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Batlle vs Aparicio

La última revolución

Por Leonardo Borges.

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Caras y Caretas Diario

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¿Cómo estalló la revolución de 1904, la última patriada? La respuesta nos transporta hacia Rivera y a una multitudinaria fiesta. Pero en esencia esa fue la causa incidental, la última gota que rebasó un vaso que se venía llenando desde hacía muchos meses. En historia no existen nunca las únicas causas, sino que la multicausalidad es lo que explica los hechos, hasta los más simples. José Batlle y Ordóñez (presidente) y Aparicio Saravia (líder de la revolución) nunca se comunicaron en aquellos tiempos. Lo más cerca que estuvieron fue en una feria ganadera, cuando todavía no eran los jefes de sus partidos. Pero no se hablaron. De acuerdo a Lincoln Maiztegui, esta es una de las causas de una guerra, según él, sin sentido. Plantea que “la falta de capacidad de diálogo de los líderes de ambos partidos” fue motivo central. Pero es claro, a la luz de los hechos, que la revolución era inevitable. Dos Uruguay chocaban, los dos con sus razones y glorias, con su pasado y cavilaciones; dos líderes con su ego exacerbado y una batalla que estaba escrita desde los tiempos de Oribe. El Uruguay bárbaro todavía pisaba fuerte en unos y otros. Restaba poco tiempo, tal vez el último cimbronazo, tal vez la última inmolación, para que las urnas tomaran el lugar de los sables y las lanzas. Igualmente, la Revolución de 1904 posee características especiales que la hacen irremediable. Más allá de que Saravia y Batlle compartían una serie de ideales, los blancos poseían demasiado poder paralelo al gobierno. La negociación se convertía en hueca, dando porciones de poder al otro partido; es así que la guerra aparecía como una de las opciones. ¿Pero cómo estalla la revuelta? Una serie de hechos menores funcionan como la última gota y desencadenan el levantamiento. Un suceso fronterizo fue el detonante. Todo aconteció el 1º de noviembre de 1903; había fiesta en Rivera. Gentil Gómez era un brasileño, integrante de una banda militar, que entró en territorio uruguayo, generando todo tipo de perjuicios y daños. Este Gómez había sido acusado meses atrás de una serie de homicidios y, además, era el hermano del intendente de Santa Ana do Livramento. Dato no menor. Fue prontamente apresado aquel noviembre por el jefe político de Rivera, el blanco Carmelo Cabrera. Un par de horas después de la exitosa maniobra policial, se reunían más de 400 hombres en la frontera; en tono amenazante, Ataliva Gómez, hermano del susodicho, exigía su liberación. Un brasileño que amenazaba a un uruguayo: nada había de extraño en aquello. Pero la amenaza se convertiría en realidad. Tras negociaciones frustradas entre Cabrera y Gómez, los brasileños invaden Rivera y arremeten a tiros contra las exiguas fuerzas blancas (100 hombres). En ese momento, Cabrera telegrafía desesperado al presidente pidiéndole ayuda: “Reputo necesario auxilio regimientos”. Sobre la medianoche, Gómez escapó en medio de una balacera ayudado por un custodio, que escapó con él hacia Brasil. Culminaba así el episodio, pero era, en verdad, el inicio de la revolución. El 2 de noviembre, entraban a Rivera dos regimientos colorados provenientes de Tacuarembó. Era la ayuda prometida por el presidente. Pero los blancos aducían que ya no era necesaria y que debían retirarse lo antes posible. El 3 de noviembre, el mismísimo directorio intimó al presidente. Batlle dilató la retirada. En medio de la crisis, Carmelo Cabrera intercepta un mensaje del ministro de Guerra y Marina en el que manda a las tropas estar preparadas para la batalla. En enero de 1904 comenzaron a movilizarse las tropas; según los blancos, se estaba violando el Pacto de Nico Pérez; de acuerdo al presidente, era su derecho constitucional como comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. Era un conflicto de soberanías. El 8 de enero se intentó una negociación. Pero ya no era tiempo de negociaciones ni flaquezas. Batlle fue tajante: “Ya es tarde”, respondió a los mediadores. Era la guerra; él ya lo sabía, había imaginado ese momento en sus noches de vigilia, había recordado a su padre. “Otro Aparicio, otro Batlle”, reflexionaba, mientras balanceaba su cabeza tomándose la barbilla. Podía perder, tal vez, pero había demasiado para ganar.  

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