“No habían dado las tres cuando arribó a la Plaza Matriz. El Te Deum ya había concluido; un grupo de caballeros, de militares y de prelados, bajaba por las lentas gradas del templo. A primera vista, los sombreros de copa, algunos aún en la mano, los uniformes, los entorchados, las armas y las túnicas, podían crear la ilusión de que eran muchos; en realidad, no pasarían de una treintena. Arredondo, que no sentía miedo, sintió una suerte de respeto. Preguntó cuál era el presidente. Le contestaron: –Ése que va al lado del arzobispo con la mitra y el báculo. Sacó el revólver e hizo fuego. Idiarte Borda dio unos pasos, cayó de bruces y dijo claramente: Estoy muerto. Arredondo se entregó a las autoridades. Después declararía: –Soy colorado y lo digo con todo orgullo. He dado muerte al presidente, que traicionaba y mancillaba a nuestro partido. Rompí con los amigos y con la novia, para no complicarlos; no miré diarios para que nadie pueda decir que me han incitado. Este acto de justicia me pertenece. Ahora, que me juzguen”. Jorge Luis Borges, ‘Avelino Arredondo’. Voltaire escribió hace muchísimos años, refiriéndose a la Guerra de los Siete Años, que “una bala de cañón disparada en Norteamérica iba a dar la señal que haría arder Europa”; quien disparó aquel día fue un jovencito llamado George Washington. El resultado, una larga y cruenta guerra entre Inglaterra y Francia en dos continentes. Lo sustancial de la anécdota es la importancia de un hecho, por pequeño que sea, o tal vez por repetido a lo largo del tiempo. Muchas veces una bala puede más que mil cañones. Una muerte se multiplica por miles. Tal vez eso sucedió aquel agosto de 1897: una muerte fue más fuerte que miles de vidas. El 25 de agosto de 1897, un hombre terminaba una guerra, con una sola bala. No era un blanco revolucionario, era un colorado popular, un almacenero de 23 años que ese día lograba terminar lo iniciado por Juan Antonio Ravecca unos meses antes. Había asesinado al presidente Juan Idiarte Borda. Cuatro meses antes, el 21 de abril, un joven de 17 años, estudiante, fue quien intentó asesinar primeramente al presidente. El jovencito vivía con sus padres, en la calle Mal Abrigo (actual Juan Paullier), número 95. Eran las 18.30 y el presidente descendía de su coche para ingresar a su casa, en la calle 18 de julio. Estaba a escasos pasos de la puerta, cuando el joven Ravecca se apareció con un arma de fuego y lo encañonó por detrás a una distancia de 15 a 20 centímetros. Antes de cualquier disparo, el coronel Juan Turenne, edecán del presidente, manoteó al joven y lo desarmó. Lo tiró al suelo, boca abajo, mientras el joven asustado gritaba “¡No me maten, no me maten!”. Ravecca, ante el juez de Instrucción, doctor Julio Bastos, hacía una declaración similar a la efectuada por Arredondo meses después. Cuenta José María Fernández Saldaña que el reo formuló “comprometedoras declaraciones” al juez: que “había sido aprehendido a las seis y media frente a la puerta de la casa del presidente porque le tiró dos tiros que no salieron, con intención de matarlo porque no hacía la felicidad del país, desde que no conseguía hacer la paz y no gobernaba con los dos partidos”. Inmediatamente se desligó de todos sus amigos, diciendo que compró la pistola en un cambalache de la calle Florida y que le costó cuatro reales; que la plata era de un amigo, pero que él se la había pedido para un libro. Después de un enredado juicio, Ravecca fue a la cárcel, de la que salió el 13 de enero de 1901. Alguien ya había culminado el trabajo. Después del hecho se siguieron sucediendo las críticas al presidente Borda, que se encontraba en medio de la revolución de 1897. Los blancos, liderados por Aparicio Saravia y Diego Lamas, luchaban por la representatividad y por la reforma de la Constitución. La revolución más grande desde los tiempo de Timoteo Aparicio. Miles de hombres, un partido en armas, ponían en jaque la presidencia de Borda, que además era criticado por los hombres del propio Partido Colorado. Por aquellas estaciones el Partido Colorado estaba cortado tangencialmente por un sector denominado “la Colectividad”, liderado por Julio Herrera y Obes, exclusivista, selectivo y adicto al fraude. Borda era uno de sus engranajes. Apuntaban y disparaban desde los estrados, las calles y los diarios contra el presidente colectivista. Los diarios El Día y la Razón eran el mascarón de proa de las protestas. Ese mismo 25 de agosto, previo al magnicidio, los diarios disparaban contra Borda. La Razón, de Carlos María Ramírez, planteaba que se mueve “con el