“El hombre encuentra a Dios detrás de cada puerta que la ciencia logra abrir.” Albert Einstein ¿Por qué el hombre ha tenido históricamente la necesidad de creer? Esta es una de las preguntas que han intentado develar, desde distintos ámbitos y estrados, los más importantes filósofos y pensadores de la historia. Desde la explosión racionalista del siglo XIX, y aun antes, los hombres de ciencia han estudiado y hasta repudiado las creencias religiosas; pero estas han permanecido estoicas (aunque no sin mutaciones) a lo largo de los siglos. Estos mismos hombres, para los que la razón y la ciencia se convirtieron en un credo en sí mismo, cayeron inevitablemente en ese mismo juego. La razón fue su religión y la ciencia su credo. Por otra parte, desde la doctrina marxista, la religión y las creencias aparecían como parte de la superestructura ideológica, por tanto, una mera reacción a los cambios materiales de la sociedad. Pero ese “opio de los pueblos”, del que escribía el mismo Karl Marx, aparecía como una forma de control, de dominio de las masas. Desde la antropología, muchos estudiosos han visto en el pensamiento mágico religioso una necesidad del ser humano de explicar aquello que lo sobrepasa, o sea, aquello que no comprende. Pero, como una sutil ironía, mientras más avanzan los tiempos y la ciencia se acerca a develar incógnitas más asombrosas y a explicar el mundo, se ha dado a nivel mundial –y particularmente en América Latina– una explosión del pensamiento mágico religioso. Como si el hombre necesitara ser guiado por algo superior, o por lo menos no sentirse terriblemente solo en medio de un mundo dominado por el azar. “Dios no juega a los dados”, mencionó alguna vez Albert Einstein. La explosión de la posmodernidad generó una sociedad que tiene la necesidad, ya sea natural o impuesta, de creer en algo o en alguien superior. Una fuerza mayor, la cual es más poderosa que nosotros e influye en forma directa o indirecta en nuestras vidas. Esta necesidad viene evolucionando junto al ser humano desde sus comienzos y ha acompañado a este en cada una de sus etapas de diferentes formas; en la escena posmoderna en la que estamos inmersos, frivolidad, individualismo, apatía, indolencia, hedonismo. Ya no es muy común encontrarnos con seres que intenten enfrentarse a ella o que persigan una utopía personal que ofrezca una alternativa a la situación. En Oriente existe una resignificación de las religiones reveladas tradicionales: islamismo, budismo, hinduismo, entre otras. Pero en Occidente se ha dado un proceso diferente, aunque tremendamente irónico; mientras las religiones reveladas tradicionales caen estrepitosamente en el desprestigio, las alternativas new age o los “misticismos mercantilistas” ocupan su lugar. La religión revelada tradicional, el catolicismo, ha caído en un proceso de desprestigio hace varias décadas. Desde los golpes anticlericales jacobinos hasta las dudas cuasi existenciales en la que la hizo caer el racionalismo, la Iglesia Católica no sintió, empero, tanto estos golpes como sus propios errores (de cara al siglo) y luchas intestinas. Pero esto no tuvo que ver con una pérdida de pensamiento mágico religioso, sino que la población ha buscado otras alternativas a esta religiosidad. Han aparecido creencias, sectas, grupos que apelan a otras formas de religiosidad, ya sea alternativas new age ensambladoras, así como el cristianismo pentecostal mercantilista. Desde grupos indigenistas, angeología, numerología, grupos orientalistas, cristianismo new age, entre muchas otras. El siglo XXI parece no percatarse de que Dios murió a finales del siglo XIX y principios del XX. Quizás no se percató tampoco de la periodización del padre de la sociología, Auguste Compte, en la que estaríamos en un período denominado estado científico o positivo. Detrás de estas concepciones se encaraman los racionalistas, los anticlericales, los ateos y los agnósticos, sin poder vislumbrar definitivamente el fin de la superchería, de las religiones o del misticismo que crece y se apodera