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Juguemos a los narcos

Villa de Leyva era conocida por los desfiles de caballos enjaezados y el gesto afectado de sus jinetes de telenovela. Cuando el santoral lo exigía, los dueños del ganado bajaban al llano y daban un par de vueltas a la plaza, sujetando el trote de sus animales para que pasaran como autoridades delante de vecinos que los vitoreaban.

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Caras y Caretas Diario

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Por Martín Generali

Un grupo de amazonas cerraba la marcha. Como quien cuenta el ganado, desde lo alto de sus caballos miraban hacia las gradas y abrían una sonrisa de Señorita Colombia que ponía cada cosa en su lugar. En los alrededores de la plaza, sin caballos de película en los que desfilar, la gente, incluyendo una banda con instrumentos municipales y músicos que sudaban al tocar. Siguiendo a los estandartes, dueños de su belleza con botas y sus apellidos con hacienda, los señores de la zona, retomando un orden profundo en el que sus caballos eran personas. Cuando los músicos guardaban sus partituras, las ceremonias se daban por hechas, los jinetes desmontaban y, conduciendo sus vehículos como a cápsulas presurizadas, abandonaban el centro administrativo para que los hijos de sus empleados subieran a los juegos mecánicos y en Villa de Leyva se bebiera cerveza. Pero a pesar de las apariencias tan dadas a los modelos de la cadena Caracol y la mampostería con la que maquillaban a sus heroínas, no todo era pura sangre en Leyva. Dentro de los límites de su riqueza había lugar para algo más que la aristocracia montada que desfilaba con los festejos. En lo hondo de las sierras que la rodeaban se enseñoreaban los pisos altos de malogrados palacios del narco. Sus dueños habían escapado corriendo de un lujo desbordante y vertiginoso cuando nada parecía demasiado. El desquicio de fuerzas especiales, paramilitares enloquecidos y gobiernos de fantasía no estaba completo sin aquellas fincas que, alguna vez inexpungables, con el cambio de época, cedían fácilmente ante cualquiera que empujara un poco la puerta. -¿Vamos? -dijo Inés, y entró. La había conocido en Bogotá durmiendo en una de esas camas frías que alquilaban en el barrio de La Candelaria. El albergue estaba en lo alto de una calle cercana a la Plaza Bolívar y alcanzarlo provocaba un agotamiento de puna que retenía a los huéspedes junto a la estufa, cruzando idiomas en un patio con plantas, sin mayor deseo de bajar a la ciudad, ese lugar lejano donde vivía el resto de la gente. Del recuerdo es posible traer objetos extraños. De aquellos días en Mariscala recuerdo una ducha. Buenas camas, duchas calientes, ropa limpia: artículos exóticos que todo viajero consume como si fuesen especias de oriente. Cuando el grifo se cerró, ya era otro, y, por si eso fuera poco para quien venía de veinte horas de viaje, al retornar de mi baño la buena de Inés daba pelea con el fuego. Fue la primera vez que me dijo “colega”, una palabra con la que se abría paso en el mundo, usándola con nacionales, españoles y chinos, sin importar en dónde. -Colega -dijo- ¿me ayudas con el fuego? Era de Madrid, tenía más palabras que las necesarias y el recaudo de usarlas como si le urgieran. Diciendo todo de una sola vez y para siempre, Inés daba carácter de definitivo a lo que pensaba. Sus historias eran fatales. Episodios concretos donde nadie se iba por las ramas. Comenzaba sin introducciones y atacaba el corazón del cuento, como si se tratara de tomarlo. Una invasión del relato, en el que Inés llegaba, hacía lo que tenía que hacer y volvía por donde se había ido. Fiel con el estilo, cuando nada en las montañas de la cordillera oriental inspiraba decirlo, Inés quebró la conversación -Una vez casi me matan -dijo. Fue en Guinea. Nos subieron en un jeep con soldados y nos llevaron selva adentro. Ya pensaba yo que nos pasaban para el otro lado, colega, cuando mi amiga recordó el teléfono de un secretario, esos que andan entre los ministros, guardado en su celular. Así las cosas, ante la sola mención del nombre, las armas habían bajado y el mismo grupo que las arrancó de su oficina a punta de pistola las devolvió a la empresa como si todo hubiese sido un lamentable error de su parte. La empresa en Guinea era una multinacional para la que Inés vendía sus servicios de ingeniera, trabajando con permisos fraudulentos y arriesgando la vida al mando de cuadrillas de trabajadores, siempre mal pagos. Podía sentir, “incluso allí”, confesó, en pleno valle de Leyva, el peso de aquellos ojos de niño enfermo que la veían descender de los vehículos de la firma. Cuando el último soldado abandonó la planta, Inés se dirigió al hotel donde vivía, tomó papeles y pertenencias y recorrió el camino del aeropuerto, donde aguardó por el primer avión que la sacara de allí. Nuevamente en España, los desahucios la empujaron a emprender viaje siguiendo el itinerario de los otros que llevaba escrito en una