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El operativo Mirador y sus implicancias

La intervención del Estado en el territorio y los derechos humanos

El miércoles 20 de diciembre, la Policía realizó uno de los más grandes operativos de que se tenga memoria. Al menos por su focalización en una zona de Montevideo, en este caso, el barrio Casavalle.

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Una primera característica de este operativo (denominado Mirador), además de la participación de más de 600 efectivos, fue su carácter sorpresivo y la sincronía que existió con la Fiscalía, que no sólo habilitó su realización, sino que además expidió 68 órdenes de allanamiento a fincas de Casavalle y Los Palomares. Operativo Mirador: por detrás de lo aparente El acceso a la zona estuvo bloqueado desde horas tempranas y al cabo del día se había procedido a detener a cuatro personas y a incautar cinco kilos de cocaína en estado puro, una cantidad indeterminada de marihuana y algunas armas. En apariencia, resultados magros para una operación de tal envergadura. Sin embargo, esa es sólo la apariencia. Otra deducción aparente que se podría hacer es que el operativo Mirador fue una continuación de los operativos de “saturación” que se realizaron durante la presidencia de José Mujica. Pero también eso carece de lógica interna. Si aquellos operativos se caracterizaron por la espectacularidad, no fueron mucho más que un despliegue de poderío en las llamadas zonas rojas, que en algunos casos tuvieron consecuencias desfavorables (como lo fue, por ejemplo, el homicidio de un joven en el barrio Santa Catalina a manos de un agente policial). En este caso se sabía a qué y adónde se iba. Es decir, el despliegue tenía objetivos específicos, había sido coordinado con la Fiscalía y apuntaba a desarticular el control que una banda (los “Chingas”) tenía sobre el barrio. Hasta allí nada nuevo. Sin embargo, las revelaciones posteriores permitieron avizorar una realidad completamente nueva, que tiene sus orígenes en el completo desplazamiento de una banda por otra y en la hegemonía que lograron los “Chingas” luego de la derrota de la banda rival, liderada por Gerardo Lalo Algorta, quien fue ultimado de ocho disparos el pasado 7 de diciembre.   La ruptura de un modelo Pero la verdadera originalidad que se desnudó con el descabezamiento de los “Chingas” no es su hegemonía en el territorio, sino la manera cómo la ejerció, expoliando y expropiando a la población, a la manera de una fuerza de ocupación. Salvo lo que acontece en algunas zonas rurales de América Latina, esa modalidad de accionar mafioso es prácticamente desconocida. En los tres meses transcurridos desde que la banda de Algorta fuera erradicada del territorio, los “Chingas” expulsaron de sus viviendas a unas 200 familias y expropiaron 60 viviendas, apropiándose de las pertenencias de sus moradores. Las casas y efectos personales de sus víctimas eran alquiladas o vendidas a precio ruin y el excedente era quemado públicamente una vez por semana, en algo parecido a un ritual de sumisión. La existencia de bandas organizadas en Uruguay no es un fenómeno nuevo. Existen al menos desde los años 50. Su implantación territorial tampoco es completamente novedosa, más allá de que en la actualidad se hayan trasladado a la periferia de la capital, pero lo que marca un antes y un después es su modus operandi. Originalmente, ya fueran bandas de pequeño o mediano porte (grandes nunca existieron), las mismas cuidaban el territorio desde el que operaban. O se mimetizaban con sus pobladores o en algunos casos dispensaban dádivas. Este “modelo”, si es que así puede llamársele, está presente en casi todas las urbes del subcontinente (salvo quizás en algunas zonas de tránsito de la droga hacia Estados Unidos). Su paradigma puede ser Brasil, donde los “comandos” (más allá de sus periódicos enfrentamientos y la guerra con la policía y el ejército) no actúan en perjuicio de los “favelados”. Es más, se presentan como los defensores del statu quo ante la ausencia del Estado.   El poder y la escoria Esta modalidad de accionar, también presente en Uruguay, comienza a deteriorarse luego de la dictadura. Dos factores son sobresalientes para que esto suceda. El primero es la irrupción del narcotráfico y el segundo es la lucha entre distintas bandas por el control del territorio. Todo esto en el marco de una marginalización (material, social y cultural) de parte de la población, cuyos efectos pueden haberse atenuado pero no revertido. A esto se agrega -y no es una consideración menor- lo esmirriado del mercado uruguayo, que hace que la renta producida por las actividades delictivas (salvo las de cuello blanco) sean irrisorias si se las compara con las que se pueden obtener en Argentina o Brasil, por ejemplo. En ese marco, los “Chingas”, un clan de tercera generación, inauguran una modalidad absolutamente novedosa. Se hacen del poder en una zona y en lugar de operar a partir de la misma, lo hacen sobre ella. Es decir, en lugar de utilizar el barrio como base operativa, inauguran una suerte de vasallaje sobre el mismo, lo que obliga a la autoridad a intervenir para desarticular esa singular satrapía. A tales extremos llegó el poder de la banda sobre el barrio, que llegaron a controlar la plaza, centro de reunión habitual de sus habitantes; paralizaron el centro de salud y tensaron el miedo hasta tal punto que en el horario vespertino del liceo de Casavalle las inasistencias ascendieron a 83%, forzando la clausura anticipada del ciclo lectivo. Ante esta situación, la Policía actuó con celeridad y tomando todos los recaudos legales para su accionar. El hecho confirma lo que en reiteradas ocasiones ha advertido el Ministerio del Interior, utilizando términos como “feudalización de la delincuencia”, ”control de territorio” o “zonas liberadas” (expresión poco feliz). La experiencia de Casavalle indica que efectivamente existe un repliegue de las bandas delictivas sobre determinados territorios. Los mismos son escenario de una lucha permanente con otras bandas por el control del mismo. La originalidad de la peripecia de los “Chingas” es que se hicieron con el poder absoluto en una zona considerada estratégica para el narcotráfico. Luego, no supieron que hacer con él y comenzaron a saquear el territorio y victimizar a sus habitantes. Recomponer la situación desde el punto de vista del orden público no resultó tarea difícil para la Policía. Sin embargo, es preciso relevar la evolución de la vida social de una comunidad que ha sido severamente afectada. En ese sentido, seguramente no alcanzará con medidas represivas, sino con la conjunción de un grupo de herramientas de inclusión que involucren al conjunto del Estado y la sociedad civil.   Territorialidad y derechos En cuanto a la disputa por el territorio, seguramente continuará y tendrá reconfiguraciones a las que se deberá estar atento. La apuesta de las autoridades del Ministerio del Interior es a que el Estado esté presente en todo el territorio nacional, impugnando la “feudalización” que pretenden determinados grupos. Pero ese control territorial a ganar para el derecho de los ciudadanos no se limita al accionar de la delincuencia organizada, sino a otras formas de violencia que están recrudeciendo de manera sistemática y que también parten de un presupuesto real o imaginario de control territorial. Al escribir estas líneas nos llega la noticia del asesinato de un dirigente del Sindicato del Transporte en Rivera. Luego de reiteradas denuncias de maltratos y castigos en otros territorios que no son Casavalle y Los Palomares, también podemos considerar que existe allí una disputa territorial que en definitiva es una disputa por derechos. También allí deberá concurrir el Estado con todas sus baterías para garantizarlos.

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