Detrás de las palabras se esconde el discurso, y es ese discurso el que nos define ideológicamente, en el mejor de los casos. Las palabras no mienten –no tienen necesidad de hacerlo–, y son esas palabras las que muchas veces están completamente divorciadas de los discursos. Cada época genera discursos, de la misma forma que observa el surgimiento de palabras dentro de esos discursos, o la mutación del significado y la pertinencia de otras. La palabra libertad durante el reinado de Luis XIV no generaba lo mismo que durante el reinado de Luis XVI; la palabra república era utilizada durante la época colonial en América como sinónimo de pueblo o comunidad, y luego tomaría ribetes revolucionarios a principios del siglo XIX.
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El estudio de la utilización de las palabras es fundamental en la ciencia histórica. Tomemos como ejemplo al Jefe de los Orientales, don José Artigas, e intentemos desentrañar su pensamiento a partir de algunas palabras que utilizaba y del alcance de estas. Al momento de discursear y de estar frente a su pueblo, Artigas utilizaba una sorprendente gama de gentilicios. Arenga a su pueblo, a los vecinos, paisanos, compaisanos, compatriotas, patriotas, orientales, y emplea también el impactante ciudadanos. Todos estos gentilicios arrastran una concepción ideológica disímil para la época, en medio de una gran confusión, por cierto.
Pueblo: “Residiendo todo poder originalmente en el pueblo, y siendo derivados de él los diferentes magistrados e individuos del gobierno, e investidos con la autoridad o legislatura ejecutiva o judicial, son unos sustitutos y agentes suyos, responsables en todo tiempo ante él”. (capítulo I del proyecto de Constitución para la Provincia Oriental, artículo 5º). Aquí el gentilicio nos acerca a una concepción de cuño hispano, relacionada con la tradición, algo preferentemente conocido por el grueso de la población. Es una concepción corporativa o comunal; no les está hablando a los ciudadanos como célula fundamental de la democracia sino a los pueblos, a las comunidades. La primera de las dimensiones de la representación en la revolución de 1811 es la del pueblo. Una concepción corporativa, de caserío, comunidad o villa. Trae consigo lo tradicional, lo entendible para una población en su mayoría analfabeta.
Compatriotas. Con este término plantea una concepción mucho más global, pero más distinguible. “Leales y esforzados compatriotas de la Banda Oriental del Río de la Plata: vuestro heroico, entusiasmado patriotismo ocupa el primer lugar en las elevadas atenciones de la excelentísima Junta de Buenos Aires que tan dignamente nos regentea” (Proclama de Mercedes, 11 de abril de 1811). Aquí, además de hacerse parte del discurso (lo que no es un detalle menor), está circunscribiendo la revolución a una zona particular, la Banda ubicada al oriente del Río de la Plata. Aparece el concepto de patria, que suele confundirse rápidamente con el de nación (un concepto hijo de la modernidad). El concepto de nación no existía en aquellos tiempos; aunque existía el término, la palabra, no tenían la carga semántica ni el significado actual. Nación se definía como un conjunto de comunidades o pueblos bajo un mismo gobierno (diario La Gaceta de Buenos Aires, 1815). Por lo tanto, esta definición adolece de características históricas y étnicas para ser el concepto moderno de nación. Define poderes y comunidades locales (no históricas).
Por lo tanto, en este caso se habla de patria en los términos corporativos de la tradición colonial: el conjunto de pueblos, villas y ciudades que, unidas, forman la Banda Oriental. Sería la segunda dimensión dentro de la representación en la revolución.
Patria, pueblo y el término orientales –a veces usado por Artigas: “Orientales: sean cuales fueren los cálculos que se formen…” (Oración Inaugural, Congreso de Abril, 1813)– siguen el camino del análisis expuesto más arriba: designan a aquellos que viven al oriente del río Uruguay, es decir, siguen una concepción geográfico-administrativa. Pero al llegar al término ciudadano, la ideología subyacente cambia velozmente y nos hace repensar qué corpus ideológico guiaba las acciones de Artigas.
