Los métodos cambian y se adecuan a la época, se ajustan a las condiciones objetivas, pero los propósitos son invariables: la historia se sigue moviendo al calor de las contradicciones sociales. La lucha entre el capital y el trabajo, entre empresarios y asalariados, entre poseedores y desposeídos está en la base misma de nuestra civilización y se renueva lo más campante sobre los escombros de la vocinglería negacionista, empeñada en instalar una filosofía cínica de unión y concordia que no interpele un ápice al statu quo. Con vaivenes y con matices, el nuevo siglo trajo consigo una inflexión política de carácter continental y los movimientos populares de impronta progresista alcanzaron el gobierno en numerosos países de América Latina. Durante algo más de diez años, nuevos elencos adquirieron protagonismo impulsando una agenda alejada de los postulados neoliberales, volcando la balanza en favor de los sectores humildes. El ciclo parecía indestructible, por lo menos mientras la economía acompañara y el voto de la población fuera determinante. A la vez, las fuerzas políticas progresistas se anotaban logros en todos los indicadores relevantes: economías crecientes, reducción del desempleo y la pobreza, aumento sustantivo de la inversión púbica en educación y salud, entre otros tantos avances indiscutibles. Las fuerzas políticas de la derecha vivían su peor temporada en décadas. Desprestigiados, divididos, divorciados de la sociedad, los principales partidos tradicionales del continente se mostraban incapaces de proponer una alternativa que pudiera entusiasmar a la sociedad y plasmarse en votos. Sin fuerza electoral y sin ideas superadoras, las elites económicas se enfrentaron al desafío de detener el programa redistributivo por otros medios. La expresión organizada de las fuerzas restauradoras se desplazó de los sistemas de partidos a las empresas de comunicación, fuertemente concentradas en manos de pocas familias y cuya influencia es monumental, en la medida que conforman la mediación obligatoria entre el sujeto en su ámbito doméstico y la dinámica de la realidad. Si se mira con ecuanimidad, el camino de organizar a la oposición desde los medios era, sin dudas, la mejor alternativa de los sectores concentrados y las corporaciones para recuperar el poder político. Básicamente, esta estrategia se proyecta desde un par de supuestos: para que la oposición de derecha estuviera en condiciones de ganar las elecciones se debía cumplir por lo menos uno de dos extremos, o bien los gobiernos de izquierda hacían las cosas mal para los intereses de las grandes mayorías o bien el relato dominante sobre la realidad convencía a la gente de que todo estaba cada vez peor. Como a la realidad no había con qué darle, porque la multitud vivía mucho mejor que en tiempos de neoliberalismo, el partido había que jugarlo en el plano de la información, difundiendo un pesimismo extremo, amplificando los errores y los problemas y silenciando los aciertos y las conquistas, así fuera censurando, tergiversando, recortando con saña y mala fe y, si era necesario, mintiendo. Con todo, las propuestas políticas de la izquierda y el progresismo seguían venciendo, elección tras elección. En algunos casos, por márgenes abrumadores. Los medios eran un recurso impresionante, pero, a todas luces, insuficientes. No basta con ignorar los logros y subrayar los errores. No basta con dedicarle horas y horas a cada crimen, no basta con propagar hasta el cansancio el discurso opositor, era necesaria otra vuelta de tuerca. Era necesario encontrar un terreno donde dar la batalla con posibilidades reales de disputar el poder. Era necesario conquistar un poder del Estado y, sobre todo, era necesario conquistarlo sin recurrir al voto. Porque con votos no tiene gracia. El problema está cuando no tenés los votos. Si hace cuarenta años el mecanismo elegido fueron los golpes militares para impedir el avance de la izquierda en el continente, confiando al poder de las armas la resolución de la contradicción capital-trabajo, esta vez operó una estrategia mucho menos evidente y, por ello, políticamente más sustentable: la conformación de un partido judicial actuando en sintonía con los principales medios de comunicación para denostar, perseguir, difamar, destruir e, incluso, encarcelar a los líderes progresistas. En varias repúblicas de América Latina, el tercer poder del Estado, y el único de ellos no electivo, se ofreció como el ámbito idóneo para combatir a los gobiernos progresistas, toda vez que su condición casi académica y manida independencia le cubrían ante la población de una suerte de superioridad moral sobre los sistemas políticos, en los que la lucha por el poder es explícita y, habitualmente, encarnizada. La estrategia de la pinza desarrollada por las elites para detener el ciclo progresista ha sido la acusación mediática y la imputación judicial. No importa la verdad, sino la verosimilitud. Los hechos denunciados no deben probarse, sino instalarse. La psicología ya demostró que el impacto social de una mentira es irreparable en sentido estricto. La ahora llamada posverdad, en la que la veracidad de los hechos importa menos que su apariencia, conduce la política a un terreno en el que cualquier cosa puede ser dicha de manera