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La hora del prohibidor

Por Martín Generali.

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Caras y Caretas Diario

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Desde mi acera siempre contraria veo al prohibidor. Aseado, correcto, patriótico. Sobreeducadas las maneras, el prolijo chalecito, la bien amada “señora de”, la modesta pero digna clase media con que lava su opinión (nada que ofenda), lo visceral se empaqueta, un prohibidor sabe cómo.

Lo han parido con ese poco de astucia que hace falta para ascender en una oficina y ese correcto desprecio por ciertas ideas ajenas que siempre considera extrañas, lo han inculcado mucho más de lo que lo han formado, muchas sangres se han ido corrigiendo, licuando, destilando, hasta convertirla en cordura. Como si todos los mandos medios, los pequeños aumentos, los puestos honorables pero secundarios  de las comisiones honorarias de apoyo concertaran crearlo. Cuarenta y tantos años, tal vez un poco más. Su pelo ya fue más joven, su barriga ya fue más flaca, los kilómetros de runners no vienen solos. Cree gozar de un  inobjetable sentido común, que siente –con algo de razón- que se le ha legado como un derecho de propiedad mientras escuchaba a sus mayores decir que en el mundo “de ahora” se estaba perdiendo el respeto.

Seguro de que él es “la buena gente”, sube al auto. Mira el reloj, va con tiempo, otro lunes de meritocracia,  invernal, se abre en dos partes cuando llega a la Avenida. El hombre de la radio reproduce estereofónico qué cuatro cosas odiar, qué erradicar, qué impedir, qué prohibir, ya era hora, celebra, mientras rebaja la marcha y obedece, disciplinado, a los semáforos.

“Y no deberían dejar que duerman ahí, y no deberían dejar que protesten cortando la calle porque la gente quiere ir a trabajar, y no deberían usar esa ropa y mirá lo que es esa pendeja…(desea, se calienta, reprime)”, el prohibidor lamenta enormemente la pérdida de valores, así está la sociedad.

Aguarda por el ascensor, arriba lo espera el puestito. Mano dura, abre el prohibidor, la ronda de los muchachos de la oficina –durante los días son watsup, y comparten videítos que distienden un poco tanto creer en un dios que no se toca por la noches-,  luego dice que al país hay que manejarlo como una empresa y que él sí paga los impuestos de los que antes vivían los vagos pero se acabó el recreo, asegura, cerrando la ronda, y con un mensaje que nada por lo bajo de internet ajusta la hora exacta de una siestita en el telo. ¿A las cuatro?

Qué sería de un prohibidor, sin permitirse lo prohibido.

Por las ventanas de una oficina de altos asuntos para la apariencia, y sobre su recién presupuestado sueldo que se pagará con los impuestos de otros, inicia sesión en la máquina (facebook), y observa el que, ahora, llama orgulloso “su país”

Su país no es un lugar para vivir sino una patria de la cual expulsar, en su todos entran algunos y en su dios, dios no contiene, encierra, dentro de un amor con leyes que prohiban el amor, un pensamiento que es mandamiento y repite sin decir, sin transgredir, sin subvertir, porque el prohibidor necesita el orden quieto, inamovible, de los que mandan para imponer ese ideal de la disciplina que para él lo es todo.

Porque a pesar de sus griteríos por la democracia, sus republicanismos de republiqueta, sus libertades de mentira todos sabemos que para él la vida es buena cuando se sujeta, se ordena, se obedece.

Y también sabemos que necesita obedecer para evitar la idea propia porque la idea es infinitamente peligrosa para sus soluciones de soldados a los que no se les permite dudar y para sus deseos que, como los de un patrón, son órdenes.

De la podredumbre de los que vociferan con él no habla, pero es claro que la acepta, poco le importa la droga de los suyos, el robo de los suyos, la pibita recién comprada de los suyos mientras quede debajo de los asientos de una acicalada camioneta, o arriba, de igual, lo importante es que todo tenga una apariencia adinerada porque  necesita odiar no por el acto cometido sino por la apariencia del que lo comete, por ese aspecto del otro que le sirve para sentirte más, y, como siempre hace, poder odiarlo por lo que él cree que es menos.

Un odio que es suyo, un odio que es su posesión. El odio que al prohibidor lo eleva.  El prohibidor no quiere vivir tranquilo, quiere prevalecer tranquilo.

Seguro de penar con muerte y enjuiciar sin juicio, no quiere que las cosas sean mejores quiere que sean castigadas.

No quiere un país “civilizado”, quiere que le den poderes de civilizador. Súper penas de civilizador. Equipo de civilizador. Botas, palos y armas de civilizador. Brigadas de civilizadores entrando, con armas, a civilizar. Civilizadores que civilicen las libertades, las protestas, los derechos, los penes, las vaginas, los libros de educación sexual, “las ganas de joder con lo del patriarcado y no me vengan a decir que es solo un porro…”

No dice “en un país normal” porque la normalidad le importe sino porque cree, íntimamente convencido está, de que todo lo que no piensa como él es la anormalidad, la antinaturaleza, la rareza o la locura, y él lo sagrado, lo hereditario, el derecho divino a ser lo normal, lo natural, el pensamiento depilado, el deseo dentro del pantalón, las Escrituras.

El prohibidor cree que hay un orden que nace en un ser superior, tal vez un dios jefe.  El pueblo es una zona de obediencia y la realidad –sin su respectiva institución al mando- es un acto de indisciplina, una insubordinación. Sin apellidos –para un prohibidor, los apellidos lo son todo- no hay país serio. Los apellidos son la oligarquía, la tradición, la realeza. Los apellidos son la dinastía. Los apellidos hacen el amor con otros apellidos y así se reproducen, de generación en generación y de gobierno en gobierno. Bajo los apellidos crecen la soja y la nacionalidad. Bajo los apellidos crece el país.

No quiere valores quiere religión, no quiere vivir en paz quiere portar armas. Prohibe aquél que solo le queda impedir, vallar, militarizar. Si tuviese conocimiento de cuándo a ha de suceder, antes de que alguien piense el prohibidor lo prohibiría, colocando un cartel que diga: ya pensaron por usted, cúmplase.

El puestito del prohibidor es una oficina recaudadora en los pisos superiores de Ciudad de Dios. Abajo, gobernado por los propios, el país. Respira, aliviado, frente a lo que ve. Una tierra quieta bajo los reglamentos, una cadena de mando, una restauración, el país -su país- es todo lo que no se puede hacer.

No abanderarán siete colores –cúmplase-, ni volarán colibríes –cúmplase- ni marea verde alguna crecerá –cúmplase- donde penillanure un país de gente que se rasure la barba.

El hombre al mando pasa y se detiene brevemente junto al escritorio. Si me llaman dígales que estoy reunido. Vaya tranquilo, doctor, responde el prohibidor, y, celular en mano,  hace jugadas con la bragueta de sus pantalones: patrón de desbloqueo, watsup, mensajes, “a las cuatro”, le responden desde una oficina cercana. El país vuelve a ser puro, blanco, sin falta cuando, eficiente, el prohibidor presiona borrar.

Que sería de un prohibidor, sin permitirse lo prohibido.

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