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La repetición escolar o el drama de Benito

Por Marcia Collazo.

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Benito nació por el año cincuenta. Era hijo natural, categoría vergonzante por entonces. Su padre, un reputado político de la época, nunca lo reconoció, pero le pagó, eso sí, un colegio de curas. Los curas prohibían a los otros alumnos acercarse a él. Benito no sólo se quedaba confinado a un rincón del patio de recreo, como si fuera un apestado, sino que era uno de esos repetidores natos, casi siempre varones, no sé por qué; de rodillas sucias, túnica vieja y descosida, moña colgante como un harapo azul y mirada perdida o desafiante. O el repetidor era el típico atrevido, contestador, haragán y revoltoso, o vivía en la luna de Valencia, sin hablar y sin hacer las cuentas, y nadie parecía interesado en averiguar el motivo. Pertenecía a esa difusa clase social catalogada de pobre o indeseable. Vivía como las ratas, llevaba a clase un cuaderno manoseado y doblado, un lápiz sin punta y poco más. Pedía prestada la goma, el compás y hasta la plata para la merienda. En suma, era el último orejón del tarro y sospecho que su causa, o mejor dicho su desgraciado periplo escolar, se debió casi siempre -así sea de manera inconsciente- a la estigmatización. El caso de Benito es muy elocuente. Repetidor durante tres años seguidos, acabó por abandonar a los malvados curas. ¿Por qué mencionar este tema ahora? Cualquiera diría, en este mes de marzo, que no es momento para hablar de repetición escolar, sino más bien de comienzo de clases. Y, sin embargo, el tema ha estado en la palestra pública desde que, hace pocas semanas, un juez fallara haciendo pasar de año a una niña. Más allá de que la repetición o el pasaje de grado, en sí mismos, en su naturaleza propia, específica e intransferible, o sea en su preciso ámbito pedagógico, no deberían ser materia de decisión para ningún juez de este mundo -eso es, al menos, lo que nos indica un simple razonamiento lógico-, no hay duda de que la repetición es un asunto tan espinoso como antiguo. En su expresión más elemental, cuando un alumno no se había aprendido la lección, tenía que repetirla, y esto habrá sido así desde la noche de los tiempos. No podía pasar a la lección siguiente si no se había aprendido antes la primera, de la misma forma que no podemos pasar a estudiar física cuántica si antes no hemos aprendido la física, digamos, elemental o básica. Pero el problema (recordemos a Benito) es mucho más complejo; ojalá se redujera, solamente, a una o a unas operaciones mecánicas. En el aprendizaje están de por medio las condiciones propias –de espíritu, de familia, de desarrollo físico y psicológico, de ambiente y de creencias- en que se encuentra el alumno, y las del profesor o educador; pero están además el clima de aula, el de la institución y, como si fuera poco, las grandes políticas nacionales en materia educativa, que muchas veces –reconozco que no siempre- se adoptan de manera improvisada, o por lo menos al vaivén de los criterios personales del jerarca de turno. Y sobrevolando todo eso, están las arraigadas ideas de la sociedad, que suelen marcar tendencia, como se dice en estos tiempos. Lo malo, lo trágico, lo que evitamos ver es que muchas veces es el propio sistema -el escolar, el institucional, el familiar y el social- el que lleva a los alumnos al fracaso. Benito podía aprender; era y es un tipo inteligente, y además carismático. Pero Benito estaba triste, y para peor era discriminado de un modo feroz; y aunque su caso era de una grosera evidencia, hay infinitos modos de discriminar. Sin embargo, quisiera centrarme hoy no tanto en los alumnos, sino en los docentes, que vienen a ser la otra cara de ese universo extraño, escurridizo y fascinante de la enseñanza-aprendizaje. Los docentes somos uno de los principales pilares de ese universo y tenemos, por lo tanto, un papel trascendental en el hecho de la repetición. El problema es