las pocas certezas que tenemos es que una vez que se cruza esa reja de entrada en Millán 2515, allí se encuentra un mundo duro. Donde -por ejemplo- las mujeres se amontonan en camas de hierro, con miedo en sus ojos,  miedo en sus manos y miedo hasta en sus dibujos. Ellas caminan lento con su paso tembloroso sin saber a dónde ir. Ver allí a tantas muchachas y muchachos jóvenes llenos de sueños perdidos, vidas jóvenes acurrucadas en sus camas horrendas, a plena luz del día, tratando de navegar por sus pesadillas reales, golpea el espíritu hasta del más templado. También ahí se libran batallas conmovedoras por la vida.

Al Vilardebó ingresó el virus más temido de nuestras vidas y ahora allí también tendrán que pelear contra ese demonio.

 

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