Ciudadanos: “Ciudadanos: el resultado de la campaña pasada me puso al frente de vosotros por el voto sagrado de vuestra voluntad general” (Oración Inaugural, Congreso de Abril, 1813). Como dice Roland Stroemberg, “Gran parte de la mística de la Revolución [Francesa] quedó comprendida en la palabra citoyen [ciudadano]”. Esta palabra envuelve toda una concepción liberal de la política y, por obvias razones, moderna y revolucionaria (y, por ende, temeraria) para los tiempos de Artigas. Cuando hablamos de ciudadanos, según Jean-Jacques Rousseau, hacemos mención a la categoría moral fundamental. Esto implica, podríamos decir, que los ciudadanos son la suma de las voluntades individuales en pro de la consecución de una sociedad, que a su vez es fuente de ellos y en la que sólo tienen sentido. Son esas voluntades individuales las que, puestas en consonancia, generan la voluntad general, que no es otra cosa que la primacía de la mayoría.
Esta es una categoría más bien espiritual, no de orden jurídico, dado que plantea una idea (que nace con estos autores) de individualismo y persona, y como esta debe plantearse a la sociedad. Aparece la concepción individual, cuya célula fundamental es el ciudadano y no las comunidades, como en la Edad Media. La idea de nación moderna nace a partir de esta categoría, no como jerarquía de clases, sino como una comunidad de ciudadanos que comparten derechos y deberes.
La idea moderna de nación –y, aún más, el nacionalismo– no existía en la revolución. No podían comprender aquellos hombres, empero, lo que el término ciudadano traía consigo ideológicamente. Como es sabido, las mentalidades son estructurales, de larga duración, y esto no cambiará hasta mucho tiempo después.
Por lo tanto, cuando afinamos el análisis de los conceptos aparece cristalino el modelo ideológico que el Jefe de los Orientales practicaba, ya fuera consciente o inconscientemente. Con Artigas no estamos frente a un Estado liberal (moderno y decimonónico), tampoco soberano, sino frente a un Estado caudillesco. Por lo tanto, no tenemos el tipo de soberanía rousseauniana, sino ese espíritu entre precomunal y comunal, corporativo y “patriótico” ya mencionado. No es la nación oriental la que se levanta en armas por su libertad, sino una de las comunidades, uno de los pueblos dentro de la estructura (de corte jurídico-administrativo) denominada “virreinato”. Los localismos y las diferencias geográficas eran los que daban vida a las diferencias entre todos (no aditamentos étnicos ni históricos). Algunos vivían entre el río Paraná y el Uurguay (los entrerrianos) y otros al oriente del Uruguay (los orientales).
La palabra ciudadano, por su parte, implica las ideas contractualistas. No es descabellado pensar que en la Banda Oriental era muy difícil, casi utópico, llevar a cabo un contrato social eficaz. Aunque Artigas utiliza términos como voluntad general, o soberanía, o ciudadanos, no parece efectiva la utilización de estos por fuera del discurso. De hecho, cuando Artigas necesita la opinión de los orientales, los consulta por medio de asambleas que reúnen representantes (diputados) de las diferentes comunidades. O sea, no apela a la voluntad individual, sino a la voz de la comunidad. Cada diputado lleva consigo la opinión de esa comuna.
Vecinos: “Conviene el sostén de la patria que lo más breve posible congregue usted a los vecinos de su jurisdicción, los cuales luego que sean congregados procederán a nombrar un diputado” (Circular de Convocatoria del Congreso de Abril, 21 de marzo de 1813).
El gentilicio vecino es estereotípico de la América colonial. Heredado directamente de la tradición medieval española, pulula en todos los documentos. Al fundarse una ciudad y formarse el Cabildo (condición sine qua non) se establecían los vecinos, aquellos dignos de ese nombre –cabezas de familia– para formar gobierno. La fundación de Montevideo se hizo de esta forma a partir del 1° de enero de 1730, cuando se establece el primer Cabildo, en el que justamente el abuelo de Artigas (Juan Antonio) será alcalde de la Santa Hermandad (una especie de comisario de aquellos tiempos). Los vecinos eran la comunidad. Aparece entonces, de forma nítida, esa concepción más que comunitaria y corporativa de la participación. Los que comparten vecindad, villa, ciudad, y aquí estamos frente a la primera dimensión. Por supuesto, nacidos en la peripecia hispanoamericana.
