Solía decirles a mis alumnos que no es de buen compañero guardar silencio y proteger al que hace las cosas mal. Máxime si el que hace tales cosas pone en riesgo a todo el colectivo, lo daña con sus acciones y aun permite que cuando llega la hora de las responsabilidades y las consiguientes consecuencias, paguen todos los integrantes de la clase a fuerza de diluir su responsabilidad y apelar al compañerismo que en principio él nunca tuvo. Quiero dejar claro que no estoy a favor de la delación, pero sí, irrenunciablemente de llamar a responsabilidad sobre los efectos o consecuencias de las acciones que llevamos adelante. Siempre me pregunté acerca de esta extraña reacción del ser humano que protege a los culpables. Y también me he interrogado sobre esa actitud de algunos humanos que expone al resto, impunemente, sin importar el dolor que inflige. De verdad, han pasado los años y no lo entiendo, aunque he confirmado que esto ocurre no sólo en la adolescencia. Con el tiempo empecé a comprobar que hay muchos motivos que desencadenan estas situaciones de silencio cómplice frente al que lleva adelante acciones negativas que inciden en la vida de todos. Por lo menos pueden reconocerse dos grandes grupos: hay un conjunto de personas que calla por comodidad y otro grupo que calla por miedo. Más vale quedar como protector silencioso de los responsables del mal como modo de asegurarse de que no nos molestarán porque en ese pacto hay algo de compromiso de futuro, una cierta seguridad, la certeza de confort, de estar más allá de los daños que puedan imprimirse, en fin, de comprar la exoneración de la probable condición de ser víctima en el porvenir. Hay algo de mercantil en la propuesta, como un trueque: “Yo callo, tú me eximes de tenerme en tu lista de víctimas posibles”. Es una forma de asegurar la tranquilidad de una vida sin riesgos personales. Muchas veces hay un aditivo especial si se produce una relación de poder o subordinación entre las dos personas. Esto ocurre muchas veces en las relaciones laborales, cuando algún jefe no cumple o actúa inadecuadamente en forma recurrente y los subordinados callan sobre su proceder. En estos casos, suele producirse una relación de beneficio secundario en el que los que callan esperan “cobrar” a sus jefes el favor de ese silencio si la situación personal lo ameritara, pero además he comprobado que existe una actitud de justificación permanente de las faltas personales en ese silencio. Responde a la lógica de “si el jefe no cumple, qué pueden pedirme a mí, que soy un simple funcionario”. De alguna manera es un pacto tácito que justifica todos los incumplimientos. El trabajo no se hace o se hace mal o se ejercen arbitrariedades con respecto a los que necesitan de esos servicios, pero nadie asume la responsabilidad. Otro grupo, en cambio, teme, y el temor lo hace callar. Teme vigorosamente ser dañado, teme al horror de pasar todos los días, cada día, soportando al que tiene el poder y puede ponernos en la picota de su deseo y someternos hasta el escarnio. Teme y calla. Prefiere el infierno del silencio cómplice a cambio de la certeza cotidiana de que no será sometido, de que no será la próxima víctima. El miedo es un sentimiento terriblemente paralizante, la angustia por un riesgo real o imaginario impide la acción. Muchos se “protegen” con una suerte de ceguera interior voluntaria: “No puedo hablar porque no lo veo. Entonces, callo”. Aun cuando lo que calle sea terrible y vaya contra sus intereses y convicciones. Otra forma mercantil de vivir. “Yo callo, tú no me sometes, quedo exonerado de ser tu víctima. Te salvé, me debes una”. En el fondo, son dos perlas del mismo collar. Lo malo es cómo vamos estimulando con este silencio a algunos humanos para que tengan el control de las situaciones cotidianas, entregándoles con nuestro silencio -por temor o por comodidad- los hilos de la vida. Así se va forjando la guerra (in)visible. Cada día, a cada hora, vamos viviendo a expensas de algunos seres que son los que determinan lo que ocurrirá, incluso cuando lo que ellos determinen no responda a nuestras convicciones y deseos y cuando lo que ellos hagan niegue lo que nosotros creemos. Asistimos en silencio a la guerra silenciosa. Nos entregamos. Nos resignamos. No nos conmovemos ni indignamos. Simplemente callamos sumergidos en una supuesta comodidad o en un inmenso terror. Eduardo Galeano lo declaró con profunda claridad: estamos en el mundo al revés que, por lo tanto, “premia al revés: desprecia la honestidad, castiga el trabajo, recompensa la falta de escrúpulos y alimenta el canibalismo […] En su escuela, escuela del crimen, son obligatorias las clases de impotencia, amnesia y resignación”. Los pactos de silencio que habilitan las malas acciones y los padecimientos de unos a causa de otros son acciones individualistas en las que se espera el beneficio de no salir personalmente perjudicado y, en el fondo, alegrarse de que el perjudicado sea otro. Una forma del canibalismo que ha prosperado con fuerza en esta sociedad individualista en la que la gran preocupación siempre es “sálvese quien pueda”.
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