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Entrevista con Álvaro Brechner

La noche de 12 años: Un viaje que estremece

El estreno de La noche los 12 años es todo un acontecimiento. La tercera película de Álvaro Brechner -cineasta que no necesita demostrar nada después de firmar las excelentes Mal día para pescar y Mr. Kaplan- supone una versión poderosa y con un decidido tono existencialista de Memorias del calabozo, el testimonio de tres rehenes tupamaros de la dictadura, nada menos que José Mujica, Eleuterio Fernández Huidobro y Mauricio Rosencof.

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Caras y Caretas Diario

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Por G.P.

Fotos: A.L.

Hay que verla. Es imprescindible. Es una de las mejores películas que se hayan hecho en Uruguay. Por muchas razones: técnicas y de las otras; de las emocionales, por ejemplo, o si se prefiere, de las relativas a razones tan trascendentes como la imperiosa necesidad de que se hagan visibles -en este caso través de un formidable acercamiento audiovisual- relatos que una comunidad no puede ni debe olvidar. Obvio que remueve. Pero no parece obvio -si se tiene en cuenta el enfermizo grado de neurosis política que se dispara desde las redes sociales y en artículos no menos ponzoñosos de cierta prensa rencorosa- que en realidad está muy lejos de ser una película con intereses políticos, que se ofrece alejada también de todo oportunismo, y en todo caso explicita un solo y muy honesto objetivo: explorar un episodio de supervivencia, que se enfrenta a lo mejor y lo peor de la condición humana.

Lo que se sugiere, entonces, antes de entrar al cine, es dejar afuera todos los prejuicios, aliviarse de todo equipaje neurótico y durante dos horas «abandonar toda esperanza» y dejarse llevar por esta versión audiovisual de las legendarias «memorias del calabozo». Son doce años resumidos en un viaje sensorial que se convierte en un singular ejercicio de cine físico. Porque esta película no es de las que simplemente se miran. No, es de las que se experimentan, como pasa con muy pocas películas y lecturas en las que exponerse a ellas tiene bastante más de viaje alterado que de simplón parpadeo anestesiado. Obvio que remueve, como ya se dijo. Porque lo que Álvaro Brechner logra  como autor, como cineasta, es similar a lo que opera en los textos de Kertesz y de Antelme sobre el Holocausto, o a la cámara subjetiva implacable de El hijo de Saúl, la película que llegó más cerca al horror de los campos de concentración nazis.

La historia la conocemos muy bien. Se puede resumir en pocas líneas: José Mujica, Eleuterio Fernández Huidobro y Mauricio Rosencof, tres de los rehenes de la dictadura, fueron encerrados en total aislamiento durante 12 años. Pero la película, como bien advierte Brechner, no sigue la lógica del cine de cárcel ni el de dictadura. «Alguien se quejó porque en la película falta el 99 por ciento de la dictadura», dice el director. «Se equivoca… falta el 100 por ciento, porque mi película no trata sobre la dictadura, trata sobre tres tipos encerrados en total aislamiento, sobre el descenso más terrible a las tinieblas». De hecho, si hay que definirla o colocarla en un estante, lo más correcto sería decir «cine existencialista», o aproximar a un posible «cine de supervivencia».

No adelantaremos nada, ni del montaje enloquecido de ciertos momentos, ni de la increíble voz de Silvia Pérez Cruz, ni de tantas escenas que no se olvidan fácilmente, ni del notable trabajo de los actores. Lo único que me permito mencionar de la experiencia que tuve como espectador de La noche de 12 años es que el final, que coincide con la liberación de los últimos presos políticos, incluidos los rehenes, en marzo de 1985, fue paradójicamente el momento más angustiante y perturbador. Algo pasa ahí que va más allá de lo que se puede transmitir con imágenes o con palabras. Y ese algo promete ser un buen punto de partida para una extensa conversa con Brechner.

 

***

 

Me pasó de vivenciar los minutos finales de La noche de 12 años como uno de los momentos más fuertes… Es paradójico, porque la escena de la liberación de los presos, que debería ser de necesaria catarsis, por algún efecto de acumulación de todo lo visto, no lo sé, me provocó una gran angustia. Me fue difícil, por momentos, mirar lo que pasaba en la pantalla...

