Las elecciones generales que tuvieron lugar en Alemania fueron celebradas por los medios como un triunfo personal de Angela Merkel y de la democracia. Cuanto más a la derecha, cuanto más conformista el medio, más jocunda la celebración, al punto tal que apenas se hacía mención a la sangría de votos que ambos partidos mayoritarios tuvieron. Tanto la gobernante Unión Cristiana como su aliado -hasta ahora- el Partido Socialdemócrata se derrumbaron. De cualquier manera la Merkel está segura; será canciller en alianzas, tal vez un poco forzadas, pero todos sienten que la derecha ultranacionalista les respira en la nuca y que no es tiempo de aventuras. Liberales, verdes y aun socialdemócratas tendrán que componérselas para mantener el actual estado de cosas. Con algunas correcciones, por supuesto. ¡Mínimas! Pero que llenen el ojo. La imagen que se me ocurre es la de dos tripulantes de una pequeña chalana cuando el mar se pica. ¡Sería de locos que alguien se pare y desequilibre la embarcación! Como los opinantes deben opinar y como su opinión debe contribuir a calmar los miedos y tranquilizar, ya dieron su calmada y sapiente explicación; fue la mejor utilización de las redes sociales. La ultraderecha nacionalista, antieuropea, antiinmigrantes y con manifiestos u ocultos amores por el Tercer Reich no apareció como un resultado esperable dada la disconformidad creciente del electorado con un gobierno más frío que un pescado, indiferente a todo descontento y empeñado en “salvar” y conducir Europa con las más severas recetas neoliberales. Como Donald Trump, y aconsejados por los mismos asesores (ahora parecería que Mauricio Macri los consulta), utilizaron mejor las redes sociales. ¡Por eso se alzaron con 13% del electorado! ¡Nada que ver con contenidos! El problema estuvo y estaría en la utilización de las redes sociales. En última instancia, en la utilización de los medios, masivos y tradicionales o más específicos y modernos. “El medio es el mensaje”, sobre todo cuando no hay mensaje. Se desentienden de la aparición y el crecimiento de los partidos y movimientos xenófobos, europeo escépticos o francamente antieuropeos, que explotan o aprovechan el rechazo al inmigrante, sobre todo si no es caucásico y educado. Que tampoco se sienten cómodos y mucho menos tranquilos con la situación económica. No aceptarían los trabajos que desempeñan los inmigrantes y tampoco vivirían en las condiciones en que estos viven. Pero sienten que “están robando la plata” con las ayudas que reciben y que “están robándole el trabajo a los nacionales”. Siempre ha sido convicción de la derecha que “les están robando”. La plata, el trabajo, el lugar, ¡todo! La paradoja de esto es que los hijos de los inmigrantes que sintieron que habían llegado a un cielo de tranquilidad y trabajo cuando lograron asentarse en Europa sintieron la discriminación desde que nacieron y se rebelan contra ella. Buscan su identidad en la religión de origen, en su versión más ortodoxa y radical. Y algunos se embarcan en la guerra santa contra los “cruzados”. Un ejemplo de como un hecho histórico puede parecer lejano e insignificante para algunos y, en cambio, para otros es presente. Avasallante presente que los conmina a la defensa de su religión (en su más radical y simplificada versión) y su cultura en iguales términos. Los atentados yihadistas y el voto ultranacionalista están hermanados por una deformada comprensión de la realidad que, desde ambos lados, se observa con el cristal ideologizado por los prejuicios y resentimientos. Ambos únicamente pueden perseguir utopías regresivas. Volver al pasado. No al real, sino a uno que ellos construyen e idealizan. No queremos verlo y tratamos de conformarnos con la explicación simplista de que la ultraderecha llegó al parlamento alemán porque supo utilizar mejor las redes sociales. ¡Algo simple y consolador! Utilizaron mejor las redes sociales. Como Trump en Estados Unidos. La cuestión se reduce a un problema sencillo: hay que poner profesionales a atender las redes. Hay que “vender mejor el producto”. Hay que convencer a los disconformes de que el mundo que no los conforma es “el mejor de los mundos posibles”. Hay que convencerlos de que nada supera a estas democracias inánimes, que flotan con las viejas recetas, porque son las únicas. Nada de veleidades izquierdizantes. Para eso alcanza con recordar lo que le pasó al Socialismo Real. Nada de bandazos hacia la derecha que pueden terminar en otra guerra perdida. Lo que tenemos es “el mejor de los mundos posibles”, y quienes nos gobiernan, sean los que elegimos votando o los burócratas de Maastrich, son los mejores gobernantes posibles. ¡Nada de aventuras! ¡Nada de ilusiones! ¡Nada de locos sueños! Es duro vivir un mundo sin utopías, cercenar los sueños, las esperanzas y las disconformidades. Pero el mensaje es: la realidad es lo único real. ¡Y basta de locas aventuras! Francamente, no le veo mucha vida a un mensaje tan razonable como mentiroso. ¿Cuánto tiempo podrán las -llamémoslas- “democracias razonables” conformar