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Las elites y las camarillas

Por Leonardo Borgez.

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Una de las preguntas más repetidas y una de las incógnitas más comentadas en la historia política del planeta tiene que ver con la capacidad de algunos individuos de poder llegar a la cima en el mundo político y la notable incapacidad de otras –pese a su inteligencia o probidad– de alcanzar aquellos sitiales. La historia política contemporánea, en la que la república –aristocrática inicialmente y devenida lentamente en democrática–, a partir de la Revolución Francesa a finales del siglo XVIII, fue ganando terreno hasta convertirse en el sistema política ideal de la sociedades occidentales, esconde esas incógnitas en lo más íntimo de las entrañas políticas. Unos años antes determinó la constitución de los Estados Unidos de América, implantando la primera república moderna del mundo. La “cocina”, diríamos coloquialmente, es el sitio donde se pueden responder todas esas preguntas en el sistema político más participativo por antonomasia, la república. Pero es extremadamente dificultoso poder ingresar a esa “cocina” política. La democracia moderna (indirecta, representativa) trae intrínsecamente un nuevo perfilamiento de las figuras públicas, los representantes, los que en última instancia discutirán y tomarán decisiones de lo público. En definitiva, en el sentido griego de la política ampliado, los asuntos de la polis, ya no serán tratados en el ágora ni en la colina del Pnyx, sino en un cuerpo intermedio. Allí es que toman preponderancia en Occidente los políticos, los cada vez más profesionales de la tarea pública, ya sea legislativa o simplemente ejecutiva. Muchos autores han intentado explicitar el papel de los políticos en las sociedades actuales, desde Max Weber hasta Edgar Morin. Se ha complejizado el tema de los políticos, la política y las elites gobernantes. Weber lo simplifica inicialmente como una persona que aspira al poder. La pregunta seguidamente podría ser para qué pretende ese poder. Las respuestas podrían disparar varios juicios de valor inmediatos en el lector. O sea, vivir de la política o vivir para la política, acceder al poder como medio o acceder como fin, aunque en todas las opciones el poder es la razón. Detrás del político hay, sin embargo, grandes dosis de ego, entrelazadas con altas inyecciones de altruismo según algunos autores.   Pero más allá de análisis del qué, debemos también vislumbrar el cómo. La pregunta queda siempre abierta: cómo pueden algunos llegar y otro quedar estoicamente en el camino de las carreras políticas. El instinto, la retórica aplicada, la comunicación y los niveles de popularidad son algunos de los ítems que podemos analizar a la hora de encontrar esas diferencias. Platón, en su obra La República, sindicaba que esos que debían dirigir debían ser los más sabios. Recordemos que la palabra gobierno deviene del griego antiguo, pilotar una nave o timonear. Según Platón, aquellos que debían colocar sus manos en ese timón debían ser los más sabios, dado que debían basarse en la observación de la realidad y la puesta en práctica de ideas renovadoras según esa observación. Aristóteles, por su parte, proponía una óptica científica de la política, en la que los protagonistas analizarían la sociedad tomando en cuenta factores culturales, sociales, psicológicos, para así establecer las políticas más certeras. La pregunta, tras 2.500 años de evolución política, desde que los antiguos atenienses ensayaron su democracia (o isonomía), radica en el papel de esos hombres y mujeres que forman parte de la política. Los políticos, los protagonistas de esos cambios, los que forman en los tiempos actuales –en mayor o menor medida– una elite política. ¿Qué es pues un elite política? Elite, palabra devenida del francés, elegir, elección o selección, hasta el siglo XVI. En el siglo siguiente su significado fue mutando, hasta que, finalmente, en el siglo XVIII toma su forma moderna, definiendo un grupo de personas; primariamente abrazado a las concepciones de la Revolución Francesa, en la que se relacionaba el término con ese grupúsculo que llegaba al poder por sus capacidades y aptitudes y no por su sangre o su familia. El concepto rápidamente se puso en tela de juicio y sobre él se teorizó en el siglo XIX. Fueron los sociólogos italianos Vilfredo Pareto (1848-1923) y Gaetano Mosca (1858- 1941) los creadores de la teoría de las elites. Mucha agua debajo del puente ha pasado desde aquellos tratados del siglo XIX y las elites han mutado en la concepción de los cientistas sociales, aunque siempre han sido y serán una preocupación. El concepto de elite no es por tanto el de oligarquía, porque no es esencialmente económico, aunque esté extremadamente relacionado. Algunos autores dividen las elites en tres compartimentos, como T.B. Bottomore, el de los intelectuales, el de los industriales y el de los altos funcionarios del gobierno. Charles Wright Mills, el sociólogo estadounidense, determinó que las elites se dividían en tres sectores, la economía, el ejército y la política. Según la mayoría de las teorías, las elites deberían ser la reunión de los más destacados hombres públicos, más allá de su hermetismo en algunos casos, más allá de egoísmo o sus exclusiones sociales. Pero detrás de las elites descansa otro grupo, que ha sido sindicado por los teóricos y que no se mueve dentro de las lógicas de las primeras: las camarillas. Las camarillas no se mueven por las capacidades o el altruismo o la genialidad de sus miembros, sino por las influencias y las complicidades. La pregunta iniciática vuelve a reflotar. ¿Cómo determinados hombres logran acceder a puestos de poder y otros no? ¿Serán las elites o las camarillas las que los aúpan hacia el poder? ¿Cómo pueden algunos hombres que no tienen las capacidades añoradas por la comunidad en la que viven acceder a puestos de poder y perpetuarse en el mismo? En las democracias liberales, las camarillas pueden ejercer la influencia y colocar caras y nombres en la palestra pública, darles cargos de confianza y elevarlos al poder. Lo que no pueden es ejercer coerción sobre la población para que los vote. En ese caso es que aparecen las estrategias, las tácticas, las campañas; surge allí una serie de personajes detrás de la escena, con el libreto en las manos: los denominados operadores políticos. Nuestro país, a diferencia de Argentina, ha sepultado a los operadores tras las más diversas máscaras: jefes de prensa, asesores de comunicación, community managers son algunos de los eufemismos. Pero detrás de un operador hay más que todas esas funciones juntas. La respuesta radica en las campañas electorales que construyen un candidato de la nada, lo preparan, lo forman para hacerlo “comestible” para la masa de votantes. Y allí culmina su trabajo. O no. Pero la pregunta queda latente: ¿debemos los ciudadanos desconocer esas estrategias y sumarnos a la masa y dejarnos seducir por esas operaciones políticas? ¿Es eso lícito?

Pareto y Mosca
Vilfredo Pareto planteaba que las sociedades estaban divididas entre conductores y conducidos. Los conductores, además, estaban divididos en dos grupos, dos tipos psicológicos, los zorros y los leones. Los primeros prevalecen gracias a sus maquinaciones y los otros, a su fuerza. Gaetano Mosca, por su parte, analizaba los pormenores de las sociedades, inclusive aquellas menos desarrolladas “a los comienzos de la civilización” y llegaba a la conclusión que existen dos clases de personas, las que gobiernan y las otras. Esas elites pueden legitimarse en diferentes puntos, ya sea la aristocrática-autocrática o la democrática liberal.

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