¿Tiene alguien a finales del siglo XIX un concepto claro de lo que los poetas de épocas poderosas denominaron inspiración?
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Friedrich Nietzsche
Una carrera se construye de éxitos, pero principalmente de fracasos. Y sin interés de parecer salido de un libro lacrimógeno y melodramático, es cierto que la vida está hecha indefectiblemente de fracasos. O por lo menos eso decimos aquellos a los que la vida ha golpeado sistemáticamente, y eso nos ha instruido enormes enseñanzas; o, tal vez, eso es lo que creemos y nos convencemos, pues es una especie de cultura de supervivencia del ser. Sufrir es vivir.
Más allá de elucubraciones egoístas, el ser suele beber a sorbos largos los golpes de la vida, y en el mejor de los casos los convierte en enseñanzas. Ergo, los fracasos enseñan. Necesitamos tomar solamente un libro de autoayuda y leer la verdad, las respuestas que nos definen filosóficamente y, en el mejor de los casos, las respuestas y los secretos de lo más profundo del ser humano. Millones de personas optan por libros de autoayuda y glorifican a sus autores, sus historias y enseñanzas.
Por tanto, ¿será que los escritores de autoayuda son los nuevos poetas contemporáneos que conocen la ontología del ser y la alquimia de los sentimientos?
Hagamos un poco de crónica simple. La autoayuda está diseñada de grandes fracasos. Generalmente, verdades filosóficas generadas hace miles de años. Platón puso en boca de Sócrates determinadas verdades y estas fueron repetidas a lo largo de la historia de la humanidad con más o menos impacto, desde los sabios de Constantinopla, pasando por los escolásticos y llegando casi intactos a los libros de autoayuda que marcan la agenda comercial de los grandes sellos editoriales.
Hagamos un libro de autoayuda aquí y ahora, pequemos de mercantilistas de la palabra o de bienintencionados seres que creen saber la verdad (o el secreto) y se despojan de ella y la “regalan” por 20 dólares. ¿Todos somos poetas, escritores o artistas de la palabra? O mejor planteado, ¿somos todos semillas de poetas (en potencia) que podrían convertirse con el tiempo en poetas en acción? ¿Quién de ustedes lo define? ¿Qué crítico desesperante y provocativo dice qué es y qué no es?
“Conócete a ti mismo” fue la frase que –según las crónicas– Sócrates vio escrita en los muros del oráculo de Delfos y a partir de allí comenzó a formar parte de la filosofía occidental como una máxima socrática. Hoy la encontramos en cualquier libro de autoayuda en letras grandes, con otras palabras (diferente collar), y su autor/a aparece como el/la clarividente que logró encontrar la verdad (o una parte de ella) y la brinda por una módica cuota (el precio del libro) a los indefensos lectores que si bien conocen de la existencia de Sócrates y toda la filosofía helénica, no logran hacer esa sinapsis.
Más cercana y no por eso desdeñable, la frase atribuida a Sócrates por Platón en sus diálogos, si bien no exactamente de esa forma, “Sólo sé que no sé nada”, abre un abanico cierto de especulaciones new age.
Simplificando, conócete (antes de conocer a los demás), tú eres el universo (una especie de ontología) y sé humilde con tus juicios, nunca sabrás más que una piedra del camino. Capítulo I.
Complejizando, agreguemos a uno más cercano, Immanuel Kant, un filósofo alemán, nativo de Koenisberg, bajito, cascarrabias y que no conocía en lo más mínimo el mundo ni la universidad de los caminos (de la calle), que se convirtió en uno de los grandes pensadores occidentales. Su estudio de la libertad y su Crítica de la razón pura lo hacen uno de los filósofos más aclamados del iusnaturalismo. Detrás de su filosofía podemos encontrar materia prima para los libros de autoayuda: “El derecho es el conjunto de condiciones que permiten a la libertad de cada uno acomodarse a la libertad de todos”.
Simplifiquémoslo: tu libertad termina cuando comienza la mía y viceversa. Y en cuestiones de libertad, nunca se es más libre que cuando se está privado de la libertad, escribió Jean Paul Sartre en su filosofía existencialista. Y esa es la esencia plena de la libertad, la conciencia que tenemos de ella o, peor aun, de la falta de ella. Simplifiquemos exprofeso y con mala saña: sólo te das cuenta de lo que tenés cuando lo perdés. Agreguemos un Capítulo II.
Volvamos a la antigua Grecia. Heráclito de Efeso, filósofo nacido en el 535 AC, es el padre de la escuela materialista. “En los mismos ríos entramos y no entramos, somos y no somos”, y en interpretación de Platón: “Ningún hombre puede bañarse dos veces en el mismo río”. Es la esencia del cambio.
