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La oculta podredumbre

Por Marcia Collazo

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En un solo día, en Navidad, la sociedad uruguaya se vio sacudida por tres femicidios, al punto de que el 30 de diciembre el presidente Tabaré Vázquez declaró, tarde y mal, el estado de emergencia nacional en materia de violencia de género. Hay que reconocer, para vergüenza nuestra, que nadie se conmovió demasiado. El 1º de enero un hombre arrojó a una mujer desde el balcón de un segundo piso hacia el patio del edificio. Bajó luego y, al comprobar que seguía viva, la cargó y la encerró en el apartamento. Durante los diez días siguientes, tres mujeres más resultaron heridas por violencia doméstica.

El problema tiene hondas raíces. No pasa solamente por la naturalización de la violencia machista, sino por la inacción del propio Estado, que se ha mostrado ineficiente, indiferente e indolente en múltiples sentidos, desde la miserable dotación presupuestal asignada al aparato judicial y policial de todo el país en materia de violencia de género, hasta lo que podríamos designar como “la novela de las mentalidades instaladas”.

La sociedad gime y se rasga las vestiduras cuando se asesina de varios disparos a un joven hincha de fútbol, y está bien que lo haga, ya que se trató de un crimen infame, absurdo y de cruel alevosía. Pero no ocurre lo mismo cuando la asesinada es una mujer. Si las mujeres muestran los senos durante una marcha feminista, de inmediato son tildadas con los más procaces insultos y denuestos; pero no se escucha un solo insulto o denuesto contra los barras bravas que después de un clásico salen a cometer todo tipo de desmanes, llegando más de una vez al homicidio.

Todo esto, que forma parte de una intrincada red de hipocresía y de esquizofrenia social, me hace volver la mirada hacia María Galindo, quien se autodefine como “gorda, lesbiana, terca y feminista”, lo cual ya alcanzaría para que en Uruguay, con su viejo y acendrado machismo, provoque escándalos varios. Para colmo es boliviana, o sea que vive según sus propios términos, en “el culo del Cono Sur”.

Me encanta María Galindo, por más de un motivo. El primero de ellos es su recelo hacia la academia. Para ella está claro “que se puede construir pensamiento político, pensamiento teórico, desde fuera de la academia”. Menos mal. Me encanta también –segundo motivo– porque no se deja encasillar. Si le preguntan qué cosa es el feminismo, responde que no existe una definición. Habrá tantos feminismos como feministas puedan existir; en todo caso deberíamos atender, no a los esquemas o a los estereotipos, sino a las finalidades y objetivos. El feminismo es una herramienta para desarmar y es también un hecho concluyente. Les guste o no les guste a conservadores y tradicionalistas –léase sistema patriarcal– que echan espuma por la boca como perros rabiosos contra toda expresión feminista, se trata “de un fenómeno planetario presente en todos los sistemas políticos, en todas las regiones geográficas, en todas las culturas habidas y por haber”, expresa Galindo.

Otro motivo de mi fascinación por Galindo es que su teoría presenta interesantes puntos de contacto con la filosofía de José Martí o de Carlos Vaz Ferreira, quienes lucharon por la originalidad y la emancipación del espíritu latinoamericano en todas las áreas. No les interesaba que nuestras culturas fueran una réplica o una aplicación tardía de las ideas europeas, sino que fuéramos capaces de desarrollar nuestros propios gobiernos, ideas, proyectos, caracteres y utopías. Esto mismo es trasladado por Galindo al terreno de la lucha feminista. Ella se pregunta y se contesta. “Y Simone de Beauvoir? ¿La tirás al basurero? No, al basurero no. Pero tampoco sé dónde la pongo”, reflexiona.

