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La niña sin miedo o el lado oscuro de la interpretación

Por Marcia Collazo.

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Caras y Caretas Diario

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Hoy lo hablé con mis estudiantes. Les mencioné el caso de la niña de Wall Street, parada frente al toro, toda frágil y resuelta, con su mentón levantado en gesto desafiante y su aire de bailarina de Degas. Estábamos hablando de la interpretación y el tema nos vino como anillo al dedo.

Casi ninguno de ellos había escuchado hablar de la niña, y oyeron mi exposición en silencio, con una inocultable dosis de interés que la mañana de abril, toda luz y derroche de paisaje campestre –allá en la Regional Norte de Salto– ambientaba para la reflexión. Todo comenzó, para ser exactos, el 7 de marzo de 2017, cuando una misteriosa mano –después se supo el origen– colocó frente al toro de Wall Street a una niña de bronce, delgada y con los brazos en jarras, creada por la artista Kristen Visbal, quien casualmente es uruguaya, ya que le tocó nacer en Montevideo durante la permanencia de sus padres en esta ciudad.

El toro ya había resultado ser en su momento una mole artística mayor y sorprendente, que sin embargo debió lidiar, valga la redundancia, con el escepticismo y el desagrado de muchos frecuentadores del circuito financiero; en efecto, no pocos consideraron inoportuna la intromisión del toro, hasta el punto de llegar a exclamar que no solamente resultaba inoportuna, sino que obstaculizaba el tránsito. Terminaron por aceptarlo, por supuesto.

Más de una voz se alzó casi enseguida para defenderlo, hasta que llegó a convertirse en un verdadero símbolo del lugar, y desde entonces nadie dejaba de tocar sus testículos ya que, según se afirmaba, traían suerte. Lo digo así, en pasado, porque desde que está la niña todas las significaciones se han trastocado. Como en un juego de cajas chinas o de muñecas rusas, una interpretación ha desencadenado otra, y así sucesivamente; en definitiva, la llegada de la niña provocó que las coordenadas de la comprensión popular hayan cambiado de sitio. Los signos, la simpatía, el laberíntico proceso de las identidades y las reescrituras del poder, de la fuerza y la emergencia de nuevas configuraciones de lo humano, se han desplazado como por arte de magia del toro a la niña.

El animal es, como obra de arte, una expresión poderosa y rotunda. El escorzo de su cuerpo, los músculos y tendones, la línea embravecida de su lomo, la resolución de sus patas delanteras, la curva armónica de sus cuernos y, por supuesto, sus generosos atributos sexuales, todo hace de él un ícono de la fiereza, el empuje, la determinación y la valentía en clave de masculinidad. Porque no hay duda de que el toro es bien macho, y tanta testosterona bien puede haber resultado más o menos tolerable durante los treinta años que lleva dominando el panorama de Wall Street, al menos hasta ahora.

Pero ahora algo acaba de ocurrir. Lo que aconteció fue, en una primera lectura, una estratagema publicitaria. Así como un buen día apareció el toro en la calle –nadie lo encargó, ni siquiera lo pagó nadie, salvo su propio autor–, ahora surge la niña; pero esta última viene cargada de fuertes aires de confrontación y de polémica. El toro, por sí mismo, era y sigue siendo una imagen, una presencia resumida en sí misma. La niña, por el contrario, no parece ser nada sin el animal que tiene enfrente. Existe y se carga de sentidos en la exacta medida en que pueda continuar plantada frente al toro. Esto no es nada, sin embargo. Lo más relevante es el caudal de nuevas comprensiones del mundo que la llegada de la niña instala. Por un lado, el espontáneo fervor popular, y por el otro ciertos intereses, económicos y políticos, hicieron el resto.