Simplificando (con intención): conócete, se humilde y libre sin opacar la libertad de los demás, pues no hagas a ser ninguno lo que no quieras que te hagan a ti, y actúa con los demás como quisieras que actuaran contigo. No te deprimas, pues la vida cambia constantemente como el río en el que lloras, pues esas lágrimas bañarán otros destinos al correr. Sólo nos damos cuenta de lo que tenemos cuando lo perdemos, pues esta es en sí misma una enseñanza, no el fin de la historia, sino el principio de otra, en la que eres más sabio/a. Esta sería nuestra conclusión cegadora de verdad, detrás de la filosofía presocrática, helénica, moderna y contemporánea. Capítulo III.
Y podemos seguir agregando filósofos o pensadores e interpretarlos a voluntad, pues no existen derechos de autor de sus obras, y son tan clásicos y están tan cercanos a nosotros, que los lectores (en general de clase media y con un capital cultural superior a la media) compran y reparten su sabiduría en forma de crónica, ensayo, novela o aforismos.
Pero, en definitiva, todos refritamos, todos somos un poco escritores de libros de autoayuda. El problema es la intención.
Y así, el arte va generando más arte, no porque aquel fuera erróneo (podría serlo), sino porque las concepciones cambian, las intenciones cambian. El artista actual no pretende ser mejor que los gigantes que vinieron detrás o que aquellos que, viviendo todavía, son leyendas en vida, sino que, como planteaba el monje cisterciense Bernardo de Claraval en el siglo XIII, dándonos muestra de su humanismo cristiano, “somos enanos montados sobre la espalda de gigantes”.
El poeta, por tanto, no es más que un piojo (si se me permite la licencia) sobre la cabeza del enano, que está sobre los hombros del gigante. No pretende este piojo minúsculo y pretencioso ser colosal, sino intentar ver un poquito más lejos. Así es que debemos intentar ver aquello que otros han visto, hurgar en intenciones pasadas, pero con la diferencia de que las preguntas han de cambiar. Los momentos históricos han cambiado. Es en definitiva la historia de la humanidad. Autoayudarse no es más que ver en otro los fracasos y los éxitos y compilarlos en sendos tomos con historias personales basadas en esos gigantes. Salvo que las verdades absolutas de esos libros son solapadas, utilizadas sin mención, tomadas como suyas y como lo más original de las ideas. Una carrera se construye de fracasos, pues es eso lo que hace reflexionar a un ser. No somos más que escritores diletantes en definitiva, todos, todos juntos copiando y refritando enseñanzas antiguas.
Qué nos diferencia de los copistas medievales repitiendo a mano una y otra vez la misma obra incomprensible. Qué nos diferencia de los filósofos escolásticos en sus interminables discusiones sobre las palabras antiguas, sobre razón y fe, sobre los textos de Platón o Aristóteles. Qué nos diferencia del escritor de autoayuda amasando enormes fortunas por hacerte sentir mejor con verdades o mentiras escritas hace ya 2.000 años.
Sólo la intención.
Evalúen el propósito.
“La más alta, como la más baja forma de crítica, es siempre una especie de autobiografía.”
Oscar Wilde
(Prefacio de El retrato de Dorian Gray)
Estas cuestiones no son fáciles de comprender, mucho más en sociedades plagadas de cánones, convenciones y normas solapadas tras la publicidad y la libertad. Los preconceptos que arrastramos desde la cuna a la tumba, con respecto al arte, son por condición contrapuesta a la prédica completamente pasiva y convencional. Convención así como canon o imposición.
Esta patología nos sumerge en una visualización del arte lejana a los sentimientos y cercana a las convenciones y a la dictadura de los críticos. Censores de la libertad, catones del albedrío, seres evaluadores (como todos en este mundo burgués), pero que cobran por hacer lo que nosotros hacemos gratis, y que poseen el poder de bajar el pulgar a las obras más viscerales y abrir la cáscara de huevo a quien llene sus requerimientos.
Esto no quiere decir en ningún caso que denostemos a los críticos en su loable labor (guiño). Ni tampoco es un laisser faire, laisser passaire para las actividades artísticas. Es una delgada línea entre la impunidad (el no-arte militante) y el exceso de requerimientos e imposiciones por parte de la casta de críticos y artistas. Escribe con maestría Ernst Gombrich: “No existe mayor obstáculo para gozar de las grandes obras de arte que nuestra repugnancia a despojarnos de costumbres y perjuicios”.