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La música de la vida

Por Marcia Collazo.

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Caras y Caretas Diario

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La vida es una novela. Lo he dicho muchas veces y no deja de ser una frase manida, pero contiene un residuo de verdad que haría las delicias de un filósofo. Para Pitágoras todo dependía del número, y también del ritmo de las esferas celestes, cuya música es inaudible para el ser humano, pero está ahí de todos modos. Si traslado la idea pitagórica a nuestra carnal y pensante existencia, encuentro que la vida va sonando a lo largo del tiempo con diferente música, según como nos va en esa peripecia tan erizada de riesgos y de obstáculos. Con los libros (o sea, con el correlato escrito de la novela de la vida) pasa más o menos lo mismo. Los libros tienen cada cual su ritmo, al igual que las películas y las canciones, y nos hacen bailar a su propio compás. Eso se sabe de manera inconsciente, y se trata de una característica crucial a la hora de elegir una lectura, cuando pasamos como al azar las páginas o nos detenemos en la primera frase, que suele ser decisiva. Hace pocos días se anunció la aparición de una nueva y esperada novela de Paul Auster, llamada 4321. El propio autor, que pasó los últimos siete años sin publicar, expresa en una entrevista que esta obra “es un ballet”. Dice que “la novela va danzando. Otras novelas mías sonaban con el ritmo de alguien que corre”. Me parece bastante cierto. En lo personal, siempre me sucedió algo curioso con él. No me costaba nada comenzar a leerlo; incluso me atrapaba, por lo menos hasta la tercera parte del libro. Pero en determinado momento comenzaba a perder interés, no porque me hubiera decepcionado el escritor -esto habría sido lo fácil, lo esperable-, sino porque su ritmo me llegaba a resultar denso o agobiante. El asunto no es que un escritor tenga que narrar de tal manera como para hipnotizar a todo el mundo, ya que esto, además de resultar imposible, es en sí mismo ridículo; el asunto es que en ocasiones Auster se vuelve demasiado estadounidense para mis lejanas ondas australes, dicho sea con todas las prevenciones del caso. A Paul Auster lo han motivado a escribir cosas como la Guerra de Vietnam, la muerte de Kennedy y los atentados del 11 de setiembre, y se podría alegar que esto es muy comprensible; al fin de cuentas se trata de acontecimientos de calado universal. No son menos universales, sin embargo, los sufrimientos de la gente en África, tierra destrozada por guerras sucesivas y brutales de las que nada sabemos y que no despiertan casi en absoluto nuestro interés, aunque el año pasado la editorial Banda Oriental haya publicado a dos excelentes escritores africanos. Cuando Gabriel García Márquez recibió el premio Nobel, sin ir más lejos, un inglés cuyo nombre he olvidado dijo, desde Inglaterra, con un dejo de extrañado horror, que para él la literatura del colombiano era totalmente incomprensible. Auster, de todos modos, vuelve por sus fueros y el mundo parece aguardarlo. El año que viene asistirá a la Feria del Libro de Buenos Aires, en donde a Montevideo le toca ser la ciudad homenajeada. Me pregunto si alguna vez Auster habrá oído hablar de Montevideo, que es, en términos de vinculaciones con Occidente, mucho más francesa que inglesa, y que no tuvo en el siglo XIX demasiado contacto con la tierra del norte, pero que supo encandilarse con la cultura y con el confort estadounidense ya desde el 900, cuando Rodó, advertido y sorprendido por el fenómeno, habló de nuestra “nordomanía”. Y a propósito de este hecho, y ya que hoy estoy relacionando la vida con la música, me pregunto dos cosas: qué puntos de inflexión de la historia, del destino humano y de la vida pura y dura nos han motivado a escribir en Uruguay, y cuál podría llegar a ser nuestra música. En cuanto a los temas que han motivado a nuestros escritores, por lo menos desde los años noventa, surge claramente el de la dictadura militar, los exiliados y los presos políticos; sobre ello han corrido y continúan corriendo ríos de tinta. Está también la floración anterior de una o dos generaciones de escritores que comenzaron a ocuparse del paisaje urbano con tanto entusiasmo como otros lo venían haciendo respecto del paisaje campero. El ritmo de la literatura uruguaya de la mitad del siglo seguía siendo todavía más una milonga que un tango, aunque llegó a mezclarlos -pienso en Francisco Espínola y en Sombras sobre la tierra– y después fue derrapando delicadamente hacia una suerte de jazz autóctono. Morosoli (otra vez el ritmo de la milonga, el tango, la radio del peón rural colgada de un clavo en el galpón, o la radio de boliche con una foto de Gardel encima) también supo unir a los tipos humanos del campo y del pueblo en una misma constelación de sentimientos, necesidades y deseos universales. ¿Y después? Después nos revolcó la dictadura, y, si mal no recuerdo, se quebró la rama del pensamiento en todos sus órdenes. Durante esos años sombríos casi nadie pensó a fondo en Uruguay, o no pudo continuar haciéndolo, o se le fueron las ganas o se murió en el intento. Hubo que esperar mucho tiempo a que la rama quebrada comenzara de nuevo a dar brotes, aunque los escritores que se quedaron o pudieron quedarse continuaran escribiendo más que nunca, atrincherados en sus bares míticos como el Sorocabana o el Lobizón, munidos de sus lápices y de sus libretitas, duros de temple como para aguantar el alud de desgracias que les deparó el destino. Su producción no dejaba de ser luminosa y salvífica en medio de la desolación de aquellas horas, en que faltaban dos cosas principales: diálogo y libertad. Después de la dictadura, cuando de a poco ambas cosas fueron reapareciendo, surgió el tema al que me he referido antes: el de los desaparecidos, los exiliados y los presos políticos, la cárcel, la tortura, la desintegración de las familias, la angustia y la locura. Se me podrá decir que no es el único tema, ni mucho menos, que ha inspirado a los escritores uruguayos, pero si lo analizamos en sus derivaciones más o menos ocultas, imprevistas, ciegas y subterráneas, creo que sigue siendo la gran espina dorsal de nuestras vivencias del último tercio del siglo XX. Como tal, ha dejado su impronta hasta en los sitios más lejanos y se ha desparramado, igual que las semillas en el viento, hasta alcanzar, al menos, a la generación siguiente. Tremendo desafío preguntarse cuál podrá ser su música. Confieso que jamás había pensado en eso hasta ahora, cuando escribo estas líneas. Sin embargo, si Pitágoras tiene razón, si las esferas celestes producen una música inaudible y el ritmo de los números lo determina todo en el cosmos, entonces esa literatura alguna música tendrá. Sea cual sea, resultará tan inquietante y desgarradora como su contenido narrativo.

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