Hacete socio para acceder a este contenido

Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.

ASOCIARME

La recomendable resiliencia

Por Tomás de Mattos.

Suscribite

Caras y Caretas Diario

En tu email todos los días

En la columna publicada la semana pasada, en una reflexión sobre las perturbaciones con las que nos afronta la vejez, deslicé la concepción de mi padre, un nonagenario con experiencia, quien recomendaba ensayar e ir puliendo una actitud de resiliencia. Como la resiliencia es una actitud genérica, apta para encarar múltiples problemas de la vida, me pareció oportuno dedicarle esta columna.

Cuando yo, hace más de medio siglo, fui a la escuela, al liceo y luego a la facultad, jamás aparecía esta palabra. Hoy se abre cualquier manual, y no sólo de psicología, sino de la disciplina que se nos ocurra –supongamos sociología, biología, medicina, ingeniería, derecho, urbanismo o tecnología– y no deja de aparecer, seguida por una definición tan general que todos la comparten, uno o más capítulos sobre la resiliencia.

Según todos esos manuales, la resiliencia es una actitud o una aptitud, “la capacidad para superar circunstancias traumáticas” o “para sobreponerse a períodos o situaciones adversos”. Se la concibe como una capacidad que puede ser ejercida por una persona individual o por un grupo social, como un barrio, o hasta por un tejido orgánico.

Podemos extraer nuestra propia historia reciente un caso de resiliencia advertible en una entidad colectiva. Durante la dictadura, nuestros agentes culturales, particularmente los que desarrollaron el canto popular, coincidieron en concretar una actitud libérrima que desbordó al régimen opresivo, de inhibición y autocensura que pretendió instaurar la dictadura militar.

Las grandes proezas de nuestro fútbol, como la final de Maracaná o las definiciones ante Argentina, en 1928 y 1930, en las que la celeste venció a colosales adversarios con una férrea defensa y fulminantes contragolpes, son otros formidables ejemplos de ejercicio colectivo de la resiliencia.

Hay una famosa afirmación de Goethe que a mí me ha servido mucho: la de que la vida es un espejo que nos devuelve el talante con el que la miramos, que me parece que conduce al ejercicio individual de la resiliencia. A diferencia de la resistencia, que es pura oposición o defensa, la resiliencia no se priva de una nota de ambición, de una voluntad de seducción, de arrebatarle a nuestra existencia alguna recompensa compensatoria de los embates con los que nos acosa. Si en el fútbol es defensa, también es contragolpe.

Unos dos meses antes de morir, mi padre me dispensó un último ejemplo de actitud resiliente. Como ya conté en mi anterior columna, por su avanzada edad se le resintieron los capilares que irrigaban todos los órganos y empezó a sufrir frecuentes hemorragias, entre ellas, las gástricas. El cirujano que lo atendía consideraba inviable una operación. Aparte de muy riesgosa desde el punto de vista cardíaco, se debería enfrentar múltiples focos, muchos de ellos provocados por la propia intervención. En esa última hemorragia, entonces, lo internó en un sanatorio, le prohibió toda ingesta de alimentos sólidos y líquidos y la sustituyó por una nutrición parenteral; es decir, por sueros que se le inyectaban en una descubierta que le habían abierto en el cuello. Al cuarto día, de mañana temprano, entré a su pieza, y me recibió melodramático, suplicante. Me atenazó con sus dos manos una de las mías y se quejó. No de las molestias que le ocasionaría la descubierta, sino del hambre que padecía. Deseaba comer algo medianamente sólido.

Hice la gestión ante el cirujano y, aunque fui rezongado, me concedió a regañadientes un insulso platito de gelatina de sanatorio con algunos trocitos de compota de manzana adentro. Yo todavía estaba en su pieza cuando le alcanzaron la gelatina y presencié, asombrado, la fruición con la que la ingirió aquel otrora devorador de paellas, parrilladas completas, papas y huevos fritos y muy pesadas cazuelas varias. Al terminarla, sonrió y suspiró con hondísima satisfacción. Me tendió el plato vacío y exclamó con complacida sinceridad: “¡Ahh! ¡Esto es vida!”. Acto seguido, se señaló la descubierta con el pulgar izquierdo apuntando hacia atrás y me preguntó casi con indiferencia: “¿No te han dicho cuánto más me van a mantener con esto?”. Acababa de dejar al desnudo su práctica de la resiliencia: no despreciar, por escasas o mínimas, las satisfacciones que, en cada período, te ofrece o te esconde la vida, y no claudicar jamás en la búsqueda de nuevas conquistas.

