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La impaciencia, el deseo y la modernidad líquida

Por Marcia Collazo.

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Esperar se ha convertido en una circunstancia intolerable. Lo afirma el sociólogo Zygmunt Bauman, recientemente fallecido, en su libro Los retos de la educación en la modernidad líquida.

La idea del intelectual polaco es que día a día la gente se sigue educando, para bien o para mal, en prácticas y en patrones mentales que no necesariamente están ahí para avivarle el seso y despertarla. Por el contrario, dentro de la extendida lógica capitalista, a la gente se le ofrecen cosas que antes pasaban por “hacer” y que hoy pasan por “comprar”. De esto se trata, en gran medida, la cuestión de vivir o de sobrevivir en sociedad.

Si se consideran las diferentes acepciones de la palabra educar, se verá que refiere a adoctrinar, disciplinar, guiar, instruir, enseñar; y todo ello tiene también una relación directa con la cultura, la que se hace de manera cotidiana en los diferentes ámbitos de un país y sus instituciones. Brindar al público todas las comodidades imaginables a través de electrodomésticos robotizados, celulares que se doblan, computadoras que ya piensan solas, comida rápida pelada, rallada y troceada, es una de las muchas maneras de adoctrinar a la gente, no solamente en el consumo de cualquier cosa, sino además en una filosofía, en una nueva concepción del tiempo, en la que predomina la instantaneidad.

“Labores que solían efectuarse diariamente, en general sin quejas y a menudo con placer, han llegado a considerarse como una pérdida desechable, aborrecible y detestable de tiempo y energía”, escribe Bauman. Ojo, no estoy hablando de lavar sábanas a mano, acarrear baldes de agua y partirse la espalda picando leña para la cocina económica; tampoco de revolver durante dos o tres horas un caldero hirviente de dulce de leche. Pero no parece necesario andar comprando sopas y masas preparadas, por lo menos si se tiene en cuenta que las sopas y masas caseras son incomparablemente más sanas, baratas y deliciosas. Pero en la sociedad del instante, del impulso ciego, del deseo fugaz pero tiránico, impera el lema “lo quiero todo y lo quiero ya”, y la medida de mi poder se cifra en esa inmediatez.

“La posición de cada uno en la escala jerárquica se mide por la capacidad (o la ineptitud) para reducir o hacer desaparecer por completo el espacio de tiempo que separa su deseo de su satisfacción”, explica Zygmunt Bauman. Mucha gente podrá considerar que está bien lograr esa satisfacción. ¿Para qué esperar por lo que se desea?

Sin embargo, a los fervientes adoradores del capitalismo, del dinero, de la apariencia, de la comodidad hiperbólica, del lujo y del confort en todas sus manifestaciones; a los amantes de las satisfacciones y goces que el dinero brinda, habría que recordarles que Max Weber advirtió de un rasgo característico, una nota común que vincula a todos los grandes pioneros del capitalismo estadounidense, esos que empezaron vendiendo diarios o haciendo changas en el puerto y que después se hicieron millonarios.

Entre nosotros, Francisco Piria empezó con una modesta casa de remates situada en el Mercado Viejo (hoy Plaza Independencia) en la que vendía fruslerías, trapitos y joyas falsas, cosas de ínfimo valor por las que pregonaba y vociferaba nada menos que dieciséis horas por día, hasta quedarse ronco y enfermo. Con ese método de trabajo, más propio de una bestia depredadora que de un bicho humano común y corriente, llegó a amasar una de las fortunas más grandes de Uruguay.

¿Cuál es ese rasgo distintivo, al que ninguno de estos pioneros escapa? Es la postergación intencional de la gratificación. La espera indefinida para obtener el placer personal. El temple de colocar la voluntad como se pone la mira de un fusil, en el objetivo distante, y no en el deseo efímero e incontrolado. Claro que la virtud suprema de saber postergar el placer en aras de otra cosa superior no es, ni mucho menos, un atributo exclusivo de esos pioneros capitalistas.

