Año 1815. En el contexto de una revolución que crecía al influjo de una dicotomía tangible entre la capital y el resto de las provincias, las posturas irán radicalizándose con el correr de las batallas y los alineamientos. Federales y centralistas (mutados rápidamente en unitarios) serán el mascarón de proa de la revolución y la razón última de los conflictos domésticos e intestinos, en los que Artigas será el más representativo espécimen del federalismo y la autonomía, chocando indefectiblemente contra la capital.
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En esa lucha, es en 1815 que Artigas controla gran parte de las provincias litoraleñas, las más ricas e influyentes, amén de los caudillos locales, ya sea Estanislao López (Santa Fe) como Francisco “pancho” Ramírez (Entre Ríos). No podríamos en ningún caso dejar de lado la influencia del caudillo de Misiones, el recientemente ascendido en Uruguay (ya por cierto lo era en Argentina desde hacía varios años, declarado por Cristina Fernández) general Andresito Guacurary. En este contexto de victorias federales es que Artigas se desempeña como gobernante en la Villa de la Purificación. En esta protocapital de los pueblos libres, puerto estratégico, punto neurálgico de la unión, ascético pueblo, bastión ideológico y prisión revolucionaria, Artigas sostenía la unidad y la lucha contra España y Buenos Aires al mismo tiempo. La entrada de un tercer contendiente (más poderoso que los anteriores) desequilibrará aquella correlación de fuerzas y llevará cada vez más el fiel de la balanza hacia el lado de los porteños. Finalmente las negociaciones de Manuel de Sarratea (persistente enemigo de Artigas) y los caudillos litoraleños culminará con la derrota del caudillo oriental.
Pero en tiempos de Purificación, en tiempos de “dictadura paisana” en pluma de Guillermo Vázquez Franco, el artiguismo toma una consistencia poco comprensible para los historiadores sostenedores de la nacionalidad y promotores de los mitos. Purificación representó un sitio de disciplinamiento revolucionario basado en determinados preceptos cristianos.
La idea de purificar como método fue sostenida por Artigas en varios documentos, en los que manifiesta su voluntad de confinar a aquellos “malos europeos”. Tomemos uno contundente, una carta que data del 1° de junio de 1815, al gobernador de Corrientes, José de Silva: “Desde que hemos enarbolado el estandarte de la libertad, no nos resta otra esperanza que destrozar tiranos o ser infelices para siempre. En esta virtud manifiesta Vd. al pueblo el próximo peligro de ser invadidos nuevamente por los Españoles y la parte activa que por una consecuencia deben tomar los portugueses en este empeño. De nosotros depende dejar burladas sus esperanzas, preparándonos a una común defensa. Si los europeos existen entre nosotros nos perjudican, como creo, obligarlos a salir fuera de la provincia, o ponerlos en punto de seguridad donde no pueden perjudicarnos. Esto mismo estoy practicando en mi provincia, haciendo trascendental el orden a todos los demás. Es, pues, de necesidad que lo ponga en ejecución con la mayor escrupulosidad”.
¿Quiénes y por qué terminaban confinados en el pueblo de Purificación?
Detrás de aquel pueblo se esconden varias historias (con h minúscula) que rondaban todos los rincones del viejo virreinato y hacían temer a muchos españoles y otros hispanófilos su destino. Nace y se desarrolla la parte más cruda de lo que se conoció más tarde como la leyenda negra. Es una realidad que eran confinados, eran obligados a trabajar: “Los confinados debían permanecer con sus bienes y familias el resto de sus vidas en Purificación”. ¿Hasta qué punto son ciertas las historias más truculentas de asesinatos, torturas, desmembramientos y enchalecamientos?
Más allá de su función, lejana a nuestra comprensión y cercana a otros procesos en otros tiempos históricos que lejos estamos de aceptar, la idea de confinar a los enemigos de la revolución, no era en aquellos tiempos muy lejana a otros ejemplos contemporáneos. Pero si analizamos los documentos desde la enemiga Buenos Aires, nos encontramos con un bastión antiartiguista que intentaba desacreditar al jefe de los orientales a partir de esa villa. Por tanto, podemos inferir que más allá de que la idea de la purificación no era del todo lejana, el desacreditarlos por los excesos de la misma era sembrar el terror a partir de un campo de confinamiento donde se purificaban las almas al estilo más de la inquisición española que de un tribunal revolucionario. Por ejemplo, en 1866, en un texto escolar escrito por Francisco Berra a tan sólo 16 años de la muerte de Artigas en Paraguay, todavía la leyenda negra se cernía sobre Purificación. Cuenta Berra sobre los excesos, el siempre temido “tormento del chaleco” o apuntaba que “se les separaba la cabeza del cuerpo”. En la segunda edición amplía la información al respecto “[…] o se decretaba que conducidos a la Mesa de Artigas (hace referencia a la meseta), se les degollara o fueran arrojados al río desde lo alto de la Mesa, sufriendo en el tránsito los horribles tormentos que les causaba el tropezar con las peñas y escabrosidades que cubren la pendiente falda”.
