Los antiguos ya lo pensaron todo, y crearon un mito que hoy por hoy vive y lucha: se trata del famoso nudo gordiano. El caso de la niña a la que un juez pasó de año es un perfecto ejemplo de tal nudo, engrosado día a día merced a la opinología furibunda. Claro que tal opinología tiene su lado bueno. Permite sacudir el árbol para ver qué cae, y sacar conclusiones al respecto. Como abogada y educadora que soy (*), me considero lanzada a la arena de esta polémica, sin pretextos y sin vueltas. Tengo que echar una mirada sobre el asunto de este recurso de amparo, con todos los riesgos y los desafíos que supone hacerlo a través de un artículo breve destinado, no a una revista jurídica especializada, sino al público en general. Ante todo entiendo necesario despejar algunas cuestiones dignas de Perogrullo: a) En un Estado de derecho, cualquier situación de la vida puede ser judicializada; basta para ello la vulneración o la amenaza de vulneración de un derecho. b) No puede esgrimirse ningún argumento, autoridad o título para obstar a la acción de la Justicia o para impedir el acceso a ella; lo que comprende también a la autonomía técnica o normativa. c) Lo anterior no significa que la autonomía técnica o normativa no exista; por el contrario, cuando se suscite una cuestión en la que deba ser oído su dictamen específico, es preciso que la Justicia lo recabe, lo utilice y lo pondere debidamente. d) El hecho de que se judicialice una situación cualquiera de la vida, o sea que se lleve ante los tribunales, no supone que se haga o deba hacerse lugar a la eventual demanda. e) Una sentencia judicial debe ser acatada, pero su sometimiento a juicio crítico, o sea a un análisis de tipo lógico, en el que además puedan realizarse consideraciones propias de las ciencias humanas, no supone desacato alguno, y es incluso deseable desde el punto de vista de la ciencia jurídica. Dichas estas elementales verdades (que, ojo, en realidad ni son de Perogrullo ni agotan el elenco ni constituyen tautologías ingenuas, sino principios y razones a defender a toda costa), pasaré a realizar algunos comentarios sobre el caso de la niña que tanto ha ocupado la atención del país en estos días. Me apresuro a aclarar que no abordaré el contenido de la sentencia en sí misma y que tampoco tomaré partido. Quiero realizar, más bien, un par de reflexiones que a estas alturas entiendo más que urgentes. De todo se ha dicho sobre el dictamen del juez, a su favor y. más que nada, en su contra. Pero los recursos con que contamos los seres humanos para ejercer la acción de juzgar son limitados. Las normas en sí mismas lo son. El lenguaje en el que están expresadas es, como todo lenguaje humano, pobre, dificultoso, lleno de equívocos y hasta de imposibilidades semánticas. Se trata de lo que Herbert Lionel Hart, un gran iusfilósofo británico, llama la “textura abierta del lenguaje”. Para decirlo en sus palabras, “las situaciones de hecho no nos esperan claramente etiquetadas, planchadas y dobladas, ni llevan su clasificación jurídica escrita encima para que el juez simplemente la lea. En lugar de ello, al aplicar reglas jurídicas, alguien debe tomar la responsabilidad de decidir, con todas las consecuencias prácticas que ello involucra”. Decidir es, en buena medida, una cuestión de lenguaje, o mejor aun, de interpretación de lenguaje. Conceptos como el derecho a la educación, a la trayectoria educativa y a la obtención de logros en tal materia; conceptos como la bondad o la maldad de la repetición, en el caso específico; conceptos como la autonomía técnica para expedirse en materia educativa, y muchos más por el estilo, son ni más ni menos que el barro con el cual debe levantarse el edificio del caso de la niña. A la idea de textura abierta del lenguaje debemos sumar, en el pensamiento de Hart, “la zona de penumbra” de la norma, ante lo cual el panorama se torna aun peor. ¿Qué viene a ser la zona de penumbra? Vuelvo a la pobreza y a la viscosidad del