Texto: Daniel Alejandro
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Si en una novela la ficción está presente, por qué no en un reportaje. La pandemia nos obliga a una charla a distancia, en la que se pierden los silencios, los gestos, las emociones. Es parte de aceptar las reglas del juego, cuidarnos para también cuidar al otro. Pero si hay algo que jamás podrán robarnos, es la imaginación. Cierro los ojos por unos minutos y viajo a Marazul, el balneario del protagonista de esta apasionante historia. El comedor del hotel está vacío, solo un hombre y un café, una hoja y una pluma. Tras él se delinea una sombra que no coincide con su silueta; es la de un viejo de nariz aguileña que sostiene un gran bastón. A la vista de los mortales, el emblemático Hugo Burel se encuentra redactando las líneas de lo que probablemente será un nuevo éxito literario. Y entonces pude visualizar lo que alguna vez me ha confesado: la escritura es un amor solitario. Aunque, por suerte, compartido.
¿Cuál era su mayor ambición a los 18 años?
Tenía muchas. Tocar la guitarra y que mi banda progresara, enamorarme de muchas chicas, jugar bien al fútbol, salvar los exámenes de preparatorios para entrar a la Facultad de Derecho. Dibujaba y quería ser pintor. Me interesaba la publicidad. A esa edad las ambiciones y los sueños son lo mismo, y la adolescencia es el tiempo de soñar con lo que querés ser. De esos sueños que te mencioné no todos se cumplieron, pero por suerte los más importantes sí, junto con otros que vinieron después.
¿De alguna manera se paga un precio por la ambición?
Por todo se paga un precio, aunque no lo sepamos, en el sentido que los logros auténticos siempre implican un esfuerzo, cierta entrega y postergar otros caminos que pudimos elegir. El secreto es no equivocarse en las elecciones que hacemos, al menos en las trascendentes.
¿Y a usted qué precio le ha tocado pagar?
No tuve nunca una vida fácil, si a eso te referís. He emprendido muchas aventuras y peleado mucho por lo que tengo, y no me refiero a lo material. Logré una Licenciatura de Letras, desarrollé una profesión -publicitario, diseñador gráfico-, fui empresario y docente, me casé y formé una familia. Y por supuesto desde que tenía 23 años no he dejado de escribir. Tengo una obra extensa que reivindico y he ganado algunos premios con ella. Todo eso me ha costado mucho, pero nunca pregunté el precio.
Para quienes aún no han leído El árbol de la ambición, ¿qué lo llevó a escribir esta historia?
En el posfacio del libro lo cuento, esa pregunta la contesto en la propia edición de la novela. Es una historia que se inicia con uno de mis primeros cuentos, “La alemana”, publicado en 1983 en mi libro Esperando a la pianista. La primera parte de la novela desarrolla esa historia del cuento, con algunos cambios y una mayor reflexión sobre los personajes. El resto es la continuación del argumento del cuento, que nunca me dejó del todo conforme, pese a que en su momento algún crítico lo elogió diciendo que era una historia onettiana con un final que daba vuelta como un guante la posible conclusión que le hubiera dado el maestro. Pero, en esencia, “La alemana” fue mi primera incursión en lo que sería el noir o serie negra. Después hubo un proyecto fílmico que no se concretó y para el cual escribí varios guiones. Lo iba a dirigir mi amigo Gerardo Herrero, que fue el que realizó El corredor nocturno, sobre mi novela. Creo que con El árbol de la ambición esa historia iniciada con “La alemana” ha quedado concluida.
¿Es pura ficción?
La ficción pura no existe, al menos para mi concepción de la escritura. Siempre está presente el autor en la trama y en los personajes, repartido y oculto, camuflado en varias voces y personalidades. De modo que si bien es ficción, hay muchos detalles que surgen del inconsciente, de vivencias que adquieren una nueva significación al incorporarlas a la historia. Hasta los sueños suelen ser un insumo, el privado y personal mundo onírico o las huellas de lecturas y hasta de situaciones anodinas que recuperamos para imponérselas a algún personaje. Todo forma parte de ese extraño depósito al que el autor recurre muchas veces sin tener conciencia de lo que hace. Eso forma parte del formidable misterio de escribir.
Y nuevamente Marazul se hace presente, su lugar inventado.
En ese primer libro de cuentos en el que publiqué “La alemana”, fundé ese balneario oceánico ficticio que se llama Marazul y que después aparece en otros cuentos -“Marina”, “Solitario Blues”, “Indicios de Eloísa”- y en el final de una novela, El autor de mis días. Es muy tentador para un escritor inventar su lugar propio imaginado, como Macondo, Yoknapatahwa o Santa María, por citar los más obvios. Es un recurso que implica desligarse de lo real sin dejar de ser realista. Además, la literatura de ficción necesita más de lo verosímil que de lo verdadero. En mi caso, yo conocí de niño un edén oceánico que era La Barra de Maldonado de fines de los años 50. El mar, la naturaleza, la soledad, el decurso de los días veraniegos sin otra obligación que jugar y ser feliz. Marazul es una cifra del paraíso perdido, pero también un intento de crear, o mejor dicho recuperar, un tiempo y un espacio únicos, por supuesto que como escenario de mis ficciones.
Si dependiera de usted, ¿le gustaría pasar sus últimos días en un lugar como Marazul?