Desde que apareció la niña, el público se maravilló, se emocionó y se dedicó a fotografiarse junto a ella, porque de alguna manera se enamoró de su gesto. Sobre todo, el público clamó para que siguiera allí; en menos de dos meses se juntaron a tal fin casi 40.000 firmas. Por otro lado, la placa que yace bajo los pies de la estatua daba cierta explicación: “Conozca el poder de las mujeres en el liderato. Ella marca una diferencia”. Digo que se trata de cierta explicación, y no de la explicación entera, porque en primer lugar una obra de arte no agota sus significados en un cartel o una leyenda, y porque además ese cartel venía a refrendar una intención y representaba uno de los aspectos de la campaña publicitaria de la empresa State Street Global, que puso la estatua en ese preciso lugar con el objetivo declarado de “apuntalar la inserción de las mujeres en las empresas”. Si la caridad empieza por casa, es al menos sospechosa la estrategia de la empresa, que en su propio directorio, compuesto por 27 personas, sólo tiene a tres mujeres. Pero hay más. Como el meollo de la interpretación, y por lo tanto de la hermenéutica, reside en “pensar un pensamiento”, resulta que las anticipaciones de sentido se suceden en este caso a un ritmo vertiginoso.

El alcalde de la ciudad de Nueva York consideró la cuestión, evaluó su propia situación en relación con sus potenciales votantes y, a la vista de la adhesión de la gente, proclamó que no retiraría a la niña; y mientras tanto se iba configurando en Wall Street y en sus alrededores, en América del Norte y en el mundo entero, una especie de antinomia demoledora: “Toro malo, niña buena”. Toro agresivo, prepotente y avasallador; niña vulnerable pero decidida, con algo de heroína y algo de transformadora del statu quo.

Hasta aquí todo parece más o menos previsible y, por qué no, correcto. Uno se pregunta cómo no ponerse del lado de la niña, que se asemeja a Caperucita Roja frente al lobo y que, por lo mismo, viene a instalar la idea de la igualdad de género, no ya en el ámbito puntual de la libre empresa y el mundo de las finanzas, sino en el orbe entero y sus territorios circundantes.

Y sin embargo, el juego de las interpretaciones no se acaba aquí, ni mucho menos. Cuando quedó establecido que la niña no se retiraría, el que saltó a la palestra pública fue nada menos que el autor del toro. Se trata de un escultor de origen italiano, llamado Arturo Di Modica, y su sentimiento oscila entre la indignación y la desolación. Él cree que la niña ha contribuido a distorsionar por completo el mensaje de su propia obra. Jamás el toro había sido tan denostado como ahora. Por obra y gracia de otra estatua, cuya dependencia de la primera es casi total, el animal pasó a ser la viva imagen de algo negativo, no deseable, y por ende desagradable y antipático. En el imaginario colectivo, que viene hacia nosotros desandando siglos y siglos de leyendas y de narraciones populares, la niña es inocencia, candor y fuerza impoluta, y todo aquello a lo que se enfrenta es oscuro, malo y de algún modo monstruoso.

Así ha quedado configurada la ecuación de ambas estatuas, y todo transcurrió en la exacta medida de un segundo. Después de todo, tiene su buena parte de razón el escultor Di Modica. Dejo entre paréntesis su demanda contra la ciudad de Nueva York y contra la empresa en cuestión. Me quedo simplemente con lo más complejo: el universo de las interpretaciones, que viene a demostrar el enorme poder del arte y de sus territorios aledaños.

El significado del arte va del todo a sus partes, y de cada parte al todo. El arte une y a la vez desanuda el difícil conjunto de las relaciones existentes dentro de la vida. Habría que preguntarse cuál es, en el caso de la niña y el toro, el punto de enlace entre las ideas del bien y del mal, del presente y del pasado, de las expresiones individuales de un artista y de todo lo que logra despertar en los espectadores. Creo que en este caso, la lucha de símbolos se plantea tanto desde la realidad como desde el arte. Lo importante no es la forma en sí del arte, sino sus representaciones y sus repercusiones en el ámbito subjetivo de lo humano. Como dice Paul Ricoeur, somos nosotros los creadores y los destructores de mitos; pero el mito siempre encierra un puñado de realidad, y el arte se nutre de ambos, y en el fondo apunta a otra cosa que está siempre más allá de lo que dice.

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