libreta. Colegas de todo el mundo le habían dado el nombre de cañones de western por los que pasar corriendo o saltos de agua a los que lanzarse. Escribía sobre dibujos, trazando mapas y colocando notas de letra nerviosa al pie de sus páginas hasta que su libreta, como su decir, se quedaba sin palabras que agregar. Llegó a Bogotá, encendió el fuego y preguntó por dónde seguir. Le dijeron de un lugar donde caballos enjaezados desfilaban como embajadores. Lo anotó. Segura de haber dicho lo suficiente, a la mañana siguiente Inés se marchó. Algunos días después, mientras desayunaba en Leyva, la distancia me trajo un grito de ¡colega! y no necesité adivinar de dónde. Su libreta se abrió, inapelable, en el sitio de la próxima parada. Unos monolitos de antigüedad precolombina, o casi tanto, en el remanso de un sendero. Inés sintió que el emplazamiento era poco menos que una trampa, se lo dijo al guía y exigió su dinero. Recuerdo haber caminado detrás de su insulto hasta que, recién unos kilómetros después, sintió haberse liberado de sus miles de palabras. No tenía ninguna cuando la puerta, alguna vez infranqueable, se abrió con un leve quejido de goznes. Aquellas sí eran ruinas. Nada hacía pensar que esas paredes en debacle habían sido sede de un gobierno paralelo, que agujereó Colombia para hacerle túneles, búnkeres y piletas de verano, levantándose de pronto, muchas veces en la nada, como si de los pabellones de un experimento secreto se trataran aquellas moles fundidas en verde. Reyezuelos de cigarro en la coba vivieron allí, nadando en un harén de siliconas y burbujas de jacuzzi. Ascendimos por un remolino de escaleras ya sin brillo. Toda la casa lucía de ese modo, como si le hubiesen pelado el lujo hasta dejar los huesos de una riqueza de locos. Nos sentamos en el suelo de una planta alta. La vista de sus ventanas era una línea azul de sierra floreciendo entre dos cumbres. La boca de una estufa, casi tan alta como la habitación, presidió el ambiente. Todo lo que imaginábamos cabía con holgura y es que, si bien el espacio tenía tristeza de ático, lo habían vaciado de poder, pero no de tamaño. Si alguien había despenado al macho alfa, cuando completó su trabajo, algo fálico de tipos que jugaban a tenerla más larga permanecía en el lugar. Gruesas eran las paredes, grandes los huecos que habían dejado puertas y ventanas, impenetrables los muros de sus perímetros, interminable el vuelo de sus terrazas, una holgura hecha para resistir. -¿Te imaginas, colega, las fiestas que habrán hecho aquí? –dijo Inés, recortando imágenes propias en los rincones vacíos. Algunos días antes había estado en lo de Yoshua, un piso como aquel, al final de una escalera. Yoshua vivía junto a un parque, en el centro de Cali. Su fiesta había convocado a dos chicos daneses con los que compartíamos el hostel. Los daneses invitaron a las jóvenes caleñas con las que habían bailado en el Tintindeo y las caleñas a un par de amigas, quienes encontraron a los daneses jugando al póker en una mesa con inglesas que aprendían salsa durante la tarde, bailaban durante la noche y dormían el resto del día. Las movidas se detuvieron cuando el grupo de jugadores supo que algo de proporciones se tramaba en lo de Yoshua y sugirieron a quienes se encontraban en la cocina que se apresuraran con lo que estaban fritando. El mismo rumor llegó hasta las duchas, donde, sin hacer preguntas que hubiesen sobrado, de pronto todos se preparaban para ir a lo de un tal Yoshua, ocasión para la que los huéspedes del hostel se consultaban qué ropa ponerse y, quien más quien menos, enviaba o recibía mensajes de texto replicando la invitación. A la hora indicada, los daneses ya se habían marchado y ninguno de nosotros sabía qué dirección dar al taxista, simplemente porque ninguno conocía a Yoshua ni sabía dónde era su fiesta. Finalmente, una vecina del hostel, quien no se había vestido de rosa para perderse la noche del sábado, movió sus influencias en las redes y, saltando de muro en muro, consiguió una lluvia de respuestas en su facebook que nos quitaron las dudas. Para entonces, bajando el vidrio de su ventanilla, un taxista nos había preguntado si estábamos yendo para lo de Yoshua, como si no hubiese otro lugar adonde llevar personas en Cali. Una fiesta, con anfitriones en las sombras, había sido Leyva -y buena parte de Colombia- cuando los dueños de casa tuvieron que salir corriendo, subiéndose los pantalones como única propiedad. Entonces advertí que Inés ya no estaba allí y, extraño en ella, su voz se había llamado a silencio. Ya no me alertaba, como un niño que descubría los secretos de la casa de los fantasmas del barrio, qué había encontrado en el subsuelo o qué nueva habitación había descubierto penetrando en los entrepisos. Encontré a Inés en un patio. Al igual que en Guinea, alguien le estaba apuntando. Inés, de espaldas a mí, levantaba las manos. Le exigían que dejásemos la propiedad. Esa casa, y su deshuesamiento, ya tenían nuevo dueño y no éramos nosotros, precisamente. Muy por el contrario, era