del mundo. “Dios ha muerto” escribió Friedrich Nietzsche en La gaya ciencia, sosteniendo que el valor moral fundamental, la primigenia teleología había sido asesinada por los hombres. Pero en realidad la muerte de Dios no pasó de ser un eslogan brillante y reflexivo de una serie de célebres filósofos, una cadena de muertes sucesivas en el siglo XX que no hicieron otra cosa que generar más partos. Murió el arte y nacieron Salvador Dalí, Pablo Picasso, Frida Kalho; murió la filosofía y aparecieron como de la nada Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Michel Foucault, Noam Chomsky; murió la novela y los novelistas irrumpieron en el mundo editorial con más fuerza que nunca, y murió Dios y las religiones ascendieron más fuertes de la muerte impuesta. Compte, padre de la sociología y hasta creador de su nombre, sostenía en su Curso de filosofía positiva que las sociedades pasan por tres estados en lo que refiere a lo teórico, tres estados perfectamente contrastables y medibles, en definitiva es el padre de la filosofía positivista y las leyes de la sociedad son el instrumento de Compte. Esos tres estados por los que transitaban las sociedades eran: la edad teológica o religiosa, la metafísica y finalmente, la científica o positiva. Una analogía natural surge con el crecimiento de un ser humano: la niñez, la juventud y la adultez, conceptos tan absolutos como tranquilizadores. Igualmente parecería que estamos transitando momentos en el mundo de hoy que parecen sacados de los tres estados de Compte al mismo tiempo y viajando a altas velocidades. El misticismo y las creencias que explican el mundo han vuelto a aparecer en algunos estrados, la teleología vive y lucha y las reglas que parecían quebradas hace muchos siglos han vuelto (quizás nunca partieron) a dominar algunos discursos. Transitamos por un momento en nuestra sociedad en el que se observa, a simple vista, la explotación de la necesidad de los seres humanos de creer en algo, como una forma de hacer dinero, y es así que surgen diferentes tipos de iglesias o templos (bendecidos y sacrosantos, místicos y sapienciales), los cuales prometen sanar todo tipo de males o solucionar todo tipo de problemas sin importar cuán importante sea, sólo consumiendo diferentes productos por los cuales cobran abultadas sumas de dinero. En Occidente –particularmente en Latinoamérica–, esa batalla se está perdiendo con todo éxito, y en Oriente –agitado y enervado por odios e imperialismos históricos–, la prevalencia de lo místico, de la religión, de las reglas, se ha convertido en una forma de lucha política, en una forma revolucionaria de combate. La trinchera en Oriente es la religión. En occidente el tema parece menos mundano y más pusilánime, los hombres prefieren en algún punto ficciones más que tristezas. Escribe con maestría Michel Onfray: “[…] que prefieran las ficciones tranquilizadoras de los niños a las crueles certidumbres de los adultos. Prefieren la fe que calma a la razón que intranquiliza, aun al precio de un perpetuo infantilismo mental. Son malabares metafísicos a un costo monstruoso”. Ese costo se refleja en una sociedad políticamente correcta y pacata, moralmente desquiciada, que acepta con beneplácito todas las formas de creencia bajo la coraza de la libertad, escondiendo beneficios y prebendas a estas religiones de bufé. Por su parte, las religiones reveladas clásicas bracean como un ahogado y, desesperadas, lanzan su grito a través de las nuevas tendencias –redes sociales, nuevas formas de comunicación–, pero se siguen hundiendo en el fango del desprestigio. No hay balconera que las salve, aunque siguen defendiendo las pingües prebendas de los Estados. Creer o no creer, esa en la pregunta que corta los siglos, los tiempos, más allá de que se creía superada en el ámbito filosófico. ¿Pero no es esa acaso la búsqueda, que transversalmente corta todos los tiempos históricos? ¿Tenemos la inexplicable necesidad de creer? ¿Habrá alguna vacuna que nos inmunice?
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