impune y sin atenerse a la realidad fáctica, porque el mecanismo de persuasión apela al prejuicio social y no a la racionalidad. Y el prejuicio social se moldea desde los grandes medios, únicos capaces de difundir un relato que alcance a todos los habitantes. De este modo, los medios hegemónicos instalan una prenoción de la realidad y la alimentan con una falsación sistemática y abrumadora, al punto de hacer invisible, salvo para investigadores formados y dedicados, el origen último de la manipulación. Así las cosas, en toda la región se ha verificado una estrategia restauradora que esconde el contenido programático del proyecto que impulsan y lo suplanta por un discurso penal y moral. Ya no es necesario demostrar que las políticas progresistas son malas o perjudiciales para los pueblos. Hay que instalar que son todos chorros, corruptos, que utilizaron a los pobres para robarse todo, para su beneficio personal. El propósito inmediato es homologar izquierda con corrupción y políticas sociales con clientelismo “populista”. El objetivo estratégico es invalidar a los sectores populares, excluir a las fuerzas contestatarias del sistema de la posibilidad gobernar. Convertirlas en “malas palabras”, en un cuerpo blando que debe ser extirpado del juego político. El nuevo Plan Cóndor que sobrevuela la región, del que advierte el prestigioso penalista argentino Eugenio Zaffaroni, opera desde los medios y desde la Justicia. Sergio Moro, un juez cómplice de los golpistas, persigue a Lula y lo condena a nueve años de prisión por un delito sobre el que no ofrece ni tiene ninguna prueba. Ordena no ejecutar la pena, es decir no encarcelar a Lula hasta que el tribunal federal de segunda instancia ratifique o revoque, advirtiendo las consecuencias sociales de una medida de esa naturaleza. La condena tiene un objetivo político: impedir que Lula pueda presentarse en las elecciones –para lo cual debería confirmar el tribunal federal– o perjudicar seriamente sus chances, cuando lidera todas y cada una de las encuestas para primera y segunda vuelta. Al mismo tiempo, la sentencia llega el día después de que el Senado brasileño, por orden del usurpador Michel Temer (del que sí hay abundantes pruebas de corrupción) diera muerte a la legislación laboral brasileña, destruyendo todos los derechos laborales, incluyendo la ley de 8 horas, la negociación colectiva, las horas extras, el derecho a reclamar de los trabajadores, y hasta el aguinaldo en algunos casos. Es tan brutal la reforma laboral de Brasil que el retroceso es prácticamente de un siglo. Y los legisladores que la votaron están en su mayoría imputados por corrupción, bajo el mando del más corrupto de todos, Michel Temer. En Argentina, la expresidenta Cristina Kirchner lidera las encuestas de intención de voto en la populosa provincia de Buenos Aires para las elecciones de medio término, donde se define el panorama político del país porque concentra 40% del electorado nacional. Diariamente los mismos fiscales y los mismos jueces lanzan pronunciamientos en avalancha pidiendo procesamientos, detenciones e indagatorias de las figuras del kirchnerismo, que son abundantemente amplificadas por los principales medios, que no tienen pudor en ocultar el deterioro social pavoroso que han provocado 18 meses de medidas neoliberales impulsadas por el presidente Macri. Si antes de las elecciones de 2015, la campaña electoral se vio sacudida por la acusación de un triple asesinato al principal candidato del kirchnerismo en la provincia de Buenos Aires –acusación que luego quedó en la nada, porque se hizo sin una sola prueba–, ahora un juez ultramacrista se propone citar a indagatoria a la propia Cristina Kirchner por traición a la patria, debido un memorando de entendimiento con Irán por el caso AMIA, que fue aprobado por el Congreso, que nunca fue aplicado y que además no incluía ninguna ventaja judicial para los imputados iraníes, como aclaró el propio director mundial de Interpol. En Uruguay se sigue el mismo libreto. Los medios amplifican acusaciones que luego pretenden ser judicializadas. Periodistas, mandaderos, políticos sin votos se prodigan en acusaciones al voleo, fotos trucadas, reclamos de investigaciones, para luego presentarse ante el Poder Judicial con la finalidad de que los líderes de la izquierda terminen paseando por los juzgados. La verdad, nuevamente, no importa. La prensa miente todo el tiempo. Los canales de televisión mienten. Las redes se llenan de perfiles falsos. En Twitter, en Facebook, todo se tiñe de mentiras y afirmaciones que buscan estimular el fascismo social y los prejuicios. El proyecto es inconfesable. Si la derecha obtiene el poder, va a avanzar con la misma brutalidad que en los países vecinos. Pero para obtenerlo precisan algo más que silenciar que la economía crece, que el desempleo baja, que el salario real continúa aumentando, que la inflación cae por debajo del rango meta, que los uruguayos hemos alcanzado un ciclo de estabilidad económica y progreso social histórico; necesitan convencer a la gente de un relato mentiroso que muestre la realidad como un desastre moral, político y social, y a los principales referentes de nuestra izquierda como delincuentes y corruptos.
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