Por último, mi interés por Galindo es que logra relacionar, con lógica profunda, sistema patriarcal con colonización y neoliberalismo. No recurre para ello a lugares comunes, a clichés o a artillería pesada de sarcasmos e insultos. Por el contrario, analiza, disecciona y exhibe cada pieza del mentado sistema con lucidez implacable. Y volviendo a los femicidios en Uruguay, dice Galindo que “si tuviera que calificar la relación entre el Estado y las mujeres, la retrataría como utilitaria, chantajista, persecutoria, esquizoide y neurótica”. El problema del machismo no pasa por la igualdad en el acceso a cargos, o por la cuota de género o por cualquier cosa parecida. Como señala Galindo, “el problema no es ocupar con mujeres el lugar del amo, mujeres en la policía, en el ejército, en los parlamentos o en los meros gobiernos”.

El verdadero problema y el real desafío es poner en cuestión las estructuras, las lógicas y los sentidos de todas y cada una de esas instituciones. En esta materia, parece evidente que nuestro país ha experimentado una regresión. Es notoria la ausencia de mujeres en la conformación del nuevo gobierno, y ya nos hemos habituado, por desgracia, a escuchar discursos neofascistas dirigidos –con mayor o con menor grosería, y con mayor o menor violencia– a atacar a la mujer en los tres puntos clave que el patriarcado siempre ha pretendido controlar: la soberanía del cuerpo, la reproducción y el trabajo femenino. “Si te gustó, bancátela”. Esa frase demuestra, con gran poder de síntesis, la médula de la polaridad esquizoide. La mujer que se embaraza es, por lo menos, culpable, por no decir puta. Nada se dice del hombre. Galindo habla al respecto de “un Estado proxeneta, que mientras criminaliza y hostiga a la mujer” protege al macho, el otro sujeto de la relación sexual, a quien –por cierto– ni siquiera menciona, como si no tuviera arte ni parte.

En cuanto a la violencia machista desatada en este último mes, hay que decir algo más. Todos los Estados, según Galindo, “se declaran enemigos de la violencia contra la mujer… pero, las más de las veces, esas declaraciones no se sostienen con medidas reales y son meramente enunciativas”. Es notorio que tal cosa viene ocurriendo en Uruguay, desde el presupuesto asignado a los tribunales especializados, pasando por los recursos humanos, la lentitud cuasi criminal de los procedimientos y un largo etcétera. Ya no estamos en el terreno de las declaraciones, sino de una enmascarada impunidad que continúa protegiendo, así sea indirectamente, a los agresores, y exponiendo al mayor peligro a las víctimas.

Dije antes que más de uno y de una llega a echar espumarajos de rabia por la boca ante la sola mención de palabras como feminismo, rebeldía y patriarcado. Es previsible, en el fondo, que ello ocurra. Tocar al sistema es casi como meterse con el monstruo. Para peor, las feministas –tildadas casi siempre como locas y putas– se han atrevido a cometer una de las peores atrocidades: la de desobedecer y poner en entredicho la vigencia de un contrato de subordinación. Y véase que todas y cada una de las muertes por femicidio han seguido esa pauta. Cuando la mujer pretende romper el contrato de subordinación que incluye, entre otros, el sometimiento sexual, es agredida y fríamente asesinada. Más que nunca, el conflicto requiere ser nombrado, desnudado, denunciado a fondo.

No basta con promulgar leyes y con emitir declaraciones de emergencia. El viejo dicho es sabio: “Un papel no para una bala”. Es necesario tomar medidas enérgicas y efectivas contra la violencia en cualquiera de sus formas, contra la ineficacia y contra la cuasi impunidad estatal. Es necesario enarbolar la bandera de la justicia y afirmar la libertad. El último motivo de mi fascinación por Galindo es la siguiente frase: “No necesitamos derechos. Necesitamos utopías”. Es la utopía la que nos lanza hacia adelante, provoca urticaria, levanta ampollas y muestra, en definitiva, la podredumbre oculta de nuestras propias llagas, esas que continúan cubriéndonos de vergüenza y de horror.

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