Me entero por estos días de que el Voyager I continúa, 35 años después de haber salido de la superficie terrestre, su viaje a las estrellas. Salió después de que Pinochet diera su sangriento golpe de Estado en Chile, y antes de la guerra entre Irán e Irak. Mientras viajaba ocurrieron, además, la guerra entre Camboya y Vietnam, la de Mozambique, la de Afganistán, la de Uganda, la del Líbano, la del Golfo en Irak, la de Bosnia, la de Chechenia, la del Congo y la de Etiopía, por mencionar sólo algunas. Las noticias “espaciales” dicen, entretanto, que tarde o temprano el Voyager I se despedirá del sistema solar e ingresará en un nuevo ámbito del espacio. Será la primera vez que el ser humano logre, directa o indirectamente, traspasar esa frontera de lo desconocido, la misma que ha llenado a la gente de una angustia indescifrable ante la magnitud del más allá. Pero ¿qué es el más allá? No se sabe, por supuesto, pero así hemos denominado desde los albores de la cultura humana a ese mundo inapresable en el que colocamos la dimensión de la vida después de la muerte. Sea como fuere, lo cierto es que el Voyager I y el Voyager II salieron de nuestro planeta, en una verdadera exhalación de energía, en 1977. Sólo se sabía eso: que salían disparados, potentes y rectilíneos. En cambio, nadie podía predecir qué destino tendrían, si lograrían sobrevivir en el sistema solar y, en caso afirmativo, por cuánto tiempo lo harían. A estas alturas, han recorrido miles de millones de kilómetros en diferentes direcciones. El Voyager I, dirigido hacia Saturno y Júpiter, se fue, como quien dice, hacia el centro de la nada: viajó y viajó hasta tocar la burbuja de plasma caliente que marca el fin de la Vía Láctea; está en la actualidad a unos 17.000 millones de kilómetros del sol, en tanto que su gemelo se encuentra a unos 15.000 millones de kilómetros de este. Las cifras hielan el alma, nublan el entendimiento y ahondan, de algún modo, el agujero negro que todos llevamos dentro: el de nuestros temores ancestrales ante la más vasta de las incertidumbres. Esto sería, a grandes rasgos, ese más allá al que los humanos han cargado de interpretaciones múltiples, y aunque se trata de un tema tan impresionante como eterno, en este momento me interesa más preguntarme sobre el más acá. Albert Einstein se preguntó qué le sucedería a un hombre que viajara montado en un rayo de luz; parece que lo consideró desde una edad temprana y semejante interrogante bien pudo haber sido el disparador primero de su teoría de la relatividad. A Einstein se atribuye también la frase: “Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana”. En el más allá se ubica el espacio sideral innominado, y frente a este, el espíritu se conmociona en algún grado; pasa del romanticismo a la cursilería; del miedo a la creencia en la inmortalidad; del misterio que rodea el fenómeno de la vida y la muerte a la idea de que -desde alguna estrella ignota- los seres queridos que ya han partido nos guían y nos contemplan. De una punta a la otra de este concepto florecen diversas actitudes frente a la inmensidad de lo desconocido, desde las hipótesis científicas hasta los postulados de la fe o las teorías del nihilismo y sus variantes. Hay de todo cuando de incógnitas se trata. Pero en lo relativo al más acá es donde se desenvuelve la faceta más trágica y patética del animal humano, que mientras se pregunta por cuestiones tan trascendentales como el universo y sus fronteras, el sentido de la vida y el fin último de la existencia humana, demuestra una capacidad infalible para destruir sistemáticamente al prójimo -lo cual significa el otro pero también uno mismo- de todas las formas imaginables. El odio y la venganza, la intolerancia, la soberbia, la hipocresía y el individualismo rampante, que incluye el recelo irracional hacia ese otro que percibimos como amenaza, no son sólo un asunto de políticas de estado, de líderes de masas, de gobiernos, de terrorismo y de enfrentamientos