que hemos sido formados, mayoritariamente, en una suerte de “táctica de monogrado”: se nos ha inculcado el enseñar “al barrer”, sin tener en cuenta la condición individual de los estudiantes. Aprendemos a tenerla en cuenta, por supuesto, pero eso sólo sucede al compás de la experiencia, el amor por la sabiduría, por la tarea y por el elemento humano que viene a nuestras manos. Me apresuro a aclarar que ningún organismo (ningún consejo, para el caso) nos va a “exhortar” a nada; la sola palabra exhortar constituye, a mi modo de ver, una singular falta de respeto a nuestra condición profesional. Ninguno va a decir a los docentes cómo tenemos que pensar, sentir y actuar de cara al íntimo acto educativo del aula, que se desenvuelve en el día a día, lleno de desafíos y hasta de maravillas para quien sea un educador vocacional. Ningún organismo, repito, sea cual sea su naturaleza y su autoridad, podrá inmiscuirse hasta ese punto en la radical relación de conocimiento y de vida en la que se cifra el vínculo educativo. Tampoco es su especialidad hacerlo. Ellos son los administradores del aparato educativo, no los peritos en formación docente o en psicología laboral. Pero eso no significa que el desafío por mejorar no exista. Por el contrario. Existe y debe ser afrontado con la urgencia de los asuntos que, como dijera Artigas, no admiten la menor demora. Depende de nosotros, los educadores, en especial a través del rol de formadores de docentes; depende de nuestro instrumental técnico, de nuestro bagaje teórico, de nuestra capacidad de perfeccionamiento continuo, de nuestro modo responsable de encarar la autonomía docente, desarrollar los mecanismos para cumplir adecuadamente con nuestra labor, saber de qué estamos hablando cuando decimos vínculo pedagógico, establecer una mínima relación vital con los estudiantes, y lidiar como se pueda con las directivas de las autoridades, unas veces muy bien intencionadas e informadas, y otras veces cargadas de obstáculos y entorpecimientos, consignas irritantes, pseudosaberes, autoritarismo a raudales, soberbia por toneladas y tremendas fallas teóricas y técnicas de fondo. Una de las muestras infalibles de tal soberbia consiste en creer que nadie más, absolutamente nadie más, puede proferir una sola palabra sobre el estado de la educación en Uruguay, o sobre cualquiera de sus problemas, habida cuenta de que ellos, las autoridades, ya se están ocupando de eso; y dado que nadie está en sus zapatos, nadie puede abrir la boca. Esta idea, sin embargo, no sólo es falaz, sino que está preñada de confusiones. Para empezar, la labor de las autoridades tiene sus límites, no solamente en la ley y en el reglamento, sino también en la teoría y en la práctica viva del tejido social. Ni qué decir que la libertad de expresión, ese bien intangible, frágil y sagrado, debería ser promovida en lugar de pretender ser aplastada. Y ello por una sencilla razón: porque la sociedad humana está compuesta de acuerdos, pactos o contratos que hacen posible, entre otras cosas, la existencia de unas instituciones educativas; y para la existencia y el reforzamiento de esos pactos, atento a los golpes incesantes de la historia y de las circunstancias, es necesario dialogar, buscar consensos. Y para buscar consensos y dialogar, es necesaria la libertad de expresión de toda la sociedad y de todos sus actores, en especial de los actores educativos, que no están solamente (ni mucho menos) en la cúspide de las instituciones. Todo muy elemental y, sin embargo, tan difícil de entender. Lo grave es que, en el medio, están los famosos repetidores. El asunto es complejo. Disminuir la repetición, mejorar la enseñanza y asegurar aprendizajes efectivos no son la misma cosa, y pueden incluso estar en contradicción. Razón de más para afianzar la libertad de expresión, informada y responsable, a efectos de buscar un nuevo pacto educativo que permita avanzar en pro de la educación y sus múltiples desafíos.  

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