Se dirá que este hábito de estar permanentemente a la caza de las grandes y pequeñas retribuciones de la vida es muy prosaico, hedonista, materialista y hasta frívolo. Pero no hay que olvidar que el cuerpo es, ante todo, materia; que la vida trae consigo varios encantos inmateriales, como los del intelecto, y que el método también procura capturarlos.

En mi vida he conocido personas que han optado por un sentido principal para la existencia y que en su periplo han practicado, consciente o inconscientemente, la resiliencia para superar las situaciones adversas suscitadas por la construcción de ese sentido primordial. Puedo traer a colación a dos hombres aparentemente muy diferentes: un sacerdote secular, ya fallecido, Mario Rodríguez, párroco que fue de Tacuarembó; y un poeta vocacional, que ha dedicado su vida al arte, profesor de Literatura también en Tacuarembó, Washington Benavides quien, dicho sea de paso, en los próximos días, el jueves 3 de marzo, cumplirá 86 años. Dos vidas largamente sostenidas con un radical menosprecio de la riqueza material.

En la casa parroquial de don Mario, todas las semanas se consumaban milagros. Algunos, de factura divina, atribuyéranse a Jesucristo o a su Madre, cuando traía de regalo alimentos imprescindibles como un cordero recién faenado o una manta de carpincho o una bolsa de papas; otros fueron protagonizados, en su mayoría, por doña Aurea, la cocinera de la casa, que transformaba en almuerzos o cenas para mesas siempre colmadas los escasos centésimos que se le había podido confiar. También eran atendidos los gatos del barrio y las palomas que anidaban en la torre de la iglesia contigua.

Carente de todo recurso económico, durante su curato afrontó con éxito la fundación de dos colegios, uno para niñas y otro para varones, cuando todas las órdenes religiosas, de monjas o de curas, reclamaban que se les facilitara terrenos o edificios aptos para servir de sede. Allí fue él el hacedor de milagros, recaudando de sus fieles donaciones casi fuera de las humanas posibilidades.

Recuerdo su bienhumorado comentario final, cuando estando sentado, tal como era su costumbre preferida, en un banco de la plaza principal, se le acercó para saludarlo, muy jovial, el jesuita Miguel Artola, quien había llegado conduciendo una camioneta International imponente, recién adquirida: “Estos hacen el voto de pobreza y nosotros [se refería a los seculares] lo cumplimos”.

En 1975 comenzaron los años duros para la familia Benavides. Al Bocha lo destituyeron de todos sus cargos por subversivo y mal nacido. Para subsistir, él y los suyos debieron emigrar a Montevideo. Se deshicieron de varios valiosos bienes, como libros y cuadros; asumieron variados y trabajosos oficios. Pero resistieron. Sus ideales permanecieron invictos. De profesor liceal el Bocha se convirtió en un afamado docente universitario; su esposa es una de las mejores vendedoras ambulantes de libros. Llevan más de treinta años en Montevideo. En Tacuarembó no dejamos de recordarlos, como ellos a nosotros. Veranean aquí todos los años, pero se ha establecido la misma distancia que media con cualquier otra persona que resida en la capital. En este momento, me viene a la cabeza el comentario que oí en un escritorio rural, de labios de un coetáneo, probablemente compañero de liceo, cuando el Bocha, todavía no destituido, pasó orondo por la vereda, con tres libros en la mano: “¡Qué bocho! ¡Qué desperdicio! ¡El abogado que pudo haber sido! ¡Pero se le antojó ser profesor!”. Hoy, con el diario del lunes, cabe responderle que no fue un desperdicio.

Dejá tu comentario

Forma parte de los que luchamos por la libertad de información.

Hacete socio de Caras y Caretas y ayudanos a seguir mostrando lo que nadie te muestra.

HACETE SOCIO