Las crónicas contrarias son excesivas y hasta generaron un debate en su tiempo y con sus armas intelectuales entre dos prestigiosos diarios, El Sud América de Buenos Aires y La Razón de Montevideo. Detrás de cada uno, sendos escritores apuntalando su visión. Carlos María Ramírez, defendiendo al jefe de los orientales; en 1884, cuando nace esta polémica, todavía no estaba nítida la figura de Artigas como héroe nacional y el culto artiguista (como lo llama J.E. Pivel Devoto) no había ensombrecido todavía cualquier atisbo de pensamiento crítico. El origen de la contienda intelectual se basa en una orden que supuestamente dio Artigas a uno de sus tenientes, que por cierto nunca apareció, y que es reivindicada justamente y nada menos que por Domingo Faustino Sarmiento en uno de sus libros. Está de más decir que Sarmiento fue uno de los que más abonó la idea de un Artigas montaraz y perentoriamente bárbaro en su famosa dicotomía barbarie-civilización. Pero este debate deja claro, más que verdad o mentira, que Purificación daba lugar a la creación de este tipo de historias (por más que no fueran ciertas) y su función daba lugar a las discusiones.
La supuesta orden de Artigas era: “Fusile a dos españoles por semana; si no hubiese españoles, fusile a dos porteños, y si no hubiera, cualesquiera de otros en su lugar, a fin de conservar la moral”. Más allá de la frase en sí, de la que no tenemos conocimiento, las historias truculentas rondaban las pulperías, las salas, los ranchos, y de ahí a las páginas de la historia (hoy conocida como leyenda negra).
Las historias, más allá de repetidas y sostenidas por los porteños, forman parte de un plan para desacreditar al caudillo en aquellos tiempos. Lo deja meridianamente claro ya en el siglo XIX Carlos María Ramírez: “¿Cuáles son las pruebas sobre los horrores de Purificación?
Una descripción poética, que no sabemos si merecería ser ilustrada por el buril dantesco de Gustave Doré; un pasaje de las memorias atribuidas al general Miller y por este mismo declaradas apócrifas; otro pasaje de Rengger y Longchamp, naturalistas viajeros, cuyas envenenadas fuentes de información ya tuvimos ocasión de analizar en la contrarréplica anterior”.
Las fuentes no son válidas para Ramírez, por tanto, el resultado no lo es en su conjunto. No podemos igualmente asegurar que la totalidad no sea cierta. Partimos de la base innegable de que era un sitio de purificación, en donde eran llevados aquellos que no adherían al sistema; pero más allá estaría la afirmación de las crueldades, de la que no tenemos noticia que no se base en esas fuentes.
Por ejemplo, un Diccionario Biográfico que data de 1877 asegura sobre la villa: “En el Hervidero, cerca de Salto, había establecido un campamento que había bautizado con el nombre de La Purificación, alusivo a las aflicciones de degüello, cepos, azotes, chalecos de cuero, con que él y sus tenientes debían purificar la tierra de porteños y de aporteñados”. Las palabras son de Carlos Molina Arrotea, Servando García y Apolinario Casabal y editadas en Buenos Aires. Es más elocuente, y dicho como al pasar por parte del cronista unitario Antonio Zinny en su Historia De Las Provincias Unidas Del Río De La Plata 1816 a 1818, que data de 1883: “Cuando los portugueses entraron en la Banda Oriental y se apoderaron de Montevideo, Artigas, que se vio abandonado de los gauchos orientales, de los indios charrúas y minuanes, estableció su cuartel general en el punto denominado Mesa de Artigas, entre el Queguay y el Daymán, al lado de La Purificación. En esta villa estaban las familias de sus soldados y algunos orientales que le eran los más adictos. Numerosas son las crueldades cometidas en este campamento por Artigas sobre los españoles y los portugueses y sobre cuantos fueron sus enemigos”. La idea de premiar a los adictos y castigar a los contrarrevolucionarios es algo que se amolda a la realidad de cualquier revolución en tiempos de guerra y definiciones, pero más allá siguen estando las crueldades. Zinny las menciona como al pasar, sin explicarlas ni detenerse en ellas, como cuando uno sabe algo con seguridad y da por sentado que el resto también comparte esa verdad.
