La toma del Palacio de Invierno en la remota Petrogrado marca la hora maldita de la burguesía. Aún hoy, cuando ha pasado tanto tiempo desde el cañonazo del Aurora que señaló el inicio del asalto final, el trauma perdura en la conciencia de los ricos, porque los acontecimientos de ese octubre juliano corrieron para siempre los límites de lo posible. La gesta de los bolcheviques fue una ruptura y el escándalo más significativo del siglo XX y no hay un solo hecho posterior en el devenir de la humanidad que pueda comprenderse si se soslaya esas jornadas de gloria de los desposeídos rusos. Todo el poder a los Soviets es la consigna que cambió el rumbo de la historia y llenó de esperanza el corazón de los excluidos.
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En este siglo transcurrido no han sido pocos los que han tratado de sepultar la memoria de Lenin. Ya no sólo sus enemigos de clase, también desde el lado de acá del pensamiento se ha intentado desconectar su épica de la obra majestuosa de Marx, sometiendo al legendario dirigente comunista ruso al ostracismo de la censura, como si su ejemplo de liderazgo revolucionario que condujo a la formación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas fuera una mácula y no un motivo de profundo orgullo todavía.
Es cierto que ya no existe más la URSS, y no menos lo es que muchas cosas que sucedieron después de la muerte de Lenin en enero de 1924 se apartaron del sueño original de edificar una patria emancipada del capital, sin ricos y sin pobres, sin explotados ni explotadores. Pero la desaparición de la Unión Soviética y el colapso del socialismo real no deben invalidar la epopeya que fue su construcción, y mucho menos el propósito justiciero que la animaba, porque alumbrar una sociedad nueva que deje atrás la horrenda desigualdad de las clases sociales continúa siendo el desafío de cualquier militante de izquierda en cualquier parte del mundo.
La Revolución de Octubre instaló un nuevo horizonte porque demostró que las clases subalternas podían disputar el poder y subvertir la lógica del sistema capitalista. Hasta ese momento nunca había ocurrido que los humillados y los ofendidos alcanzaran el control sobre el Estado y tuvieran en sus manos el destino de naciones. En los primeros dos meses de la Revolución se abolió la propiedad de la tierra, los sóviets tomaron el control de la tierra para repartirla entre los campesinos, se aprobó la ley de ocho horas, se separó a la iglesia del Estado, se declaró la igualdad entre el hombre y la mujer, se suprimieron todos los títulos nobiliarios, se nacionalizaron los bancos, las industrias, se confiscó el oro que tenían los aristócratas. No hubo una sola medida que no fuera a favor de la inmensa mayoría de obreros y campesinos, y que no contara con el respaldo entusiasta del pueblo ruso. Pero eso fue el principio, porque de inmediato la Revolución naciente fue enfrentada por los zaristas y los liberales y los despojos de los que habían sido antes poderosos, quienes llevaron al país a una guerra civil con el auspicio, por supuesto, y la intervención abierta del imperio y sus secuaces: Estados Unidos, Francia, Italia, Gran Bretaña, Japón, entre otros países apoyaron y participaron de una guerra que se prolongó por seis años contra los bolcheviques. Pero el ejército rojo los derrotó a todos. El temor de los aliados era que el ejemplo de la clase obrera y campesina rusa se extendiera en el mundo, y la Tierra se plagara de Revoluciones de los pobres contra los ricos, inspiradas en la magnífica victoria de los bolcheviques. Quizá pudo haber sucedido entre 1918 y 1919, y el mundo habría sido muy otro y, seguramente, mucho menos jodido de lo que fue.
Han pasado cien años y han sido tumultuosos. Cien años plagados de masacres y guerras mundiales, y triunfos y caída de revoluciones. La misma Unión Soviética ya no existe más y casi todas las estatuas de Lenin fueron destruidas. Pese a la implosión del campo socialista, el fantasma que alguna vez recorrió Europa, fue el fantasma que sacudió Petrogrado esos días de noviembre de 1917 y protagonizó el hito más conmovedor en la historia de la lucha de clases. Esos diez días que estremecieron al mundo, como escribió John Reed, lo siguen estremeciendo cada vez que en algún lugar los explotados se hartan y se alzan contra la explotación, y esgrimen las banderas de Pan, paz y tierra y desconocen las órdenes de oligarcas y burgueses y desprecian al látigo y se proponen forjar un destino de emancipación y rebeldía, de igualdad y generosidad, de ventura para sus hijos. Por más que los aparatos culturales del orden dominante se empeñen en denostarlo o en ignorarlo, el ejemplo que dieron Lenin y sus bolcheviques no ha perdido vigencia ni ha perdido valor, porque las injusticias sustanciales que provocaron la Revolución de Octubre siguen presentes en el mundo y todavía es necesario combatirlas y destruir el sistema que las produce.