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La culpa la tiene el pobre

Por Marcia Collazo.

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Caras y Caretas Diario

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Me lo contó un amigo hace unos cuantos años. El relato me interesó especialmente porque él fue testigo directo de los hechos. Resulta que, estando en Colombia por una gira artística, él y otros integrantes de la delegación uruguaya fueron invitados a un cumpleaños. Aclaro que se trataba de una fiesta infantil, aunque nada lo hiciera suponer, por lo que se dirá. Los fueron a recoger en limusina al hotel donde se alojaban, los condujeron a través de laberintos de calles, de plazas, de barrios tan miserablemente pobres como para suscitar el horror de cualquiera que lleve una vida más o menos cómoda, y finalmente se adentraron en una suerte de barrio privado rodeado de altas rejas. Después de identificarse debidamente, el chofer siguió su viaje, hasta que llegó a una residencia de lujo inverosímil, en la que amplios declives de césped, de escalinatas y de jardines con estatuas y fuentes llevaban a una mansión de cuento, del estilo de las de Beverly Hills o Miami. En la fiesta había ejércitos de sirvientes con guantes blancos, y los invitados hacían gala de joyas, telas finas, zapatos de marca y cosas por el estilo. Se podría decir que todo transcurrió con una relativa normalidad hasta que llegó el momento en que la niña festejada anunció que repartiría unos souvenirs entre sus amiguitas y el resto de los invitados. Fue entonces cuando reaparecieron los consabidos sirvientes, portando unas enormes bandejas de plata que contenían llaveros. Mi amigo se dijo: “Bien, me regalarán un llavero de plata o de oro, que no me vendrá nada mal”. Pero se equivocó. Una vez que los llaveros fueron repartidos apareció en los jardines una fila de autos cero kilómetro, diez, veinte, cuarenta o más, que emitían destellos a la luz de los faroles de la avenida. Esos eran los souvenirs que la niñita obsequiaba. Ustedes se preguntarán qué hizo mi amigo con su propio auto; me parece recordar que se negó a aceptarlo, o algo así. Dicho de otro modo, volvió a Uruguay con las manos vacías, pero con la tranquilidad de haber evadido un buen problema, ya que de inmediato se le cruzó por la cabeza la vinculación directa entre el desenfreno de aquel lujo y el negocio de la droga. He contado en diferentes ámbitos este relato, porque ilustra como pocos el asunto de la desigualdad en América Latina, que es desde hace siglos la mayor del mundo. Una canción de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota dice: “El lujo es vulgaridad”, y ya antes de ellos habían enarbolado esa consigna, aunque de manera mucho más incendiaria, los primeros “herejes” de la Edad Media, levantados en oleadas de indignación contra el lujo descarado de la iglesia católica (dejo entre paréntesis sus otros desenfrenos), que se hacía más patente y ofensivo en medio de la pobreza y la enfermedad, la peste, la insalubridad y el hacinamiento de los campesinos en sus chozas y de los pobladores de los burgos en sus casas de madera, que dos por tres se prendían fuego y hacían arder al poblado entero. Los Redonditos se quedaron cortos; el lujo de los ricos en América Latina ha pasado a ser, acaso desde siempre, obsceno. Convertido en una de las múltiples caras de la violencia, el lujo ofende a sus verdaderos destinatarios (que son todos aquellos que no pueden pagarse semejantes derroches) y se vuelve tanto más indecente cuanta mayor es la pobreza de los otros. La riqueza desmedida necesita, para existir, del hambre ajena. Los uruguayos, en ese sentido, hemos mostrado siempre un perfil de moderado a bajo, sin mayores ostentaciones; acaso se lo debemos a nuestros sacrificados ancestros canarios. Sin embargo, apareció por estos días una noticia referente a nuestra visión sobre el fenómeno de la pobreza; allí se expresa que, a partir