Pero ¿hasta qué punto podemos tener seguridad de aquellas fuentes?
En su inmensa mayoría se basan en lo que se denominó posteriormente leyenda negra, liderada por el famoso Libelo de Cavia, escrita por Feliciano Sáenz de Cavia, y que se convirtió en el mayor instrumento de descrédito del héroe oriental forzosamente uruguayo.
Pedro Feliciano Sáenz de Cavia había nacido en Buenos Aires el 20 de octubre de 1776. Desde muy chico residió en Montevideo, donde murió su madre. Los límites y fronteras en aquellos tiempos no condecían con las balcanizaciones posteriores forjadas por los Estados nacionales. Cavia, entonces, al igual que el resto, era un hombre nacido en Buenos Aires que vivía en Montevideo, que formaba parte del Virreinato del Río de la Plata (después de 1776), de la madre patria (España). Egresó de doctor en leyes en la Universidad de Córdoba y es en Montevideo donde comenzó su carrera relacionada con las letras dentro de la revolución. Fue secretario del Cabildo, luego de la junta montevideana constituida aquel memorable 21 de setiembre. Tras la Junta de Mayo, un grupo de montevideanos –entre ellos, Nicolás Herrera, Lucas Obes, Juan Balbín y el mismo Cavia– liderados por Prudencio Murguiondo encabezó una rebelión en la ciudad puerto apoyando al movimiento juntista porteño. Aquella rebelión fue vencida por el capitán José María Salazar. Tras escapar del destino de los derrotados, Cavia fue secretario de Manuel Belgrano y viajó por el norte del virreinato. Fue uno de los diputados pro-Buenos Aires elegidos en el congreso paralelo (Capilla Maciel) tras la expulsión de los diputados orientales elegidos en el Congreso de las Tres Cruces.
Siendo oficial de la secretaría del gobierno de Pueyrredón, en 1818, en medio de las lógicas de enfrentamiento entre el gobierno de Buenos Aires y el caudillo oriental, se le encargó un libelo sobre José Artigas. Aquel pasquín proselitista difamatorio constaba de 66 páginas, se titulaba El Protector Nominal de los Pueblos Libres, Don José Artigas y en sus páginas el secretario disparaba con munición pesada contra el caudillo federal. Culminaba el folleto con un llamado tan sugestivo como demoledor: “Al arma, al arma, seres racionales, contra este nuevo caribe, destructor de la especie humana”.
Detrás, como en procesión, aparecen los cronistas, viajeros e inclusive historiadores que apuntalan la idea del Artigas asesino, montaraz y enchalecador. Un verdadero sanguinario. Pero más allá de las falacias iniciadas por el libelo de Cavia, y ratificadas por sucesivos cronistas, la villa cumplía esa función: la de purificar a través del trabajo, la prisión o el servicio militar a los que no comulgaban con la revolución. En un caso muy especial, los “impuros” debieron pagar una suma de dinero, la que se creía que había perjudicado al Estado. Un testigo presencial, don Pedro Barrios, narró a Septembrino Pereda sobre su trato con los reos y la población en general: “El general trataba a todos con cariño y consideración, salvo a los ladrones, asesinos y viciosos, para quienes usó siempre severidad”.
Más allá de casos particulares, la villa era un sitio de confinamiento. Sostiene Ana Ribero: “Nació como sitio de disciplinamiento por iniciativa del padre [José Benito] Monterroso, que era un religioso y un político radical. Allí hubo presos a los que se ‘purificaba’”. Por tanto, no podemos quitarle ese halo especial, complejo para nosotros, extemporáneos del proceso. No es cuestión de juzgar ni mucho menos, sino de colocar en su debido lugar procesos y hechos. Afirma la historiadora que “como en cualquier castigo o represión, los enemigos del sistema denunciaban el procedimiento como ‘persecución ideológica’; su nombre estaba asociado a ello, pero no existe constancia alguna de que fueran sometidos a torturas o malos tratos”.