Álvaro Brechner: Mirá, el otro día me preguntaron cuál fue la escena más difícil de filmar… y me puse a pensar, y obviamente la peli tenía un montón de desafíos, no solo de la recreación sensorial, sino todo el tema espacial, y en realidad me acordé que la escena más difícil fue esa, la de la liberación de los presos… Me pasó que el día antes de filmar, en el hotel, me empecé a agobiar con esa escena. Habíamos hecho muchísima investigación. Y entre la documentación que conseguimos había algunos registros de televisión, pero poquísimos, porque la mayoría fueron borrados, reciclados y demás. Todo el apartado físico, de vestuario, de actores, estaba trabajado, pero mi desafío era lo estrictamente emocional. Yo había hablado con mucha gente que había estado ahí, con presos que habían salido, con familiares, pero esa noche, a la una de la mañana, no me podía dormir. Y empecé a llamar gente, a tratar de recolectar historias… Y ahí fue que alguien me contó de dos niñas que estaban con su madre, y que una de ellas preguntaba, al ver venir a varios de los liberados, ‘¿ese es papá?’. Y dudaban, porque todos venían tan flacos, y llegando desde lejos, que era difícil reconocer al padre. Y en un momento, la madre grita ‘sí, ese es papá’, y salen corriendo a abrazarlo… Así que a las tres de la mañana, esa misma noche, llamé a la directora del casting para que me consiguiera dos niñas para las ocho de la mañana. Era una locura.

 

¿Qué recordás de ese día de rodaje?

Á.B.: Esa mañana yo estaba casi sin dormir. Me acuerdo que dimos ‘acción’ y empezaron a salir los liberados. Se escuchaba a alguien con el megáfono, llamando a los familiares de cada uno. Todos abrazaban a sus familiares, y empezó como a brotar una emoción muy fuerte. La emoción llegó a tal punto que después que llegó Antonio (José Mujica) y se abrazó con Mirella (la madre), me olvidé de decir ‘corten’, y durante un par de minutos todo el equipo seguía emocionado y los camarógrafos no sabían si cortar o no. Fue brutal. La gente que estuvo ahí sintió que estaba viviendo realmente ese momento. Eso es algo que nunca había experimentado como director. Eran cientos de extras gritando «Uruguay, Uruguay, nunca más», sin ningún tipo de indicación. Cuando finalmente dije ‘corten’, todo el equipo estaba llorando.

 

Y después… ¿cómo viviste el tiempo de la edición, del montaje de la película?

A.B.: Le escuché decir a Truman Capote que había envejecido diez años escribiendo A sangre fría… Y algo de eso hubo en la exploración que hice con la película, en el descenso a esa especie de infierno mental que se me fue pegando. Fue muy difícil cortar y salir, y que esa experiencia no me fuera transformando. Te puedo contar muchas cosas que se buscaron, pero lo cierto es que a nivel emocional una de las cosas esenciales que busqué es que la película fuese un viaje. Para mí era muy importante que el montaje, y también el sonido, ayudasen a potenciar ese viaje de tres hombres en situación de aislamiento, de tres hombres que al quedar sin capacidad alguna de comunicación y en silencio casi absoluto se vuelven hipersensibles.

 

¿Qué fuiste encontrando durante tu viaje?

A.B.: Me interesó especialmente ese estado entre el sueño y la realidad, entre el ayer y el hoy. Porque cuando un hombre está totalmente perdido, con falta de luz, con falta de capacidad de dar narrativa a su relato, que no tiene capacidad de poner orden, el cerebro se le empieza a confundir. Para mí era muy importante, más allá de que el cine sea un arte dramático y narrativo, tratar de darle una impronta expresionista y acercarme a lo que sintieron los rehenes. En eso fue importante el montaje, el sonido y también la forma en la que filmamos. Si bien había una puesta en escena de ciertas ideas, yo no tuve un plan definido. Cada día era saltar al vacío. Los actores tenían las escenas, pero las rompíamos antes de empezar a rodar. La idea siempre era que las cámaras siguieran lo que pasaba como si fueran un punto de vista privilegiado, no te diría documental, pero sí tratando de transmitir una sensación de desconcierto y de que no se adelantaran a los acontecimientos. Todo esto generaba una cosa como lo que te conté de la última escena, de cierta realidad enrarecida que iba siendo recogida a través de las cámaras.

 

¿Por qué elegiste esta historia?

A.B.: Las únicas películas que a mí me interesa hacer son aquellas que tienen algún debate sobre la condición humana. Y esta historia plantea, en su esencia más profunda, cómo seres humanos que lo han perdido casi todo y están en situación extrema encuentran modos para subsistir y encontrarle sentido a la vida. Ese debate y ese conflicto son cosas que a mí me emocionan, que tienen que ver con una lucha interna del hombre por conservarse y con planteamientos filosóficos existencialistas acerca de si la existencia precede o no a la esencia. Si la existencia precede a la esencia, estos tipos experimentaron un viaje de vuelta, porque cuando alguien se enfrenta al umbral, al precipicio de la oscuridad, a ver el silencio, a ver la nada, y vuelve, después de luchar por la mera existencia, se acerca a lo que decía Nietszche, a la idea de que aquel que tiene un por qué vivir, encontrará -por más difícil que le sea- un cómo. Ese debate me parece fascinante, como director y como ser humano. Yo quiero hacer películas que tengan el coraje de desafiarnos como seres humanos, y nada, esta historia me daba una posibilidad maravillosa.