ánimo deliberado y siniestro de hacer imposible la paz”. El Día, de José Batlle y Ordóñez, consignaba: “Esta tarde, tal vez a la misma hora en que se esté librando alguna batalla sangrienta, y seguramente a la misma hora en que estén impagos ocho presupuestos, el señor Idiarte Borda y sus amigos asistirán a la catedral a un Te-Deum”. Esa tarde, a las 14.45 era asesinado Juan Idiarte Borda, a manos de un almacenero colorado que tenía grandes convicciones políticas. Al ser arrestado, se declaró culpable, autor material e intelectual. A la salida del Te-Deum, en la iglesia Matriz, caminando junto al arzobispo Mariano Soler, rumbo al Cabildo, un hombre se le apersonó en la calle Sarandí y Cámaras (Juan Carlos Gómez), le apuntó con un revolver Lefeucheux y disparó. Allí, frente a todo el mundo. Borda cayó y, según crónicas, dijo la inteligente frase a Mariano Soler,: “Estoy muerto”. ¿Quién era Arredondo y qué pretendía? ¿Había alguien detrás de él? ¿Tenía alguna conexión con Ravecca? Sólo preguntas sin respuesta de un hecho que cambió la historia de Uruguay. Las acusaciones fueron hacia los colorados populares de Batlle y hacia él mismo. Las hijas de Borda acusaron posteriormente al futuro presidente. Más allá de conjeturas, es claro que la muerte de Borda marcó el final de una etapa y, tras el interregno cuestista (Lindolfo Cuestas), el batllismo tomará la posta política en el Uruguay moderno. Las preguntas anteriores no tienen –por ahora– respuesta, pero es un dato interesante la posición tomada por Batlle con respecto al magnicida. Batlle visitó en la cárcel a Arredondo y, según algunos artículos de la época, se abrazaron fraternalmente y conversaron. La pena de muerte sin embargo era su inevitable destino. Pero su abogado, el mejor penalista de aquellos tiempos, Luis Melián Lafinur, pergeñó una estratagema impactante, digna de los actuales programas de detectives e investigaciones. El defensor estableció como tesis que si no se sabía qué órgano había sido dañado, sería imposible saber si la bala fue la causante de la muerte, dado que la bala estaba –según consignaron– defectuosa. Después de dos años de juicio, la autopsia era un imposible con aquellos medios. Resultado: Borda había sufrido un infarto. Lafinur apeló los trece años para Avelino. Después de cinco años y un mes de penitenciaría, salió aquel almacenero que marcó un jalón de la historia nacional. Muchos pensaron, y con razón, que aquel brillante abogado estaba pagado por Batlle. Arredondo purgó cinco años y salió en 1902. Por un ensayo frustrado, Ravecca salió en 1901; por un magnicidio, Arredondo quedó en libertad un año después. Tras su salida, consiguió en tiempos de Batlle un cargo público en la Aduana. Años después, los hijos de Batlle intentaran llevar adelante una propuesta para nombrar Avelino Arredondo una calle de la ciudad, lo que no fue aceptado de plano por las mayorías de aquellos tiempos. Borda murió muchas veces: en su gestión, en todos los intentos previos de asesinato, en Ravecca o Arredondo, pero la muerte más dolorosa fue la que sufrió en manos de la historiografía, que lo olvidó para siempre. No lo recordó como el fundador del Banco República, como el estatizador de la Compañía de Luz Eléctrica, tampoco como el creador del Instituto de Higiene Experimental o del Observatorio Meteorológico Nacional, ni siquiera como el constructor de carreteras y vías férreas ni como el iniciador de la construcción del nuevo puerto o el administrador serio, sino como el colectivista, elitista e intransigente, quien no comprendió cuándo negociar ni tuvo las fuerzas para combatir. El hacedor de los fraudes, como lo definió José Batlle y Ordóñez, quien ante su inminente llegada a la primera magistratura escribió en El Día, “El señor Idiarte Borda tiene una característica bien conocida: ha sido en los últimos cuatro años, colocado a la cabeza de una comisión constituida quién sabe cómo, el gran manipulador de todos los escandalosos fraudes que en ese período se han cometido”. Así murió en las páginas de la historia, en la palabra liviana de una opinión, en la memoria oxidada de los hitos y los mitos relacionados con el batllismo. Pero lo cierto es que la revolución de 1897 llegó a su fin gracias al asesinato de Borda y abrió el camino a un nuevo Uruguay. Un asesinato destrabó las negociaciones, un acto violento y sangriento, trajo irónicamente la paz. Un pacto de caballeros, difícil de mantener en el tiempo, terminaba la revuelta. Aunque habría tiempo para más sangre.
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