y adormecer a la gente? Por mejores expertos que pongan a trabajar en las redes. Por más que nos cubran de razonamientos razonables. Por más que pretendan adormecernos con información trivial, mensajes subliminales y mucho espectáculo. La gente siente. Y cuando empieza a sentir, está a un paso de elegir. De optar por otra cosa. Por animarse a probar un camino nuevo. Sin pensar demasiado en lo que habrá al final del camino. Sin preguntarse, como Machado: “¿A dónde el camino irá…?” Lo terrible del fracaso del Socialismo Real es que fracasó, que se hundió, que nos dejó sin utopías en construcción y, al hacerlo, le abrió paso al conformismo primero y a la ultraderecha después. Ya veremos a dónde el camino lleva. Pero por ahora las “democracias razonables” lo que nos ofrecen es más de lo mismo en el mejor de los casos y “sacrificios razonables, necesarios y pasajeros” para llegar a algo mejor. No al Valhalla, no al paraíso, sino a seguir siendo razonables. Mediocres, conformistas y resignados. ¡Toda utopía es veleidosa locura, ingenuos sueños infantiles! Esta ilusión de que la Historia realmente ha llegado a su fin y que, más allá de lo que hay, no hay nada, no puede ser duradera. En su mismo seno se desarrolla el germen de su destrucción. Por un lado, son muy pocos quienes se pueden dar el lujo de tener todo lo que la sociedad de consumo ofrece en una catarata interminable de ofertas tentadoras de cosas que, en realidad, no precisamos, pero nos impulsan a necesitarlas y luego a utilizarlas para lo más insignificante. Los celulares de hoy tienen tanto o más posibilidades que las computadoras que enviaron el primer hombre a la luna, pero las utilizamos para mandarnos mensajitos triviales. –¿Dónde estás? –Por llegar a casa. –¿Viste cómo llueve? –Sí, caen pingüinos. Cada frase del diálogo con su correspondiente emoticon. Pero ¿qué sería de nosotros si no supiésemos que el otro está por llegar a casa y se dio cuenta que llueve? En fin, no todo en la vida es trascendencia. Pero tampoco puede ser trivialidad ramplona y resignada. Nos motivan, diría, compulsivamente nos impulsan a consumir y nos sentimos frustrados por no poder hacerlo. ¿Cómo no tener una piscina? Aunque sea de plástico y apenas entre en el fondito. O regalarle la nueva camiseta del Barça al nene. La otra fuerza que germina en el seno de las “democracias razonables” y que terminará por llevarlas a una crisis cuyas consecuencias no puedo o no quiero prever es la acumulación despareja de la riqueza. Cuanto mejor crece un país, más inadecuadamente se distribuyen los frutos del crecimiento. Menos de 10% de la población más rica, agrupada en pequeños enclaves que los aíslan del contacto con la gente, acumula más riqueza que el resto. ¿Cuánto puede durar esto? En tanto la cantidad de pobres, de hambrientos, de muertos de hambre, de desesperados crece. Ya estamos cerca de llegar a un humano de cada siete. En tanto en los países ricos la expectativa de vida se acerca rápidamente a los cien años, en los reinos del hambre sigue clavada en treinta y pico, cuarenta. Es más, algunos ya sueñan con la vida eterna a partir de la sustitución de los pedazos desgastados por repuestos nuevos, creados a medida a partir de células madre. Me recuerda a esa fabulosa anticipación que fue El herrero y la muerte. No sueño con una rebelión de los desesperados que triunfe. Nada permite soñar con tal cosa. En cambio sí es posible imaginarse un mundo en el cual se tale sin piedad y sin escándalo a los hambrientos sin redención, con hambre, guerras internas, epidemias, o esterilizaciones. ¿Hay, realmente, alguna diferencia entre castrar perros y castrar humanos? En realidad, la diferencia radica en que a unos los consideramos “animales” y a otros “humanos”. Pero Hitler ya nos demostró que se puede “deshumanizar”. En ambos sentidos. Quitarles toda piedad a los ejecutantes convenciéndoles de que las víctimas no son humanas. Se puede. ¡Ya se pudo! Curtir a rebencazos y patadas a un peón protestador exige que primero lo consideremos un mal bicho que necesita un escarmiento. Primero hay que convencerse, lo demás es simplemente llevar a cabo la misión. Instrumentación. Como en Bernabé, Bernabé. Una cosa es “matar a esos cachorros” y otra, proceder por etapas. Abrir un pozo, poner dentro la bolsa con ellos y luego cubrirla. Eichman sostenía que su tarea únicamente consistía en coordinar los trenes que transportaban a los campos de exterminio. No era su asunto que fuesen humanos y su destino fuesen los hornos. Bueno, escribo el sábado, por lo tanto no sé qué pasará con el referéndum catalán. Lo que me preocupa es que poco antes se realizó otro, similar, en el Kurdistán iraquí. Triunfó ampliamente la opción independentista y cesaron las noticias. Los pobres kurdos están repartidos en cuatro Estados, y cada Estado contiene en su seno embriones de otros que no llegaron a nacer. No sé si para bien o para mal, es en sus tierras en donde están las mayores reservas de petróleo.
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