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La mujer domada

Por Laura Martínez Coronel.

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Caras y Caretas Diario

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“Vivir es la voluntad de vivir.”

Simone de Beauvoir

La vida puede cambiar en un instante. La línea recta imposible no nos sostiene y caminamos en círculos de forma incansable, siempre solitaria, en una eterna discusión en la cual nos enfrentamos a nosotros mismos. Nosotros, los carceleros y encarcelados, besando muchas veces la mano temblorosa y hostil que suele ser extremadamente dura cuando cierra brutalmente el candado. Quedamos ahí, en algún rincón, seriamente jugando.

Por la mañana se escucha el canto de los pájaros. Cerca está el mar. Finalmente el mar, cuando por años la piel deshabitada encendía sus preguntas al lado de los ríos con camalotes oscuros y peces asfixiados.

Cerca de mí duerme una mujer joven y triste. Ha llegado en la madrugada, su respiración es difícil. Sufre. Ayer se perdió en la tarde llevando algunos libros de poesía, está embarazada y confusa. No sabe si quiere ser madre; su embarazo ya está avanzado y ha ido comprando pequeñas ropas, cajas de música, cunas decoradas con osos asombrados. Una vez dijo que temía no poder concebir, quedó huérfana en la infancia. Tuve un sueño, me veía con su hijo en los brazos. Ahora está ahí, haciéndose preguntas con una triste alegría que crece a diario.

–Yo no quería esto –dice–, pero bueno, ahora lo tengo que tener.

Es una mujer adulta. No tomó precaución alguna para no embarazarse, un día sucedió. Habla de sentimientos que confluyen en el centro de una severa confusión, pasan por sus relatos varios nombres e historias, nadie la quiere, dice, ella parece querer a todo el mundo, eso no es posible, está furiosamente sola, escribe que en algunos momentos le hubiera gustado ser Alfonsina y tener el valor de sumergirse en el mar desapareciendo para siempre.

El mandato social que pesa sobre nosotras para que seamos madres es muy grande, negarlo es una torpeza. Si rompemos con eso tenemos problemas, somos seres incompletos, inhumanos, egoístas. Luego está el papel de la madre del tango, abnegada, capaz de inmolarse por los hijos y así ganarse la admiración de la sociedad entera, no decir ni siquiera en susurros que no es fácil, que ha dolido y duele. Varias veces hasta las que hemos tenido algunos hijos, enfrentadas nuevamente a la decisión, lo pensaríamos más de una vez, pero hay que estar presente con el dolor idéntico de los huesos que se abren la vida entera en una suerte de parto interminable con fortaleza de diosa griega y nunca bajo concepto alguno delegar la función ni siquiera en el padre puesto que es completamente “antinatural” y sólo un animal en estado de desquicio haría eso con su cría. ¿Quién quiere ser ese monstruo al cual le gana el hambre de vida y devora sus hijos para terminar en el círculo más siniestro del infierno?

Las mujeres somos personas, cumplimos determinados roles socialmente aceptados y hasta venerados, no siempre a gusto; nos postergamos en muchos, somos atacadas, juzgadas, condicionadas, no necesariamente por hombres, sino por otras mujeres que sintiendo que no vamos por el camino correcto van a hablar hasta el agotamiento dando indicaciones sobre las grandes maravillas de una existencia imposible.

Ser mujer y madre no parece ser compatible, hasta puede desencadenar en un asunto que lleve al enfrentamiento. Al nacer la madre, la mujer debe desplazarse y andar de cuclillas ahogando lo que siente. Amar se ama a un hombre, la mujer que se enamora de otra mujer parece estar socialmente aceptada; experiencias extremadamente cercanas me dicen que el discurso suena bonito, pero que es mayoritariamente falso. A los hombres les puede pasar algo similar, pero el peso que hay sobre una mujer es tan grande que a veces no entiendo cómo podemos avanzar siquiera un poco con una mochila tan severa sobre la espalda, gigantesca y homicida, que quiebra nuestra columna de antemano.

La madre, la esposa-lleva-cadenas debe cumplir determinadas expectativas, es la que espera, la que perdona, la que sutura la herida, la que hay que domar. La otra, la indomable, la que dice que no a lo que se espera de ella, la que se viste como se le antoja no esperando ser bombardeada por los “piropos” del macho, que, obedeciendo su “naturaleza”, escupirá sus pulsiones atacándola, la que se equivoca, la que prefiere dedicarse a estudiar, la que está sola por opción, la que jura fidelidad ante sí misma, la que atiende lo que siente aunque la culpa la amenace de forma implacable. Esa es una mujer maldita, y aunque alguno le diga con una mueca extraña, entre la complacencia y la indignación, “te admiro”, está cerca “del exilio y la excomunión” y la cuota de sufrimiento agregado la aguarda implacable.

La libertad es peligrosa, es difícil saber qué hacer con las palomas y sus jaulas; podemos incurrir en graves errores utilizando la llave del cerrojo de forma inadecuada, cerrando brutalmente la puerta y provocándonos heridas en las manos en lugar de abrirla hacia la vida.

La condena de la libertad, esa especie de frase que abre las alas para sumergirnos en un aljibe en el que nadie se acercará al brocal con la famosa cuerda de la “salvación”.

Estamos en un mundo que sufre, posiblemente hace mucho, que este lugar es el tal valle de las lágrimas, la belleza puede ser en extremo dolorosa, casi mortal, la dictadura de la felicidad es bien visible, desde las peores frases de “autoayuda” que pululan por las redes a los entrenamientos para llegar a la meta de las constelaciones brillantes son extrañas rutas por las que uno camina sin gran convencimiento, esperando una suerte de milagro.

Todo sucede en apariencia, una alegría de pasajeridad contundente, una búsqueda constante, un desencuentro infernal interminable.

En algunos momentos de la historia alguien me dijo que adoptaba posturas masculinas. No sonaba a elogio, aunque la persona en cuestión considerara que era capaz de asumir más riesgos que otras mujeres o pensaba de un modo en el que el diálogo conmigo era posible. Aparentemente una mujer que piensa y tiene opciones que parecen no corresponder a los designios de la matriz es de una especie inclasificable y traiciona la fragilidad esperable de su género ligado a ramos de flores y carrozas de Cenicienta, para subir la escalera de forma precipitada desordenando los escalones y sin utilizar el pasamanos, lo que termina dañando los andamios de la dulzura impidiendo que otros la logren utilizar fácilmente.

Lo veo todo el tiempo, forma parte de mis días seguidos de otros días con sus laberintos y minotauros en los que también confusa, como la mujer que escucho respirar trabajosamente, trato de desprenderme de los complejos mandatos con que se pretende que actúe de forma determinada.

Sé dulce, “recatada” y entonces te rescatarás de ti misma, asume que tu historia te juega en contra, acostúmbrate a hacer de la lástima amores eternos. Si la incomunicación hace de tu vida un enorme desierto, sé una fabricante de espejismos, no busques diálogos fuera de la celda, confórmate, estás envejeciendo, tienes problemas hormonales, eres madre, ocúpate, detente, es hora de que te detengas.

En Ensayo de la ceguera, de Saramago, dice: “Sólo los locos salen”. Debe ser por eso que dejo la caverna y corro desnuda a ocupar el sitio de los desterrados, completamente distraída ante la suerte de inquisición que afuera espera, siempre dispuesta a emitir su juicio implacable.

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