lenguaje. Hay aspectos de una norma, o de un cuerpo de normas -como la Constitución-, que pueden parecer clarísimos porque existe cierto consenso o acuerdo general al respecto. Otros, en cambio -y son la abrumadora mayoría, por cierto- permanecen en una dudosa penumbra; para aplicarlos, hay que interpretarlos, pero al hacerlo nos apartamos, así sea en milímetros, del acuerdo general al que hacía referencia. Y comienzan entonces los equívocos y la danza de las confusiones (¿se acuerdan del nudo gordiano?). Un buen ejemplo de dicha zona de penumbra, interpretación mediante, sería sostener que el derecho a la educación, en el caso de la niña, pasa por continuar con la trayectoria educativa (o sea, pasar de año) y que dejarla repetidora equivale a la vulneración de su derecho. Podría ser, sin embargo, exactamente al revés: el derecho a la trayectoria educativa puede implicar la repetición, para potenciar y desarrollar determinadas capacidades y habilidades, de cara a logros futuros; y la repetición, por tanto, lejos de vulnerar su derecho, podría reafirmarlo. Entramos aquí en el terreno de la filosofía pedagógica: hay una delgada y frágil frontera entre las potestades específicas del juez y las que competen a otros sujetos y órganos. Una cosa es limitarse a ponderar la situación de la niña, en tanto sujeto de derecho; y otra, muy diferente, es decidir no ya en el estricto rol de magistrado, sino en el de educador. No estoy defendiendo la posición del juez o condenando la de Educación Primaria, sino más bien problematizando, o desarmando para volver a armar. Se trata, obviamente, de un caso dudoso. Y en un caso dudoso, al juez no le queda más remedio que llevar a cabo una elección entre dos o más posibles alternativas. El problema reside, precisamente, en que las dos alternativas que se le presentaban eran, más que jurídicas, pedagógicas. Y tomar una (repetición) o la otra (pasaje de grado) era seguir girando en torno al rabioso nudo gordiano; o sea, en torno a la zona de penumbra en la cual se ha abandonado la región de la certeza normativa y se ha ingresado en un ámbito en el que, de todos modos, hay que elegir y hay que decidir. ¿Usted cree, amable lector, que sería deseable la erradicación de la zona de penumbra, el advenimiento de una claridad absoluta en materia de interpretación de normas y la fijación de un significado inamovible de cada término lingüístico? Créame que eso no sería muy feliz que digamos. Por cierto, Hart opina que sería incluso odioso contar con una normativa y con un acuerdo interpretativo tan detallado que su aplicación a un caso concreto estuviera predeterminado o establecido de antemano. Siempre hay que dudar, porque la vida no se reduce a un conjunto de normas. Por cada norma existente habrá diez mil millones de situaciones vivas; acaso más. Todas impredecibles. Todas pasibles de presentarse ante el juez que sea. Es imposible contar con criterios fijos para cada una; o sea que siempre hay que elegir. Como dice Austin, otro iusfilósofo inglés: “La necesidad de elegir nos es impuesta porque somos hombres y no dioses. Es una característica de la condición humana”. Característica que permite, también, modificar el criterio jurisdiccional en una instancia superior. Tomar partido es inevitable, pero antes de tomar partido es necesario informarse, y hacerlo a fondo, sin concesión alguna, más a conciencia cuanto mayor sea la importancia del bien jurídico en debate. Creo que este es el mayor defecto de la opinología furibunda. No sólo no se informa, sino que cree innecesario hacerlo. Ojalá este modesto artículo contribuya a que tomemos conciencia de que la distancia de mi dedo a la tecla puede hacer una diferencia abismal y decidir, en parte, la suerte de otros seres humanos. En este caso, la de una niña de tan solo nueve años. (*) Doctora en Derecho y Ciencias Sociales. Profesora de historia (IPA). Docente de Filosofía del Derecho (Udelar).
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