Creo que no hay ya un lugar así en nuestra costa porque todo ha sido invadido, loteado, construido y vuelto a construir. La Barra es un ejemplo visible de ese proceso. Y bueno, tal vez el desafío sea encontrar ese lugar fuera de la ficción, es decir, en la realidad. Lo importante, en ese caso, sería la búsqueda, ¿no?
¿Qué tres libros se llevaría con usted para Marazul?
No incluyo ninguno mío. Me llevaría El hacedor de Jorge Luis Borges, Los adioses de Onetti y El largo adiós de Raymond Chandler. Después negociaría con algún contrabandista para que me llevase algunos más.
Seguimos soñando: ¿con qué escritor le gustaría tener una charla sin fin en el único bar de Marazul? Puede estar vivo o no.
Con Borges, sin duda. El único bar de Marazul que funciona es el comedor del hotel. Aunque en algún cuento el hotel está cerrado y tapiado para siempre. Salvando esa dificultad -asumo que los finados como Borges pueden atravesar las paredes-, nos tomaríamos alguna grapita.
Y más allá de hablar de literatura, ¿de qué le gustaría conversar con él?
Contarle que a partir de la lectura de El hacedor, quise ser escritor. Y que con mis amigos Roberto Jones y Álvaro Ahunchain hace unos años disfrutamos como locos haciendo La memoria de Borges, que hasta en Chicago se representó. Roberto actuando de sí mismo y como el maestro, y Alvarito dirigiendo para que mi texto crease en escena la ilusión de que Borges estaba ahí gracias al talento actoral de Jones, en el mejor papel de su carrera.
Sus últimos libros van por el género de la novela negra. ¿Es por un tema comercial o realmente se enamoró de ese estilo de literatura?
Si fuera por lo comercial, escribiría un libro que se titulara Cómo hacerse millonario o Dígale basta a la covid. No es por el lado de la venta o la moda que he llegado al género negro. Ya dije que en mi primer libro está presente y después lo seguí desarrollando casi sin darme cuenta, aunque mi literatura ha indagado en otras posibilidades como la novela de ficción histórica Los inmortales o la reciente La misteriosa muerte de Eleanor Rigby, homenaje a los Beatles y al policial clásico inglés. El corredor nocturno es un thriller y Diario de la arena una alegoría de la dictadura ambientada en un páramo de arena. Ya con El desfile salvaje accedo con plena conciencia al género negro. Sin dudas que ese género me atrae y a la vez me facilita hablar de muchas cosas que van más allá del esquema y entran, creo, en lo existencial. Siento que en El árbol de la ambición he logrado un noir que rinde tributo a James M. Cain y al cine de Robert Siodmak, por ejemplo. Pero eso llevado a una geografía y una época muy reconocibles para los lectores uruguayos. Sobre toda otra consideración he logrado una novela que fundamentalmente entretiene mientras la lees.
¿Cuál es su autor preferido en ese género y qué novela de él recomendaría?
Tengo muchos. De los clásicos, Chandler, Hammett, Cain, Margaret Millard, Patricia Highsmith. De los actuales me gustan mucho Fred Vargas, Pierre Lemaitre, Nick Pezzolatto y Dennis Lehane. Por supuesto que James Ellroy es obligatorio, en especial Mis rincones oscuros, en que relata su investigación del crimen de su madre. A un principiante recomiendo leer El largo adiós de Raymond Chandler. Yo la releo cada pocos años y siempre es distinta y fascinante.
Más allá de los cuidados, ¿cómo enfrenta en lo personal la pandemia?
Con mucha prevención e información. Esto es algo serio, aunque algunos compatriotas todavía no lo entienden y actúan como verdaderos “covidiotas” cómplices del virus. La pandemia es planetaria y solo puede ser paliada, espero, con la vacuna. Pero todavía falta para que llegue y, por las cifras que trascienden aquí, se complicó mucho. Por alguna razón vos estás en tu casa y yo en la mía mientras transcurre este reportaje.
¿Cómo se le gana a la soledad y al miedo?
Aceptándolos. El mecanismo de la aceptación y el aprendizaje de la serenidad, algo zen y difícil de incorporar y entender para un occidental, y más aún para un rioplatense. El miedo es un mecanismo de defensa, no lo olvidemos. Miedo, no pánico. Sin el miedo los humanos no hubieran evolucionado ni sobrevivido. La soledad es parte del ser esencial. En alguna medida siempre estamos solos. Los sentimientos positivos, amor, solidaridad y compasión, nos ayudan a sobrellevar la soledad, pero esta nunca desaparece.
¿Cree que la pandemia quedará para siempre?
Lo que quedará es la sensación de vulnerabilidad, desamparo y angustia, por esta y las próximas pandemias que la humanidad deberá enfrentar. El tapabocas se convertirá en algo que formará parte de la indumentaria, como en una época lo fue el sombrero. Hay una bisagra civilizatoria que surgió en este 2020 y nada volverá a ser lo que fue. Pensar en una “nueva normalidad” es una esperanza y una expresión tonta y superficial. Nada será normal y lo que surja exigirá que nos adaptemos o perezcamos esperando el eterno retorno de un mundo que no regresará. La estrategia será adaptarse y aprender a vivir otra vez, sin las certezas ni los hábitos que de alguna manera nos llevaron a la situación actual. Pese a todo y como dijo William Faulkner en su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura en 1949, el hombre prevalecerá. Me refiero a la humanidad, aclaración a la que me obliga el feminismo malentendido y los alquimistas del lenguaje inclusivo.