bélicos; son también el ingrediente principal de los vínculos humanos en cualquier parte del mundo, ya se trate de ensayos con bombas atómicas o de opiniones periodísticas, de concursos académicos o literarios, de campeonatos de fútbol y de duelos de variado calibre entre distintas ideologías. Está quien cree poseer la piedra filosofal de la inteligencia, y arremete contra el mundo bajo la convicción de que, en efecto, todos los demás son idiotas de solemnidad. Está quien adolece de una irrefrenable ansia de poder y cree que su misión en este mundo es exterminar a todo el que se oponga -o aparente oponerse- a su designio. Está quien se considera juez infalible y omnímodo frente a cualquier acto ajeno susceptible de entenderse como desliz, tropezón o error humano. La lista podría continuar, y para colmo todas estas facetas se mezclan y se revuelven de continuo en una especie de cóctel infernal cuyos resultados, desde la escala individual a la colectiva, suelen ser letales. Hace ya varios meses que el planeta todo se estremece entre las ínfulas guerreras y las bravuconadas delirantes de Donald Trump, por un lado, y de Kim Jong-un, el líder norcoreano, por el otro. El estadounidense, que siempre aparece en las fotografías en actitud de grito y de gesticulación exasperada, lo cual no deja de recordarme el aire crispado y neurótico de Hitler, acaba de emitir la siguiente frase genial: “Clinton fracasó, Bush fracasó, Obama fracasó. Yo no fracasaré”. Si se tratara de salvar el mundo, vaya y pase; pero el presidente de Estados Unidos ha aclarado varias veces, en dichos y en hechos, que sólo le interesa gobernar para un sector de gente: aquella que considera estadounidense de pura cepa, forjadora del temple americano y fundadora de la nación, aunque no se sepa muy bien qué es esto, y aunque su propia madre haya sido una inmigrante irlandesa. Kim Jong-un, a quien Trump llama “el pequeño hombre cohete”, se parece demasiado a su rival. Manda ejecutar gente a diestra y siniestra, corta su propio pelo porque teme a los peluqueros, y hace poco probó una bomba de hidrógeno que, según parece, causó un temblor de magnitud 5.7 en China y Rusia. No es que Trump tenga derecho a rasgarse las vestiduras ante esto: la bomba de hidrógeno fue creada en Estados Unidos y se lanzó por primera vez en 1952 sobre un atolón del Pacífico; tiene una fuerza explosiva 800 veces superior a la de las primeras bombas atómicas que, casualmente, también fueron lanzadas por Estados Unidos sobre Hiroshima y Nagasaki. Mientras tales cosas ocurren, el Voyager I continúa su sereno y profundo viaje hacia la incertidumbre. Vuelvo a Einstein: es muy complejo el término estúpido ya que, como toda expresión de lenguaje, admite diversas interpretaciones, puntos de vista y circunstancias vitales. El filósofo francés Alain Roger dice que la estupidez es la extensión y dilatación totalitaria de los principios de la lógica en el campo lingüístico; la estupidez es, por otra parte, algo así como una evidencia. No se puede pensar o representar de antemano; salta ante nosotros de una manera abrupta y mezcla continuamente el sentido con el sinsentido, la realidad con la más absoluta irrealidad, y bordea así lo sublime de la demencia. La estupidez se extiende y se entroniza, se escurre de los canales del entendimiento, escapa a cualquier control racional y prolifera como las ratas en las alcantarillas; por ende, la estupidez es infinita e ilimitada frente al sentido, tan trabajosamente construido. De manera que Einstein tenía razón. Sólo la estupidez puede llevar al ser humano a la guerra y a la aniquilación. Creo que a esto se refería José Martí al hablar del aldeano vanidoso, que cree que el mundo entero es su aldea, y nada sabe “de la pelea de los cometas en el cielo, que van por el aire dormido engullendo mundos”. Así avanza el Voyager I, a despecho de tanta estupidez humana, en su viaje sereno y profundo.
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