Paisanos: “Paisanos: ved ahí el quadro de vuestros anales, la prespectiva horrible de una deunion entre herman.s” (Proclama dirigida por Artigas a sus “paisanos”, Costa del Yi, 8 de enero de 1813). Aquellos que comparten país, aunque no definido en los términos actuales, en los que país y nación se superponen en la mayoría de los casos. Las comunidades a las que hace referencia se encuentran además en el campo, donde vivía la inmensa mayoría de los orientales. Las comunidades eran las que luchaban por su libertad en aquellos tiempos, no por la independencia en un sentido estricto. Se partía en mil pedazos una de las cuatro dimensiones que le daban sentido a la vida. Los americanos formaban parte de diferentes comunidades que los definían. Su pueblo, ciudad o villa (Montevideo), la provincia o gobernación a la que esta pertenecía (Provincia Oriental), la unidad virreinal que también lo definía (Virreinato del Río de la Plata) y finalmente la metrópoli, el Reino de España (la madre patria). La revolución rompe la cuarta dimensión, pero sostiene las otras tres con ferocidad. Los revolucionarios luchaban justamente por la unidad de esas tres: Simón Bolívar con la Gran Colombia, Artigas con las Provincias Unidas del Río de la Plata, y José de San Martín sosteniendo al gobierno de Buenos Aires.
Son conceptos claros hoy en día, al analizarlos a la luz de los resultados, pero seguramente para los contemporáneos fuera muy complejo vislumbrar los cambios. ¿Qué precipita la utilización de diferentes palabras con diferentes concepciones ideológicas? En primer lugar, vale decir que Artigas no escribía sus discursos y cartas: tenía secretarios que pasaban al papel las palabras que discursaba el caudillo frente a ellos. Ya habrá tiempo para los secretarios y su prosa, el estilo de cada uno y cómo ellos pueden haber sido los que pulían los discursos del general y nos podrían llevar a equívocos y malentendidos.
Pero las palabras no mienten, aunque quizá mientan las épocas. Como define acertadamente Guillermo Vázquez Franco en La historia y sus mitos: “palabras como independencia, sistema, libertad, nación, país, estado, república, federación, confederación, provincia, carecían de toda precisión técnica, científica o conceptual y se usaban indistintamente, casi como sinónimos”. Se hace carne lo que Carlos Real de Azúa definió como “caos terminológico”, que subyacía en los latinoamericanos en general y que bañaba las discusiones y los debates historiográficos sobre el tema.
Presten atención al siguiente documento, oficio fechado el 9 de enero de 1816, al Cabildo: “Prestarán su juramento por lo sagrado de la patria […] conservando ilesos los derechos de la Banda Oriental, que tan dignamente sostiene el Jefe de los Orientales ciudadano José Artigas […] Firmado José Artigas” (el subrayado es nuestro).
¿Estaremos ante un ególatra, como dicen algunos historiadores, o este oficio puede haber sido escrito por su secretario y firmado por el caudillo? Y el término ciudadano aparece como un término más, casi como una convención epistolar. Ese es el punto que a nuestro parecer es irreversible, natural, y creemos sinceramente que se debe estudiar más en profundidad. Hay que descomprimir los juicios sobre el tema, quitarle el halo sagrado, ya que los términos no estaban claros para los protagonistas, que vivían tiempos de cambio, de crisis.
Ese caos del que habla Real de Azúa se hace latente en las definiciones de Estado y Nación de la época, quizá reflejado en el espejo de aquellos años. Estos hombres discutían la libertad de las Provincias Unidas del Río de la Plata. No se trataba de un pequeño territorio que por la providencia se diferencia de los demás y tiene una identidad propia y una historia marcada de antemano, que lo lleva a una independencia inevitable, sino una corporación unida naturalmente a las demás.
Las palabras no mienten, aunque a veces mienten los que las utilizan.