de la crisis de 2002, se ha ido instalando entre nosotros la idea de la culpa de ser pobre. Facilidades sobran, oportunidades también, y no las aprovecha el que no quiere. La pobreza, según esta concepción, no es resultado de la injusticia social, sino de la falta de voluntad para salir adelante. Esta visión, ciertamente limitada y en muchos sentidos irresponsable, se ha acentuado a partir de la implementación de medidas como el Impuesto a la Renta, el Plan de Emergencia y otras tantas. La investigación, realizada por la Oficina de Planeamiento y Presupuesto (OPP), concluye que semejante mentalidad sólo contribuirá a acentuar la desigualdad en el futuro, ya que, pese a que los uruguayos siguen visualizándose a sí mismos como gente poco amante del dinero y de las cosas lujosas, no parecen estar demasiado dispuestos a corregir los males sociales por medio de planes de redistribución de la riqueza y de las cargas públicas. Esto habla sobre nosotros con sobrada elocuencia. Para el historiador inglés Eric Hobsbawm, “la pobreza se define de acuerdo a las convenciones de la sociedad en la que se presenta”. Durante mucho tiempo, ya desde la gesta de la revolución artiguista, e incluso desde las visiones coloniales sobre “el común”, se consideró que la pobreza era algo a descubrir, o sea, a poner de relieve, a mostrar, a denunciar y a remediar. Las acciones que se realizaron fueron, es cierto, esporádicas, aisladas, surgidas no desde los gobiernos, sino desde la voluntad de unos pocos: visionarios, cabildantes, luchadores sociales, ligas de damas bienintencionadas. Pero la idea del común a que me refería antes estaba bien instalada en aquella Banda Oriental, y siguió extendiendo sus raíces hasta bien entrado el siglo XX. La abuela de mi marido, que murió joven, amasaba cada mañana varios panes que colocaba después sobre el muro de su casa, “para que los vecinos se sirvan de camino a su trabajo”. Entre los inmigrantes de aluvión que tanto contribuyeron a la formación de este país, existía un verdadero culto al pan, al alimento bajo todas sus formas, al ritual de guardar para mañana, pero también cundía una extendida red de solidaridad hacia los más necesitados. No hablo de políticas sociales, de instituciones ni de recaudación de impuestos, sino de verdaderas mentalidades consolidadas desde lo íntimo de la vida familiar y colectiva. Creo que, en el fondo, allí están los auténticos puntales de cualquier planificación de largo aliento encaminada a combatir la pobreza y sus letales consecuencias sociales. En algún momento, vaya a saberse por qué laberínticos caminos, esa red se quebró, comenzó a campear el más crudo individualismo, resguardado y acicateado por un egoísmo feroz que manda hacer exactamente lo contrario de lo que aquella antigua prédica ordenaba: no se te ocurra mirar por tu prójimo, por el más débil y necesitado. Es feo, sucio y malo. Tiene lo que merece y punto. John Rawls, acaso el más importante teórico de la justicia de fines del siglo XX, cuya obra Una teoría de la justicia constituye sin duda uno de los grandes clásicos en la materia, dijo que uno de los mayores problemas de las sociedades contemporáneas reside, precisamente, en la falta de un consenso, pacto o acuerdo sobre la justicia. Yo creo que cuando hablamos de pobreza, de solidaridad y de egoísmo, de individualismo y de desigualdad, estamos hablando de ese valor que constituía, para Aristóteles, la mayor virtud del zoon politikon o del hombre político. Por lo mismo, me permito cerrar este artículo con el anuncio del siguiente: me propongo seguir hablando de Rawls y del pacto social, porque nuestras actuales actitudes sobre el pobre y su “culpa” son, por lo menos, alarmantes. Me despido por esta semana con unos versos de Neruda: “Amor, no amamos, como quieren los ricos, la miseria. Nosotros la extirparemos como diente maligno que hasta ahora ha mordido el corazón del hombre”.

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