Entre el siglo VIII y el XI, los mares de medio mundo fueron surcados por los famosos y temidos drakkars –embarcaciones ligeras y veloces, a menudo con la proa en forma de dragón– con formidables guerreros a bordo: los vikingos. Hoy sabemos que estos combatientes de origen escandinavo inventaron la brújula y los esquís, desembarcaron en las costas del continente americano y no llevaban cascos decorados con grandes cuernos.
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Pero, ¿cuánto sabemos sobre su vida sexual? Los embajadores cristianos y musulmanes que visitaron los pueblos vikingos alrededor del año 1.000 se escandalizaron por la libertad de las costumbres de esta sociedad, definitivamente más flexibles que las nuestras. Visto desde fuera, el mundo vikingo podía parecer muy permisivo, pero debemos tener en cuenta que toda libertad sexual estaba subordinada a una obligación: procrear.
Siempre que cumplieran con este deber, los hombres y las mujeres del norte podían vivir su propia sexualidad libremente. La poligamia era ampliamente aceptada, así como el hecho de tener amantes del mismo sexo.
La heterosexualidad no era norma
Curiosamente, las relaciones entre dos mujeres estaban mejor vistas que entre dos hombres. Existían hechizos para encontrar la «pareja deseada», un definición que contemplaba diferentes combinaciones. Un hombre podía desear a una mujer o a un hombre; una mujer podía buscar compañía femenina o masculina. Algo parecido a lo que ocurría en la Antigua Roma donde, sin embargo, las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo debían mantenerse con discreción.
En definitiva, en el mundo de esa sociedad norteña, la mujer podía vivir su propia sexualidad del mismo modo que lo hacía un hombre. Este aspecto, junto con la importancia que los antiguos vikingos otorgaban al honor, probablemente estaba en la base del hecho que los abusos sexuales eran castigados de manera muy severa. Sobre todo si se daban dentro del matrimonio.
Fuente: National Geographic España.