 

¿Tenés miedo de que haya espectadores que no lleguen a la lectura que pretendés como autor? Porque de alguna manera, hay en juego mucho preconcepto político que puede entorpecer una mirada más filosófica de la película.

A.B.: En principio me considero, y lo quiero decir con humildad, pero también con solidez, un contador de historias, y también como un explorador sobre la condición humana. Y eso es lo que a mí me lleva a hacer películas. Todo esto que mencionás… me hace sentir incómodo, porque en esta condición de explorador no quiero verme involucrado en un rol de historiador, ni en un rol político, ni en un rol de periodista. No son mis especialidades. Y no creo que haya nada en mi película que agregue algo sobre esos tópicos. Sé que vivimos donde vivimos, y que hay un montón de cosas alrededor, pero creo que las únicas dos cosas que la película cuenta en cuanto historia puntual, siempre dentro de un marco cinematográfico, es decir de un relato, es que hubo una dictadura, algo en lo que estamos casi todos de acuerdo, y que hubo unos rehenes que sufrieron una segunda condena y fueron llevados a un aislamiento. Siento también que desde mi rol la responsabilidad es inmensa, de dejar bien claro los temas que trata la película y sobre su esencia.

 

El hecho de que Mujica tiempo después haya sido presidente de Uruguay, por ejemplo, también está en el ‘alrededor’, aunque eso no tenga nada que ver con lo que se cuenta en la película…

A.B.: Lo sé. Es todo un tema. Porque la historia de los tres rehenes, y particularmente la de Mujica por el hecho de haber sido electo presidente, de verdad que es asombrosa. La vida de este hombre podría estar en una ficción de Ray Bradbury. De hecho, tiene puntos de contacto con la del protagonista de la novela El vagabundo de las estrellas, de Jack London. Pero vuelvo al existencialismo: Sartre decía que cada hombre es lo que hace y lo que hicieron de él, lo que lleva directo al debate entre libertad y determinismo. De eso es de lo que yo puedo hablar, y es de lo que se habla en la película. Pero sobre todo lo demás, sobre qué cosas llevan o no a que Mujica sea presidente… todo eso es asunto de sociólogos o de politólogos, no de un cineasta.

 

¿Estuviste en la chacra de Mujica cuando él y Rosencof vieron la película?

A.B.: Sí. Fue extremadamente emocionante. Por muchísimas cosas. En nuestro caso se dio un poco lo que Viktor Frankl decía sobre su experiencia en los campos de concentración. Aquello de que los que estuvieron en un campo no tienen ya nada para contarse, y que los que no tuvieron la experiencia nunca van a entender a quienes sí la tuvieron. De hecho, toda experiencia es imposible de transmitir. Se puede, sí, tratar de acercarse a ella. Para mí, en todo esto, había un grado de importancia emocional ante ellos. Y te puedo decir que fue un momento muy especial. Muy emocionante.

 

Vos, como cineasta, ¿en qué referencias cinematográficas te apoyaste, o bien utilizaste como referencia? Hay grandes películas de «cine de cárcel», por ejemplo…

A.B.: Para mí era muy importante que no fuera precisamente una película carcelaria ni tampoco una película de dictadura. Si bien esos dos elementos están presentes directamente, la película tenía que escaparse de ellos y poner el foco en los debates y dilemas filosóficos que mencioné antes. Para mí fue un descenso a las tinieblas… pero me decís de las referencias y la verdad es que no hay, porque conscientemente escapé de los tópicos más comunes. No es una película de cárcel porque no hay intento de fuga y porque no se muestra ninguna forma de socialización. La noche de 12 años trata de lo contrario, de la deshumanización, de la ausencia de lenguaje. Y tampoco es cine de dictadura, porque la dictadura en la película es apenas un contexto casi kafkiano. Repito: el único objetivo a nivel cinematográfico fue poner a tres tipos en esas circunstancias tan extremas. Y vuelvo a lo que decía antes de la existencia y la esencia; la esencia es todo lo que somos, todo lo que hemos construido y todas las etiquetas que llevamos, en este caso, la etiqueta de presos tupamaros. Pero de golpe se apaga todo eso, y tenés que volver a la existencia, al puro debate de conseguir un trocito de pan o un lugar para dormir. Ese es el tema de la película.

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