de ellos, los de por allí, y si no lo hacíamos, dispararían. El nuevo dueño de la casa no dejaba de apuntar. Vinieron más, rodeándonos. Con aires de jefe y poco humor para personas extrañas, el que daba las órdenes nos dijo que los narcos se habían ido y que ahora mandaban ellos. -Nosotros -dijo, y el resto de los niños lo apoyó. Inés exigió conversar sin que pistola alguna le apuntase, ni siquiera con sus balas de juguete. El arma fue guardada, Inés pudo bajar sus manos en alto y las tensiones del momento fueron superados con un poco de Coca-Cola que Inés compartió, cual pipa de la paz, a la sombra de un árbol. Aquí vivían los narcos pero los narcos se fueron y quedaron los que cuidaban, hasta que los narcos volvieran, como los narcos no volvieron, los que cuidaban, que siempre estaban afuera, entraron, y se quedaron adentro, y empezaron a llevarse las cosas. Nos dejaron saber que se las daban a otros vecinos en pago de deudas y favores, las malvendían en los mercados de pulgas y, más que nada, entre las familias que cabalgaban cada año, detrás de santos y procesiones. El nuevo dueño de la casa, vistiendo la camiseta de su superhéroe favorito, repetía lo que escuchaba de su madre y de las madres de los otros. Había canillas de oro en algunas de las casas más humildes y en improvisadas viviendas de ladrillo, partes de sus paredes enseñaban la lisura de los cerámicos más caros de Bogotá. La platería de los enseres acabó por revolver ollas de pobres y la ropa que cubría las camas se habían vuelto cortina, manta, mantel, en el interior de las casas. De ese modo la riqueza del narco se escapaba, una vez más, del sistema -Y ustedes vienen a jugar -dijo Inés, pasando la mano por la cabeza del jefe. -Sí -respondió el líder. A los narcos -completó. Dando nuevas órdenes, penetró con su grupo en el interior de la casa. En el camino de retorno al albergue Inés demoró en recuperar esas palabras con las que todo lo decía. Decidí contarle de Yoshua y su inobjetable éxito para convocar en su casa personas que desconocía, de cómo habíamos llegado en grupos que saltaban de los taxis como de pateras con inmigrantes, le dije que sobraba de todo lo que se bebía y bebíamos cada copa de lo que sobraba. De una terraza caliente donde se cruzaban los nombres y los fondos de la misma casa donde se cruzaban los besos, de los daneses, de las inglesas, de los colombianos, de los poros por donde sudaban las cosas y los momentos en que los caleños funcionaban como máquinas de bailar, controlando el calor de las gringas como profesionales manipulando una palanca, hasta que la nieve celeste de unos ojos nórdicos, siempre detrás de una pantalla de frío, ardía. Vaya país Colombia, Inés. Todo podía arder y ser frío al mismo tiempo, le dije, como aquella vez en Salento cuando, después de acabar con los números de la caja, las meseras de un bar de la plaza se nos unieron en la escalinata del mirador para enviciar el aire con humo de flores y taparnos del frío hasta que la temperatura dio gusto en las colinas que rodean al Cocora. Yo hablaba como si fuese ella, sin pausas, tratando de quitarle el silencio parte por parte, entrar en ese espacio en el que estaba sumida y encerrándose. En esa casa vacía en la que se había convertido de pronto. Le hablé de un valle de verdor irrefutable que, aun así, caía en pozos de niebla compacta que lo hacían ver como si estuviese bajo los efectos de una droga y de un joven que había conocido en Bogotá, a donde había llegado gracias a un premio que ganó dominando el balón en los pasillos de un shopping. Con el joven futbolista habíamos recorrido el Museo del Oro y él, con sus ojos llenos de máscaras mortuorias y colgantes precolombinos, dijo: -Marica -siempre dicen “marica”-, parece que en Colombia fuimos ricos una vez, y se llevó las manos a los bolsillos donde encontró dinero para la primera cerveza. Me contó que pensaba entrar en el ejército, tal vez allí lo domarían un poco, porque él era un caballo salvaje, aseguró, y yo, que no había visto aún como vivían los caballos en Leiva, podía imaginarlo ahora con un tiento de plata, ordenado, para fiesta. Un caballo enjaezado de los que desfilan al trote. Así son los países, un día te ordenan, o no, “que al final es la misma vaina”, se quejaba, y tenía razón, si lo iban a tener hocicando, poco importaba el color del freno. Dejé Cali sin saber quién era Yoshua, admití, y recién entonces, Inés sonrió. Creí entender que era un estadounidense, de unos cuarenta años, tal vez más, negro, que había decidido celebrar su primer año en Colombia, pero sólo era un rumor, de los tantos que circulaban mientras la madrugada subía entre botellas, ceniceros y vasos semivacíos. Como todo lo que estaba en las sombras, Estados Unidos lo financiaba. En un promontorio que había junto al sendero Inés se detuvo. Abrió su libreta. Escribió: “Leyva: juzguemos a los narcos, mientras el narco no está”. Una vez más, Inés –y su libreta- lo habían dicho todo.

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