En el extremo opuesto, el ejercicio de endurecer y dirigir la voluntad se ha encaminado, desde edades ancestrales, hacia la concreción de valores sociales, de movimientos revolucionarios, de hondas reformas políticas, culturales, económicas, y hasta religiosas. Decía Ernesto Che Guevara, en referencia a sus propias energías para la lucha, que “una voluntad que he pulido con delectación de artista sostendrá unas piernas flácidas y unos pulmones cansados. Lo haré”.

Mahatma Gandhi, el hombrecito que con una sonrisa amable logró derrotar al imperio británico y expulsarlo de la India, se alimentaba de cuajada de leche de cabra y tejía por sí mismo, en una rueca, las telas con las que se cubría. Cuando fue a parlamentar a Londres, en pleno invierno, vestido con ellas, la gente no se rio al verlo pasar. Venía como héroe de guerra, como ganador suprahumano, como símbolo de lo que puede lograr la determinación de un pueblo entero, sin armas, sin ejércitos y sin dinero contante y sonante. La gente dejó de ser inglesa cuando vio a Gandhi; se volvió universal por un segundo.

En la presente modernidad líquida, y vuelvo a Bauman, hemos pasado de la feroz combatividad por derechos, sueños y oportunidades (pensemos en todas las revoluciones liberales, comenzando por la Revolución Gloriosa de 1688 en Inglaterra, en la que participó John Locke, hasta llegar a la revolución hispanoamericana de 1810), a un estado anfibio en el que flotamos sobre esas mismas libertades, como una hebra de lechuga con demasiado aceite. Abandonada a su triunfo, la hebra de lechuga, o sea nosotros, “nos enfrentamos a la obligación de ser libres” (Bauman).

Dicho en criollo, hemos perdido el sentido de la libertad, de su dolor, de su exigencia y de todo lo que se fue quedando en el camino que llevó a su conquista. Hemos dejado de ser universales en el sentido de la modernidad ilustrada, porque hemos perdido en algún sitio del océano las viejas certezas que operaban como otras tantas brújulas. Nos hemos transformado en seres centrados en un individualismo que vuelve precarios, volátiles y frágiles nuestros vínculos con todo lo que nos rodea. Nos transformamos así en un gran sujeto, compuesto de todos los sujetos, que corrompe una y otra vez su naturaleza al huir de sí mismo, de sus potencialidades, de su propio e intransferible poder de transformación.

Agrega Bauman: “La solidez de las cosas, incluidos los vínculos humanos, se interpreta como una amenaza. Cualquier juramento de lealtad, cualquier compromiso a largo plazo (y mucho más un compromiso eterno), se desdeña como algo repulsivo y alarmante”. Incluso anda dando vueltas en las redes sociales –y antes lo hizo en los famosos best sellers de la autoayuda– la idea de que deberíamos desechar todas aquellas relaciones catalogadas como tóxicas, negativas, portadoras de tristeza, de fealdad, de presión y de reclamo.

No puedo concebir una idea más brutal y egoísta. Mi hija fue quien me lo hizo ver, hace ya muchos años, cuando ella era apenas una adolescente y yo una mujer escudada, en cierto modo, debajo de mis estereotipos. Después de curiosear el libro que una amiga me había regalado, leyó la manida fase “todo está bien en mi mundo” y exclamó: “Si siguieras estos consejos, te transformarías en una idiota; dejarías de ver la vida y sus problemas”.

Ella tenía razón, por supuesto, demostrando que los niños y los adolescentes no suelen equivocarse jamás en materia de reflexiones profundas. Porque si las relaciones humanas, pareja incluida, dependieran únicamente de los beneficios que puedan generar, como si se trataran de una cuenta corriente, y si al menor roce, conflicto, diferencia o queja, adiós vínculo, la ecuación final sería cero responsabilidad y cero solidaridad, lo que a la larga no es más que cero humanidad.

Bueno sería desandar ese mecanismo perverso, y recordar –estemos o no estemos de acuerdo con el ideario del Che Guevara– que todavía podemos pulir nuestra voluntad con delectación de artista, y que eso vale para todos los tiempos, para todos los seres humanos y para todas las luchas.

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